Alban Berg:
Wozzeck y la derrota infinita



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Corría el otoño en la Viena de 1903 cuando el joven Alban Berg, con apenas dieciocho años, tuvo por primera vez el ajenjo de la derrota calándole las encías: había decidido darse a la efímera y perentoria em­presa del suicida. La inopinada muerte de su padre un año antes, la virtual bancarrota de su familia, su fracaso en los exámenes de admisión para la universidad al terminar el gy­­­­mmnasium, la salud endeble y la inesperada carga de la paternidad, tras haber embarazado a una sirvienta, habían horadado en su es­­píritu una profunda depresión. Todo ello valió para él lo mis­­mo que un cúmulo de pretextos legítimos para ponerle punto final a la existencia, sin conseguirlo. Un año más tarde, Charley, su hermano mayor, conociendo las dos más grandes pasiones de Alban la literatu­ra y la música lo alentó para que atendiese el siguiente anuncio, pu­blicado en un diario local:

CLASES PARTICULARES DE ARMONÍA Y COMPOSICIÓN
CON EL MAESTRO ARNOLD SCHÖNBERG

Tal vez movido más por la porfía de su hermano que por deseo pro­­pio, Alban, cargando su eterna timidez y un legajo de precarias com­­posiciones suyas bajo el brazo, asistió por vez primera al núme­ro 6 de la Bernhardgasse. En principio dudó entre atender al anuncio de Schönberg o viajar a Estrasburgo para volverse alumno de Hans Pfitzner, pero el destino supo ayudarlo: perdió el tren a Estrasburgo una vez tomada su decisión.

Dadas las penosas condiciones económicas de la familia Berg, el maestro Schönberg accedió en principio y de bue­­na gana a tomar consideraciones especiales para con Alban en lo tocante a sus honorarios, que pagaría, este último, con ayuda de una tía y con su flamante empleo como contable. Por entonces los conocimientos de Berg en el campo musi­cal es­­taban circunscritos apenas a lo aprendido en su casa, de manera in­­formal. Schönberg reconoció de inmediato que las limitadas ha­bi­­lidades de aquel muchacho acaso daban para componer mo­destas Lie­der en el piano, nada más; incluso es bastante factible colegir, de tal guisa, que hubiera sido Berg el más atrasado en su extensa lis­­ta de alumnos. No obstante, a la muerte de Berg con quien al decurso de los años Schönberg entabló una sólida amistad, el maes­tro escribió alguna vez que éste poseía un ver­­dadero talento, quizá hablando más por la calidad humana de aquél y el gran aprecio que le tenía. Schönberg dejaba igual entrever el respeto y la admiración que le profesaba a Berg por esa tenacidad y esa disciplina que, tal podemos comprobar hoy con enorme gusto, valieron a fin de cuentas más que cual­­quier talento nato para la música.

Bien vale recordar que por ese tiem­­po Schönberg empezaba a hacerse de pres­­tigio: volvía a Viena luego de impartir un seminario en el Conservatorio Stern de Ber­­lín por invitación expresa de Strauss; ha­bía escrito ya las Gurrelieder, la Verklärte Na­cht y Pelleas und Melisande, obras que, a pe­­sar de guardar todavía lazos patentes con el romanticismo tardío de Mahler, lo po­ní­an, con todo y su enorme cantidad de de­­trac­tores, a la vanguardia de la música aca­­démica. Si bien comenzaba a dar pasos agi­­gantados hacia los perímetros de lo pan­to­­nal (o de lo atonal, como lo re­­fieren algunos), fal­­taba tiempo para que echara por la borda el gastadísimo concepto occidental de to­­nalidad con el último movimiento de su Se­­gundo Cuarteto, y unos años todavía para que comenzara a componer con el sistema do­­decafónico.

El conjunto de lecciones ele­men­­tales que Schönberg impartió al joven Berg en esta etapa sirvieron como base para su celebérri­mo tratado: Harmonielehre, que se mantie­ne tan vivo como entonces y del que muchos hemos podido adquirir todos los pre­cep­­tos en armonía tradicional.

El polo opuesto de Berg apareció en la ca­­sa de Schönberg por las mismas fechas: un muchacho de patente prosapia en el ape­lli­­do, de fuerte traza germana y quevedos, al que Alban le sacaba unos veinte centímetros de es­­tatura, pero que, siendo de su misma edad, era ya poco menos que un doctor en mú­­sica: Anton von Webern. El duro tem­pe­­­ra­mento de Webern, su tempranísima vo­­­ca­ción y agudeza, su ambición insaciable por el conocimiento y sus vastas nociones musicales resultaron ser todo lo contra­­­rio a las tristes circunstancias del apocado Berg. Schönberg, sin embargo, serviría co­mo un punto medio para el afortunado equi­­librio de caracteres y talentos entre ambos. Sin ellos saberlo, faltaba poco para que la amistad de esos tres hombres, con el deve­nir de los años, se trasladara al ámbito de lo histórico, a la trinidad fáustica a la que ellos mismos se avinieron en llamar “Segunda Escuela de Viena” (considerando como una “primera escuela” a la conformada por Mozart, Haydn y Beethoven).

