Esperando a los bárbaros



J(ohn) M(axwell) Coetzee
(Cape Town, 1940) posee la voz que ha logrado estremecerme con mayor fuerza desde que comencé mi historia como lector. De eso hace algunos años. La literatura de Coetzee violenta invariablemente el entorno de quien la lee. Literatura perturbadora donde las haya. Nadie antes, absolutamente nadie, había conseguido hacerme querer cerrar las páginas de una novela, sacudirme, hacerme levantar la vista al mundo y comprobarlo distinto, trastocado, belígero, para luego volver a sumergirme en la lectura y pedir otra dosis de
aquello que aún no sé nombrar. Ahora distingo mis lecturas (y mi propia escritura) en dos etapas fundamentales: antes y después de J.M.C. Era una época en que la literatura comenzaba a perder el encanto para mí, luego de leer casi mecánicamente novela tras novela sin un hallazgo notorio, y mucho más interesado en la música contemporánea que en la literatura como estaba. Llegué a Coetzee [pronunciado “cut-zei” en afrikáans] por aviso de César Albarrán, mucho antes de que ganara el Nobel. Al principio no le hice caso, lo reconozco. Pero en cuanto leí Waiting for the barbarians, supe que me había topado con algo. Yo, que era un ridículo escéptico de todo lo anglófono y, en general, de los anglófilos. Presumo de tolerancia, pero me avergüenzo de mi cerrazón. No me quedó sino rendirme ante la prosa inmisericorde y de reverberaciones metálicas de este afrikaner, que en su juventud aprendió castellano para leer a Borges, alemán para leer a Bachmann y que empleó sus ratos de ocio como programador de IBM para analizar en su computadora la prosa de Beckett. La conclusión más valiosa que he obtenido al leer Coetzee es la siguiente: no vale la pena escribir libros inocuos, tampoco leerlos; de esos ya hay demasiados, que otros los escriban, que otros los lean. Un libro debe tener su propio peso específico, debe trastocar la realidad de alguna manera. ¡Larga vida al Duque de Deshonra!

“As long as I pinched tight I could hold in most of the flow. But when I relaxed blood poured again steadily. It was blood, nothing more, blood like yours and mine. Yet never before had I seen anything so scarlet and so black. Perhaps it was an effect of the skin, youthful, supple, velvet dark, over wich it ran; but even on my hands it seemed both darker and more glaring than blood ought to be. I started at it, fascinated, afraid, drawn into a veritable stupor of staring. Yet it was impossible, in my deepest being impossible, to give myself up to that stupor, to relax and do nothing to stop the flow. Why? I ask myself now. And I answer: Because blood is precious, more preciuos than gold and diamonds. Because blood is one: a pool of life dispersed among us in separated existences, but belonging by nature toghether: lent, not given: held in common, in trust, to be preserved: seeming to live in us, but only seeming, for in truth we live in it.”

Age of iron
J. M. Coetzee
Penguin Books
pp. 63-64