Prometí no contar nunca a nadie esta historia. Pero algo en mi vocación me lleva a creer que este ejercicio, el poner en papel lo vivido, hace las veces de exorcismo para el espíritu de vez en cuando. Y buena falta que me hace...
Todo comenzó cuando decidí entrar en esa cantina luego de caminar durante horas por toda la ciudad bajo el frío inclemente de enero: el XTC me había dejado insomne (sólo encuentro dos momentos comparables al que regala el proceso creativo: el coito y un buen XTC). Lo hacía con la desfachatez del asesino que vuelve a la escena del crimen: días antes habíamos tenido una peda de proporciones épicas con Luis Felipe Lomelí, un buen compita que vino a visitarnos. El efecto de las tachas se había terminado, pero me fue imposible pegar un maldito ojo durante dos días seguidos. Mi aspecto debió ser un asco. No era la primera vez que me ocurría. Decidí que, a mis veintiséis años, ya había tenido suficiente de la vida y que derogaría, o que al menos pospondría un tiempo, mi suscripción. Mi verdadera intención era quedarme en delante en la seguridad de mi casa, sintonizar el Noticiero Televisa piñatero puntualmente, practicar mis ejercicios de onanismo de vez en cuando para despejar la cabeza y, básicamente, “portarme bien”, como quería mi madre. Dios (permítaseme ese asqueroso lugar común) sabe que lo intenté. Pero no pude.
En Zacatecas no hay demasiados lugares dónde refugiarse cuando se esconde el sol. Las opciones son de verdad pocas. En las viejas cantinas malandras no es raro toparse con las mismas caras noche tras noche. Estos lugares se han puesto de moda entre los radical chics. Así, uno se topa indistintamente al albañil curtido echando mezcal con los compas, que a un grupo de chavitas del Tec que al día siguiente irán a contar la aventura de su vida: haber estado en un lugar donde “el toilette consiste en una triste coladera en el piso”.
El nombre de aquella cantina es Las quince letras. Cualquier nuevo parroquiano puede contarlas al calor etílico para comprobar que, en efecto y para su gran incredulidad, ¡son quince las letras que componen el nombre! Esa noche, con el bajón de las tachas y la sequía, volví a la cantina como un perro que vuelve a su amo con el rabo entre las patas. La receta del médico para tales casos es clara: “cantidades ingentes de alcohol y algunas líneas de coca a discreción”. Era viernes y el lugar estaba a reventar. Era el día en que la banda fresa de la ciudad, ya lo he dicho, “reserva” las mesas. Así es que me fui a sentar en la barra con los músicos rascatripas que entonaban “Flor de capomo”, con los maistros y con algunas secres deschongadas que no dejaban de desvestirme con los ojos. La conversación en general es más rica allí, en la barra. No deja de parecerme raro que uno que se dedica a escribir encuentre mayor empatía con alguien que se parte la madre todo el día para llevar la papa a la casa. Digo, para ellos yo debo ser poco menos que un “pinche señorito burgués” que lo más perro que hace es darle la vuelta a una página y conectar su PC (aunque en realidad estoy más jodido, pues en este pinche país de miércoles ni seguro social tengo, ni cuento con los mínimos derechos laborales y mi chamba, escribir, ni siquiera es reconocida como tal).
Y entonces fue cuando ocurrió. Uno de los parroquianos me alzó la voz. El tipo aquél tenía pinta de maestro de educación física, a juzgar por la gorra de los Lakers y los pants amarillos que vestía. En realidad el comentario que ocasionó su sobresalto nada tenía qué ver con él. Yo conversaba tranquilamente con una secretaria cuarentona sobre la carrera de José José. Pero parece que aquel compadre le traía ganas a la susodicha y, envalentonado con el alcohol, se animó a cantarme el tiro así sin más. La situación, más que alarmarme, me causó gracia. No todos los días le cantan la bronca a uno de buenas a primeras. Yo no estaba para seguirle el cuento al camarada aquél. Pero lo cierto es que mi trabajo me había costado ligarme a la secre. Tampoco me iba a regresar solo a la cama. Eso lo tenía decidido. Entonces fue que se me ocurrió arreglar las cosas de la manera “más civilizada posible”. Muy decimonónicamente reté a un duelo al tipo aquél: que él pusiera el lugar y la fecha (claro que yo sólo de pendejo iría). Mi determinación lo tomó por sorpresa y pensé si Balzac arreglaba así sus disputas amorosas, en el campo de batalla.
