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para Francesca y Helena

Entonces, ¿esto es mi tierra? Es el primer pensamiento que la asalta al bajar del avión. Cuando se fue ni siquiera había un lugar para aviones. Ni siquiera había aviones. Nada que partiera el cielo más allá de las aves. Mira los alrededores de un aeropuerto mínimo y lastimoso. Se resigna a creerlo. A creer es ésa es su tierra. No que se niegue a hacerlo por voluntad propia. Se resigna a creerlo simplemente porque la distancia le ha hecho perder la noción de pertenencia con su lugar de origen. La distancia. Aunada al tiempo conjura una mezcla que puede hacer orificios aun el basalto. ¿Por qué no habría de hacerlo en la memoria y en el espíritu?

Han pasado tantos años desde que se marchó... Pisa el suelo y cierra los ojos. Rellena sus pulmones de aire. Lo hace a propósito. Quiere ratificar algo. Desde atrás recibe un empujón que la hace volver en sí. Algún pasajero distraído. Fue una estupidez, piensa para sí misma. Pero es cierto. Aquí el aire es más ligero. Más dulce, si pudiera decir tal cosa. En Berlín, en cambio, es denso, casi metálico. Y de pronto se siente ridícula, fuera de lugar. Quisiera volver por la escalinata hasta el avión, resguardarse en su asiento y esperar el regreso al D.F. y de ahí de nuevo a Alemania. Imposible. Sabe que no debió haber vuelto.

Hay un cartel con su nombre. Una muchacha diminuta y de anteojos estira los brazos con él. Debe ser su anfitriona. Se presentan. Salvo algunas charlas por teléfono y las interjecciones necesarias para hospedarse y viajar desde el D.F., ésas son las primeras palabras castellanas que pronuncia en mucho tiempo. Es cierto, escribe y lee cantidades en su idioma. Incluso todavía piensa en su idioma. Esto en sus momentos de mayor introspección. No lo ha olvidado. Al contrario: ha aprendido a mirarlo con más estatura. Es su trabajo, a fin de cuentas. Pero no acostumbra hablarlo. Comienza una charla y se siente nadando en aguas pantanosas. Como una ciclista experimentada que vuelve a los pedales después de una grave lesión. Tropieza mucho. Su acento es extraño. Sus modulaciones se marcan demasiado. Sus consonantes ahora tienen una rispidez como la del metal. Sus vocales, en cambio, se han suavizado.

El nombre de la muchacha que la recibe no le suena a nada. Deberá tenerlo presente si no quiere pasar un mal rato cuando le pida que le firme una de sus novelas. Demasiados nombres para recordar. Se suben a la camioneta de la universidad, donde aguarda el chofer. La muchacha habla demasiado. Esa compulsión oral nunca ha dejado de parecerle de mal gusto. Es parte del comité organizador del coloquio. Dice estar cursando una maestría en derecho o algo así. Afirma ser una gran admiradora de su obra. Bueno, en realidad ella “no ha tenido tiempo de leerla”, pero su madre conoce todas sus novelas. ¿No tiene tiempo para leer literatura, entonces? Siempre ha creído que en este mundo hay básicamente tres tipos de personas. Las que leen literatura. Las que no saben leer. Y las que dicen no tener tiempo para leerla. De estas categorías la tercera es por la que mayor recelo siente. Es claro que su anfitriona no ha sido de su agrado.

Durante el trayecto hasta hotel tiene ocasión de contemplar la ciudad. Finge impavidez ante las viejas calles que debió haber recorrido hasta el cansancio cuando era niña, cuando era joven. Lo cierto es que las recuerda. Y las recuerda perfectamente. La ciudad está remozada aquí y allá, pero es la misma. Ni siquiera es necesario un escrutinio profundo. La ciudad es la misma que abandonó hace más de treinta años. La misma de hace cuatrocientos cincuenta años. Una ciudad así es difícil de olvidar, pretexta. “Mire, su ciudad natal”, grita la muchacha abriendo los brazos. Ella rechina los dientes por lo chocante de la frase.

