crónica de la
Juan García Ponce, Emanuel Carballo y Juan Vicente Melo
Mi primer encuentro con García Ponce (permítaseme la metonimia a través de su obra) fue meramente casual. Se trataba de una vieja edición del sello Joaquín Mortiz, de la legendaria Serie del Volador. La foto de la contratapa mostraba a un muy joven y aún sano García Ponce, de mirada afable y carismática, como debió serlo él mismo en vida. Cuando abrí las páginas para quedar cautivado por su prosa fina y contundente, de una sutileza que esconde una malicia enorme, yo no podía apostar un centavo a que en esa misma colección se refugiaría mi propia obra algún día. Yo, tan distante o tan cercano como puedo estarlo de aquél a quien siempre he admirado por poseer una de las sensibilidades más depuradas de nuestras letras y por compartir con él una pasión, una obsesión en común (es fácil saber cuál o cuáles).
Es irónico que en este momento mi vida se halle atorada hasta las cachas en una especie de trama garciaponciana: todos los elementos incluidos, aun el gato (nada de zoofilia). ¿Habré buscado esta resolución de la fábula obedeciendo de forma maliciosa a lo más oscuro de mi inconsciente? ¡No! No sobreestimemos el poder de la literatura.
Hace unas semanas pasé por la antigua casa de GP en Coyoacán. Coincidentemente leí una carta de Vicente Melo a García Ponce. Melo (obediente de la noche donde los haya), hundido en su alcoholismo y su depresión, rememora con nostalgia la juventud y las francachelas compartidas. Habla de una foto donde aparecen ambos abrazados y sonrientes. Jóvenes. Su descripción es tan conmovedora como puede serlo la de cualquiera que anhela los buenos tiempos al lado de un hermano. Parece mentira que esa foto haya sido tomada aquí mismo, en los Edificios Condesa. ¿Qué otros fantasmas merodean estos rincones en los que he pasado noches solitarias? ¿Son de ellos estas voces etílicas y murmurantes que se logran escuchar a la distancia por las madrugadas si uno se empeña lo suficiente? Cuando me marche, ¿se desprenderá también algo de mí sobre esta roca fría, sobre esta duela crujiente?
Abro de nuevo las páginas de su novela. La escena inicial –-donde dos amigos penetran al mismo tiempo a su amante-- vuelve a quitarme el aliento igual que la primera vez. En el solo primer enunciado se cifra entero el grito frenético de la celebración de la vida, la juventud y la erotomanía que GP alzó hasta el hastío en persona antes de quedar postrado a la silla de ruedas (alrededor de los treinta y cuatro años, me parece).
"Quiero que me cojan todo el día y toda la noche. Lo dijo, eso fue lo que dijo. De regreso del baño, mirándonos a Anselmo y a mí acostados aquí en la cama y que la mirábamos también. Huelo a ella; todo huele a ella. Desnuda en el marco de la puerta. Alzó los brazos y era como si quisiera borrarse por completo. Pero su cuerpo no la dejaba. No sé qué puedo recordar. Corrió enseguida a la cama, como si no soportara estar lejos. ¿De qué no soportaba estar lejos? Cuando caímos en la cama por primera vez me tenía agarrado del sexo. Su mano en mi sexo. Ya le había visto las manos, desde que llegó. Era fascinante cómo las movía. Allí estaba la necesidad de darse. Pero, ¿por qué? Ella sólo nos oía. Con la pierna cruzada se le veían los muslos. No se pueden cruzar así las piernas. Ya sabía lo que iba a pasar. Pero ni siquiera me conocía. Por eso; era mejor. No saber lo que iban a hacer con ella. En la cama, Anselmo empezó a besarle los pechos. Pero cuando yo me le subí y entré dijo: 'No, míralo, me está cogiendo. No lo dejes'."
Crónica de la intervención, Vol. 1
Juan García Ponce
Bruguera, Barcelona, 1982.