Mala hora fue el momento en que a alguien se le ocurrió pedir una cruzada para arreglar las diferencias de manera pacífica. Aquella rara costumbre sólo la había visto en Pachuca. El código de “las cruzadas” es estricto y básicamente pierde quien acabe arrastrándose de borracho por el suelo. Mi humor había subido tanto que tomé la iniciativa. Para entonces la mayoría de las miradas se concentraban en nosotros. “Pero con una condición”, alcancé a decir. “Que las cruzadas sean de coca y no de alcohol”. Animado como estaba, pensé que sería la única forma de conectar unas líneas esa noche: mis bolsillos estaban vacíos. Más me tardé en abrir la boca que el maestro de educación física en formar un par de líneas blancas y chonchas sobre la barra. “Sírvase, culero. A ver si es cierto...”, remató, alcanzándome un popote recortado y lleno de mocos que no acepté: más higiénico un billete de veinte pesos que ha corrido por infinidad de manos sucias.
Pasó así la media hora cuando se acabó el material. El tipo hace rato que había perdido lo ebrio y me miraba con un rostro desencajado. Yo debería parecerme mucho a él en ese instante, luego de varias líneas. Los dientes me dolían y podía saborear algo de sangre en las encías. Hasta entonces no podíamos declarar un vencedor. Íbamos tablas. Pero ya no había coca. Maldita la hora en que se me ocurrió seguirle la carroza a aquél pobre compa. “Chínguese una línea de ésta. ¿O qué, se me va a rajar tan temprano, jefazo?”, le dije. El maestro de educación física se esperaba todo menos eso. De la bolsa del pantalón saqué una tirita de cafiaspirinas que cargo siempre para la migraña. Su cara se le descompuso y hasta pude ver cómo le escurría el sudor por los mofletes. Tomé su silencio como un asentimiento para continuar nuestro ridículo duelo. A esas alturas la secre en disputa ya bailaba más allá, quitada de la pena. Nosotros estábamos en lo nuestro. Si habíamos comenzado, había que llevar el asunto a sus últimas consecuencias. ¡Faltaba más!
Cuando los parroquianos vieron que iba en serio lo de las cafiaspirinas, volvieron a apiñarse a nuestro alrededor, mitad incrédulos y mitad divertidos. Nunca habían visto dos rayas tan gordas y apetitosas como ésas que saqué al moler dos cafiaspirinas. Con un gesto de la cabeza le indiqué a mi rival que le diera el primer llegue. Pero dio un paso atrás, dejándome irremediablemente la iniciativa de mi propio experimento. Cuando intenté enrollar de nuevo el billete de veinte pesos que me había estado sirviendo, me di cuenta de lo temblorosas que se habían puesto mis manos. Una gota crasa de sudor fue a estrellarse en el linóleo de la barra, desde mi frente. Pero sabía que no había marcha atrás. Coloqué el billete bien dentro de una fosa nasal. Me incliné entero sobre la barra. Para entonces los músicos rascatripas dejaron de tocar y se unieron a los espectadores. El cantinero pidió silencio con un ademán contundente y autoritario que fue obedecido al acto. Se hizo un silencio tan inmenso y aplastante como el de una iglesia. La tensión podía sentirse en el aire como una descarga eléctrica. Todas las miradas se clavaron encima de mí como cuchillos. Estaba a punto de lograr una proeza y de paso de poner en ridículo al tipo ése que se atrevió a retarme a duelo por los favores de una secretaria platinada y rotoplástica. Era el momento. Era mí momento.
Inhalé una línea entera con toda la fuerza de mis pulmones. Inhalé como si en ese simple acto se me fuera la vida. Sentí el polvo acre y metálico entrando como un tornado por las vías respiratorias. Entrando como un huracán que lo devasta todo a su paso. De allí en más sólo recuerdo haber sentido durante segundos el dolor de cabeza más increíblemente cabrón de toda mi vida. Ni todas las migrañas, ni todas las crudas del mundo juntas se le comparaban. Un dolor de cabeza sin fin, persistente. (No dejo de pensar en lo irónico que resulta que el mejor remedio para el dolor de cabeza pueda a su vez provocarlo con tanta contundencia si se consume por otra vía). Un lado completo de la cara se me durmió al instante. Los sonidos se convirtieron en un barullo monocorde. Los colores se hundieron en un marasmo de pesadilla. Yo me hallaba bañado de pies a cabeza de un sudor frío... Todo sucedió en fracciones de segundo, pero yo lo presenciaba en bullet-time. Lo último que recuerdo son varios pares de brazos alcanzándome para detener mi estrepitosa caída al piso.
Y así fue. Más o menos como lo cuento. Desperté tiempo después en una cama de hospital. En este punto prefiero no detallar todo el penoso proceso que sucedió al incidente de la cafiaspirina. Sé que un lector cómplice entenderá mi decisión. Sólo debo decir que mi relato asentará una anécdota moralina para aquellos que lo lean: queda probado que la cocaína es más noble y menos traidora que la asquerosa cafiaspirina.