Cuando llegan al hotel la abate el dolor por primera vez. Intenta bajar una de las maletas por sí sola pero el dolor la doblega. Es un dolor en el hombro izquierdo que parece encajarse en el pulmón. Agudo y constante como una descarga eléctrica. La maleta cae al suelo. Quisiera no patentarlo, pero su rostro lo descubre sin remedio. La muchacha le pregunta si se siente bien. Ella hace un esfuerzo descomunal. Asiente con la cabeza y sonríe. Es entonces cuando ratifica que sí, en efecto, que ha sido una estupidez regresar. ¿En qué momento se le vino la magnífica idea de aceptar la invitación a ese coloquio? Se siente ridícula. Quisiera poder salir corriendo de allí. Pero es demasiado tarde.

Se instala en su habitación. Su anfitriona le entrega la acreditación, los documentos y la agenda del coloquio. Le avisa que habrá un recorrido nocturno por la ciudad, una “callejoneada” de bienvenida. La mayoría de los participantes estarán allí y sería un honor poder contar con su presencia. Ella aduce cansancio. Pero promete considerarlo. En el fondo sabe que a esas horas estará encerrada viendo un noticiario o corrigiendo las galeras de su nueva novela. Su anfitriona cierra la puerta desde el otro lado y ella corre a cubrirse debajo de las sábanas hasta la cabeza. No se desviste ni se quita los zapatos.

¿Qué es exactamente a lo qué le teme, qué eso de lo que quiere huir? ¿Su pasado? Vamos, su espíritu no es tan simple. ¿Acaso teme que la tierra se abra, que la tierra se parta en dos y que la reclame como suya, que le tienda unas raíces zafias y gordas y que la jale hasta su centro mismo? No. Eso es improbable. Ella lo sabe. Entonces, de nuevo, ¿qué es eso a lo que le teme?

Piensa en Iannis Xenakis, su músico favorito. Condenado al exilio, a la extranjería perenne. Nació en Rumania, pero se crió en Grecia. Debió abandonar sus estudios en música para unirse a la Resistencia de su país. En la década de los cuarentas pelearon contra la ocupación italiana y la alemana. Luego vinieron los ingleses... Fue herido gravemente en el rostro por un tanque Sherman. (Aunque antes había hecho volar varios en pedazos, según cuentan.) Perdió un ojo y parte de la cara le quedó deshecha. Lo dieron por muerto en el acto. Su padre lo halló aún con vida y lo condujo al hospital. Se ocultó en Atenas durante tres meses. Huyó porque en 1947 el gobierno de su país comenzó la pesquisa contra los miembros del Partido Comunista para hacinarlos en campos de concentración. Él fue de los perseguidos. Fue sentenciado in absentia a la pena de muerte por terrorismo político. Jamás pudo desprenderse del sentimiento de haber abandonado a los suyos. En su nuevo país pudo rehacer su vida como pudo. Konstantin Kastrounis. Así se leía en su pasaporte falso cuando huyó de Grecia a Italia. Más tarde se asentó en París, con las manos vacías.

Entonces, ¿es eso a lo que le teme? ¿A constatar que también en su tierra se ha vuelto una extranjera? ¿A verificar que su “pertenencia natural” a cualquier sitio se ha esfumado? ¿A ratificar que el lugar al que ha llegado no es en sentido estricto el mismo del que partió? ¿A ver parte de su identidad flotando en un limbo por los siglos de los siglos? ¿A volverse para siempre una extranjera? Xenakis lo padeció enormidades hasta su muerte. Jamás dejó de ser un extranjero. Nació siendo un extranjero. Ella lo sabe muy bien. Ha escrito muchas páginas sobre él. Y sabe que en griego xenakis significa “extranjero”.

(Fragmento)
(c) 2004, Tryno Maldonado