En diciembre de 1909, Schönberg consideró que era tiempo de presentar a sus dos alumnos más avezados y con ello hacer patente su patrocinio ante un público vienés de suyo reaccionario. El concierto tuvo lugar en la Grosser Musikvereinsaal; el programa estuvo compuesto por la Passacaglia, op. 1, de Webern, y las Doce variaciones para piano de Berg. De ahí en delante el camino para ambos fue a barlovento, aunque no estuvo libre de las taras impuestas por una época --si bien de República flamante y con un fuerte auge de la socialdemocracia-- tendiente a una derecha rancia que vio su pináculo en 1927, cuando fue incendiado el Palacio de Justicia durante las manifestaciones de la izquierda por los asesinatos de Schatendorff, dejando como saldo decenas muertos y centenas de heridos a manos de la policía.

En 1925 Hitler publica Mein Kampf; Le Corbusiere expone en París; Kokoschka re­trata a Schönberg; Zsigmondy recibe el No­­bel de Química; Loos renuncia a su cargo de Arquitecto en Jefe de Viena; Otto Ro­­ths­­tock, militante nacional-socialista, ase­­sina al escritor Hugo Bettauer; Hof­mannsthal publica La Torre; Papst dirige el fil­­me La calle desdichada y Robert Wiener El caballero de la rosa, mientras el genial Ein­­senstein estrena El acorazado Poteomkin; Ernst, Arp y De Chirico exponen en París; ese mismo año atestiguaría al fin el poster­ga­do estreno de Wozzeck, de Berg, ante una virulenta fracción del público que no escatimó en vi­lipendios, provocando todo un escán­da­lo. Empero, Anton von Webern y Alban Berg, para la acerba congoja de sus detrac­to­­res, reciben simultáneamente el Premio de Música de la Ciu­dad de Viena meses después.

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Por uno de esos caprichos de la ominosa geo­­metría del azar, el escritor Georg Bü­chner vio segada su vida en 1837, a la fría edad de veintitrés años, dejando inconclusa su última obra: el drama Woyzeck, que no fue trasladado a escena sino hasta 1917, en Munich, y seis meses después en Viena, don­­de, tras presenciar la interpretación pro­ta­­gónica a manos del explosivo actor alemán Albert Steinrük, Alban Berg según lo escrito por su amigo Paul Elbogen supo allí mismo que alguien debía poner la mú­­si­ca a las palabras de Büchner. Y Berg, en ef­e­c­to, comenzó a traducirla, cuál duda ca­be, en la más poderosa ópera del siglo XX ape­nas estuvo de vuelta en casa, luego de la fun­ción.

Pero fue necesario que se sucedieran varios años más para verla termi­na­da: Berg debió relegar el proyecto Woy­ze­ck para cen­trar la atención en sus Tres Piezas Or­questales, op. 6, y algunos otros tra­­ba­­jos de menor envergadura. Al año siguiente de­ja­­ría truncado el pleno de su obra para ali­near­se en las huestes del desahuciado ejér­ci­to aus­trohúngaro. Al final de la Gran Gue­­rra, sin em­bargo, Berg centró su atención en el arreglo del libreto del drama que le carcomía los sesos día y noche. Sólo hasta 1921 pudo con­cluir la partitura, cuya or­­ques­tación final estuvo lista un año después. Fue así que, de las veintiséis escenas originales incluyendo las tres que Büch­ner dejó inconclusas, entre ellas la escena fi­nal apostó por un formato de sólo quince, agrupadas en tres actos.

Ningún editor de la época, sin embargo, se atrevió a correr el riesgo de tirar Woy­zeck; el propio Alban Berg hubiese optado sin reparos por la autopublicación, pero su es­­tado económico no le daba para semejan­tes lujos, como sí lo había hecho antes con otras obras. La inefable Alma Mah­ler, en cam­­­­bio, a sabiendas de que el trabajo de Berg había alcanzado niveles artísticos estu­pen­­dos, no dudó en ofrecerle su entero apo­yo monetario, desinteresado y fraterno (de allí la famosa dedicatoria de dicha ópera pa­ra esa legendaria mujer). Por último, la trans­­posición del nombre original, Woy­zeck, por el de Wozzeck, contrario a las ela­­boradas y ociosas conjeturas que podrían de­rivar algunos, no se debió, una vez publi­cada la obra, sino a un llano error de imprenta.

