: ¿fin de la literatura nacional?
: por christopher domínguez michael




Ciudad de México, Grupo Reforma (ago. 21, 2005).- Toda literatura está sujeta al devenir de los ciclos históricos y la crítica debe aprender a estudiarlos mediante el ritmo de la larga duración. Hay ciclos largos que pareciendo imperturbables, no lo son, como el de ciertas literaturas continentales que, tras dominar Occidente desde el siglo dieciocho, entraron en decadencia desde mediados del siglo veinte. Otros ciclos, como el de la lengua inglesa, han cambiado de eje en varias ocasiones: hacia los Estados Unidos a partir de la publicación de Moby Dick en 1851 y hacia los escritores de la antigua Commonwealth, en las últimas décadas.

La literatura latinoamericana tuvo su esplendor durante la segunda mitad del siglo veinte, como le ocurrió exactamente 100 años atrás a la novela rusa. Las brasas de aquella hoguera iluminada por los nombres de Borges, Neruda, Paz se están apagando lentamente y, al hacerlo, pasan a integrarse a las constelaciones del canon, en el firmamento de la literatura mundial. Es previsible que, en las próximas décadas, no aparezcan obras de la envergadura de las de Rulfo, Lezama Lima, Guimaraes Rosa o García Márquez y es justo que así sea, pues ninguna cultura tiene por qué librarse de los placeres del estancamiento o de la decadencia, como bien lo saben los franceses.

Esta proyección, desde luego, no tiene por qué gustarle a todos aquellos escritores latinoamericanos que, nacidos después del boom de los años 60 (que sólo fue la punta mediática de un sustrato cultural riquísimo), se sienten fatalmente condenados a peregrinar en los ya canónicos "cien años de soledad". Y esa peregrinación implica, a su vez, cancelar la identificación romántica entre cultura y nación, misma que convertía al escritor latinoamericano en una suerte de embajador ontológico de su país, destinado a explicar los misterios esotéricos de México, del Perú, de Colombia al público europeo. Es hora de asumir que la fiesta terminó y que el precio de haber ganado un lugar en la literatura mundial se traduce en el fin de nuestra excepcionalidad y de los fueros que el realismo mágico, falso o verdadero, conllevó. Hoy día, un escritor mexicano o colombiano tiene la misma oportunidad sobre la tierra --para seguir parafraseando a García Márquez-- que un escritor checo o irlandés, para insistir en otras viejas periferias que, como la latinoamericana, acabaron por ocupar el centro.

La extinción de las literaturas nacionales, al menos en América Latina, no será desde luego un proceso ni natural ni lineal. Implica la desmantelación de un concepto firmemente establecido en la academia, en la opinión pública, en el espíritu de muchos escritores aún ligados sentimentalmente al nacionalismo cultural. Contra lo que suele pensarse en el extranjero (y en México mismo), ese proceso de desarraigo arranca con el siglo veinte: la tradición cosmopolita es la tradición central --aunque no la única-- de la literatura mexicana moderna.

Las grandes figuras literarias del siglo veinte creyeron en la refundación de México como un sitio de encuentro entre la modernidad y la tradición, el norte y el sur, el este y el oeste. Desde posiciones muy distintas como el clasicismo maurrasiano de Alfonso Reyes, la devoción por la Nouvelle Revue Française (NRF) de Jorge Cuesta, el surrealismo heterodoxo de Octavio Paz o el comunismo disidente de José Revueltas, todos concurrieron en la noción de América Latina como el extremo occidente, extensión crítica, por fuerza excéntrica, de Europa y parte de la civilización occidental, desde 1521. En ellos se inicia, a través de distintos niveles, el abandono y la crítica de los conceptos clave del nacionalismo romántico y sus perdurables manías identitarias.

Esa huella de fundación es visible en la narrativa (en la poesía la emancipación se remonta al modernismo finisecular) que se empieza a escribir en México en los años 60. Narradores como Salvador Elizondo y Alejandro Rossi (ambos nacidos en 1932 y ambos traducidos al francés) se desplazan por la literatura mundial con absoluta libertad, viajando indistintamente hacia el mundo de los suplicios chinos o regresando a las raíces del caudillismo hispánico; un Sergio Pitol (1933) hace suya la literatura centroeuropea, lo mismo que otros escritores que como Juan García Ponce (1932-2003), Hugo Hiriart (1942) o Fabio Morábito (1955) corroboran en sus obras ese fenómeno del cual Borges es un epítome: el cosmopolitismo latinoamericano es una de las grandes escuelas del siglo veinte.

Al repasar a los nuevos autores mexicanos elegidos para esta pequeña muestra caigo en la cuenta de que la naturaleza extraterritorial de su obra, aunque está en el gusto de quienes los hemos antologado, no fue hecha de manera deliberada. Ello probaría, una vez más, la profundidad del diálogo cosmopolita entre los escritores mexicanos, eco de una tradición ya casi centenaria, aquella que marcó el encuentro entre Alfonso Reyes y Valery Larbaud, entre el surrealismo y la poesía latinoamericana o, inclusive, el descubrimiento de los textos sapienciales mayas, en sus versiones francesas, por Miguel Ángel Asturias. Salvo en el alma envenenada de racismo invertido de algunos profesores, no existe, ni ha existido jamás, en México ni en el resto de América Latina, una "literatura postcolonial".

La literatura latinoamericana, durante el siglo veinte, se reintegró, con toda la capacidad de distanciamiento que impone la periferia, a esa historia común azarosamente interrumpida por la decadencia cultural del imperio español que dio comienzo con el siglo diecisiete. Concluida esa reintegración, a la literatura latinoamericana (y en este caso a la mexicana) le ha tocado morir para seguir existiendo como una escuela en el seno de la literatura mundial. En cuanto que fallidas encarnaciones del alma nacional, uno de los sueños menos felices (y de consecuencias históricas más truculentas) del romanticismo, muchas literaturas seguirán muriendo.


La narrativa (y la poesía) latinoamericanas, además, se benefician de una globalización cultural que, permitiéndonos abandonar la obsoleta noción romántica de literatura nacional, nos devuelve, con más ganancias que pérdidas, al universalismo de las Luces. En ese contexto, en un mundo donde las lenguas se expanden, el español vuelve a ser, como lo fue en los siglos de Oro, uno de los idiomas más hablados y leídos del planeta. A ello hay que sumar la velocidad con la que viajan, a principios del siglo veintiuno, la letra y la imagen, de tal forma que la educación sentimental de un joven escritor de nuestra época es la misma en México D.F. que en Los Ángeles, en Quito que en Madrid, en Buenos Aires que en Managua, para hablar sólo de una ecúmene hispanoamericana que ya penetra profundamente en Estados Unidos. Cada día es más difícil diferenciar entre sí a las viejas literaturas nacionales que componen América Latina en la medida en que sus escritores habitan un mismo horizonte civilizatorio. Las diferencias idiomáticas, históricas y políticas sólo prueban la riqueza del acervo común. Sin lugar a dudas el mercado editorial predica la uniformidad y castiga, más que nunca antes en la historia moderna del libro, la dificultad intelectual y el riesgo formal. Pero la verdadera literatura no tiene horror a la uniformidad: ésta es una prevención propia de sociólogos de la cultura que, como muchos editores, ignoran lo que sabe el escritor solitario, que la obra artística siempre sera única e intransferible, hija del talento individual.

-Christopher Domínguez Michael