El matasellos
Heriberto Yépez
Editorial Sudamericana, México, 2004. 183 pp.
El matasellos, la nueva entrega dentro de la bibliografía del prolífico Heriberto Yépez (Tijuana, 1974), puede ser calificada de todo menos de novela dócil, y sí, más bien, de novela salvaje: virtud atípica que se sabe agradecer en esta época en que abundan los escritores complacientes y los lectores apáticos (mucho más hechos a la gramática y la estética del zapping televisivo). Los mecanismos de reflexión en que está registrada la voz narradora de El matasellos se antojan muy cercanos a un torrente de pensamiento serial. Se trata de una voz descarada, a todas luces identificable sobre la media de las y los narradores contemporáneos, que no admite referentes o imaginarios inmediatos, y que toma, además, el valiente riesgo de diseccionar de una vez su propia poética, su visión particular de la literatura, faltando para tal motivo a las más elementales convenciones literarias.
El discurso de Yépez –-como nos tiene ya acostumbrados, cortesía de su vena ensayística-- destaca por la abundancia en el empleo de distintos planos diegéticos, lo que en él se vuelve una virtud remarcable, pero que, en algunas ocasiones, siendo éstas las menos, entorpece la fluidez de la narración, a favor de la cual debería apostar más. De esta sazón, la naturaleza más básica de una obra como El matasellos se cifra en buena medida en uno de sus epígrafes, una cita del poeta Nick Piombino elegida con plena intención: “Just because we want there to be a narrative of ‘it’ that doesn’t mean we want ‘it’ to be a narrative”.
El recurso de la extradiégesis como herramienta narrativa, por supuesto, ha sido utilizado desde hace siglos, contando quizá con su caso más afortunado en El Quijote. El de Yépez es un texto franca y lúdicamente extradiegético que abunda en referencias metadiscursivas, como un animal indómito, imposible de contenerse, que cae violentado ante la menor provocación, a la vuelta de la hoja. Un divertimento de proporciones gigantescas, un juego con cuchillos afilados. El matasellos es también un texto autónomo que no deja de escribirse y de leerse a sí mismo, narrado por dos “novelistas menores”, que terminan por renegar del propio texto, negarse a sí mismos y aportar, de paso, un grano de arena más para la constante auto-deconstrucción de la obra entera. Cuatro personajes –los ancianos de un club filatélico-- que no son sino la síntesis de todos los personajes que deberían estar en la novela, pero que no están. Una novela que reniega de sí misma. Páginas repletas de lucidez argumentativa que rebasan la mera fábula y que nos obligan a emprender una lectura intertextual mucho más sagaz y crítica de lo acostumbrado. El matasellos es un libro tan desconcertante que nos hace poner en duda todo lo que en él hemos leído. Incluso, como parte del mismo juego, el texto subyacente se nos entrega solo, de buenas a primeras: “Los cuatro-viejos son la representación simbólica del complot para terminar con el neo-joven global. Evitar que sea éste el que entre a la puerta. Sus reuniones [...] se tratarían de los fantasmas viejos de la cultura, sus cuatro dioses-espanto, cuya misión es asesinar al engendro estadounidense, al neo-joven global”.
La anécdota que vale como epicentro a todo el intrincado juego discursivo de El matasellos, es la de un club de filatelia de la frontera norte, compuesto exclusivamente por ancianos solitarios, remilgosos, intolerantes y excluyentes. Estos viejos aguardan la muerte con la misma morosidad de la que está dotado su pasatiempo. “La filatelia es una ocupación tan apaciguante como tediosa: ideal para los viejos. No hay nada en ella de atónito. Nada de climático. Un timbre postal carece de emociones fuertes: es una agonía discreta”.
Respecto a los protagonistas vale subrayar una peculiaridad entre tantas dentro del libro: se nos advierte de manera puntual que se ha optado por sintetizar la suma de caracteres de todas y todos los integrantes de este club filatélico y senil en sólo cuatro personajes: Norman (un gringo torpe y despreciable en el que confluyen los elementos femeninos del grupo y en el cual se abaten sin piedad todo el odio y la misoginia del/los narrador/es); Aburto (que además de su pasión por los timbres postales mantiene en secreto un amor inmenso por su automóvil); Francisco (un vendedor de enciclopedias vuelto el hazmerreír del grupo por llevar a cuestas el pecado sin nombre de ser un filatelista miope); y el Ex Administrador (depositario del liderazgo del grupo gracias al poder simbólico que le confiere el hecho de ser un jubilado de la Oficina Postal). El gancho, que de entrada captura la atención del lector sobre la trama, consiste en descifrar cuál fue el motor de estos ancianos, amantes de las estampillas postales, para un buen día llevar a cabo la conclusión de sus anodinas existencias en un suicidio colectivo.
Hacinar este libro a las convenciones de la novela resultaría cuando menos ingenuo. La anécdota del suicidio colectivo de los cuatro viejos y la narración de la historia de la filatelia desde sus inicios hasta el aerograma, así como su hipotética incursión en la Internet y sus consecuencias, son acaso meros subterfugios que nos disparan al hipertexto, en donde radica buena parte de la valía de la obra.