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Ignoro, como otro tan­to puñado de cosas más en este mundo, si exis­­­ta acaso un límite permisible dentro de los parámetros del espíritu hu­ma­­no para la hu­­mi­llación, una hu­­millación paulatina y por­fiada lo mismo que un sangrado de nariz que termina por drenarnos íntegros, pe­ro sin quitarnos la vida; un lími­te trazado ma­lamente por un dios inicuo que decide desenmarañar las cuerdas de la cru­ceta con que nos ha venido gobernando, sólo después de habernos ordenado es­ca­lar el Mo­riah para inmolar allí a ése que re­conocíamos y amábamos como hijo nuestro, sólo des­pués de habernos partido de pies a cabe­za con profundas heridas para jac­tarse ante el demonio del desmedido re­co­gimiento que le profesamos. Desconozco, de tal suer­te, el grado de ignominia al que puede ser re­bajado un hombre común pa­ra hacerlo lamer el suelo de un cadalso que jamás será usa­do por él, y signarlo al fin con el hierro de la Derrota en la frente, con la capitular de ese pecado sin nombre de estar muerto y seguir caminando.

La trágica historia del soldado Franz Wo­zzeck y el impacto dramá­ti­co logra­do por la eficaz proyección de su es­tado de per­turbación a través de la música de Berg, van fluc­tuando en­tre la ra­biosa dodecafonía y la domestica­da tona­lidad, plagando todo con su incisivo Sprechsang. Sobresale de entrada el escrupuloso sistema de estructuración por medio de leit­motivs y sec­cio­nes recurrentes que operan con rigor for­mal a lo largo del drama. Es­te me­ticuloso sistema queda claro desde el primer acto, don­de recurre Berg, en sendas es­cenas, a cin­co diferentes piezas (E1: suite; E2: rapso­dia; E3: marcha militar y canción de cuna; E4: passacaglia; E5: rondó) para in­troducir a cada uno de los personajes de la obra. El se­gun­do acto, en cambio, está delineado co­mo una sin­fonía en cinco movimientos (E1: mo­vi­mien­to en forma de sonata; E2: fanta­sía y fu­ga; E3: scherzo; E4: rondó). El poderoso ter­cer acto, donde Wozzeck signa la ca­tás­tro­fe y que es, a mi gusto, el súmmum de toda la historia operística, se escinde en cin­co diferentes invenciones, cada una basa­da en un elemento musical independiente de­­sa­­rro­llado con maestría, todas de particu­lar ingenio (E1: un tema; E2: una sola nota; E3: un patrón rítmico; E4: un acorde a seis vo­­ces; E5: el valor de una sola nota). Esto es apenas el estrato más superficial dentro de la intrincadísima maquinaria milimétri­ca que es Wozzeck, donde cada palabra, cada evento de quinética o gesticulación de los ac­to­­­res, conlleva la paralela correspondencia con los vehículos expresivos musicales en apa­­riencia menos trascendentes. Vaya por ejemplo el caso más simple tam­­bién el más original y de mayores in­­ten­cio­nes lúdicas: el personaje del Haupt­­­mann mues­tra una peculiar obsesión con el tiempo, y la seguirá mostrando durante la ópera en­tera, en sus pláticas con el Dok­tor; sus movimientos lo revelan; camina en cír­culos sobre una banda de Moebius, infini­ta, mientras le co­men­ta a Wozzeck lo sopo­rí­­fero que es para él pensar si­quie­ra en la eter­nidad; eso su­ce­de en tanto algunos ele­men­tos de la orquesta van haciendo modulaciones armónicas en el básico “ciclo de quintas” que, apenas agotadas las do­­ce no­tas de la escala cromática como even­­tua­les centros tonales y esto cualquier me­­ló­­ma­no lo sabe ¡está condenado a volver al mis­mo punto de partida, ad infinitum!

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En consecuencia, la intención integral que toda ópera lleva por antonomasia cobra especial relieve en Wozzeck: no es una obra, como muchas otras, que pueda sólo ser escuchada; demanda y, por supuesto, me­­­­re­ce la experiencia completa de ser pre­sen­­­­cia­da en vivo. En su defecto, un buen su­­­ce­­dá­neo resulta ser la clásica versión de Clau­­­dio Abbado del año 1987, con Hilde­gard Behrens en el papel de Marie y Franz Grund­­­heber en el protagónico; pero sería altamente recomendable, de igual forma, pa­­­ra la audiencia de nuestros días, apreciar la nueva versión llevada a escena en Frank­furt, representada ex profeso para el forma­to televisivo, donde toda la acción discurre den­­­tro de un cubo tridimensional logrado por computadora y que gira sobre sus ejes co­­­mo una enorme caja en cada cambio de es­­­ce­na. El diseño de vestuario de esta exége­sis contemporánea obliga a un aventurado com­­­parativo con el de un grupo de rock in­­­dustrial, con especial mención del perso­na­­je del Doktor, un pintoresco epígono del vo­­­calista del grupo alemán Rammstein.

¿Qué escuchar?

Lyric Suite, Kronos Quartet, Nonesuch Records, 2003.

Lulu, Pierre Boulez, Deutsch Gramophon, 2001.

Wozzeck, Claudio Abbado, Deutsch Gramophon, 1987.


(c) 2004, Tryno Maldonado