: el otro casanova

Otros placeres
Jerzy Pilch
(traducción de Joanna Albin)
Acantilado, Barcelona, 2005
146 pp.

Giacomo Casanova (1725-1798) se dio a la tarea de redactar en sus últimos ocho años de vida los cientos de folios que conforman sus Memorias. El que con el tiempo se convertiría en el seductor por antonomasia, buscó en la indulgencia de un lector cómplice y confesor, la redención por los libertinajes cometidos en su juventud. Las intenciones moralizantes características de la picaresca, las podemos descubrir aquí y allá a lo largo de las páginas con que este consumado erotómano pretendió encontrar serenidad de conciencia y un indulto espiritual. En este tenor, Jerzy Pilch (Wisla, Polonia, 1952) ha pergeñado con éxito en su novela más recientemente traducida al castellano, Otros placeres, a un personaje entrañable con el mismo molde vitalista de aquel sibarita de Venecia. Pero, atención, con algunas notables diferencias que terminan por convertirlo en una clase de anti-casanova en sí mismo. Y es que las peripecias y los amoríos de Pawel Kohoutek están escritos en fina clave de farsa, guardando cierto parentesco con el tono de las comedias de Jaroslav Hasek. Jerzy Pilch –quien es reconocido con justicia como uno de los más destacados narradores polacos de la actualidad– posee una voz que se distingue por tener el aliento para contar las cosas y los detalles que no parecen reunir siquiera méritos suficientes para ser contados. Pleno siempre de vitalidad y luciendo una imaginación gozosa, suele coquetear con el lirismo como una extensión de la propia farsa, pero sabe mantener el silencio de su lado, su herramienta más cara y más elocuente. Pilch construye escenarios, conflictos, diálogos y personajes hiperbólicos que abrevan en el tintero de lo caricaturesco. Todo en Otros placeres rinde homenaje a ese gusto burlón por la hipérbole y la extravagancia.

La anécdota que Pilch lleva en estas páginas al extremo no es otra que aquella que en su tiempo resucitó Kundera en El libro de la risa y el olvido: una joven se apersona de buenas a primeras en la casa de Petrarca. El gran poeta, sorprendido por la intromisión, intenta ocultar todo el jaleo ante su esposa. Pero cuando la tozudez de la neurótica muchacha por mostrarle el “verdadero amor” fracasa, ésta opta por romper todos los cristales de su hogar con un hierro, ante el pasmo de Petrarca y de su mujer. De tal suerte, la historia de Kohoutek comienza cuando su amante en turno decide aparecer en el pueblo, con la intención de reclamar las promesas de amor que aquél le hiciera. Esto durante la celebración más importante del año en la localidad. No pudo haber escogido peor día. Es decir, no pudo haber escogido mejor día para el inicio de una farsa. Pero lo que la amante en turno no sabe, como jamás lo supieron las muchas otras, es que su querido Kohoutek, un hombre entrado en los cuarenta, es en realidad un niño bueno que jamás ha vivido fuera de la casa de su madre. Bajo la autoridad castrante de esta peculiar familia, incluso es mal visto que el hijo bueno duerma en la misma habitación que su esposa de años. La llegada de la amante, como la muchacha de Petrarca, será la piedra de toque para encender el caos y entretejer los enredos. Kohoutek, como buen pícaro, deberá poner a prueba todo su ingenio para salir bien librado de ésta.

Kohoutek es sometido al ojo avizor de un matriarcado, cuya autoridad está representada en su madre, su abuela y su esposa, en ese orden. Existe un matriarcado, sí, pero un matriarcado que sólo aparenta ser pleno en potestades; a fin de cuentas un matriarcado permisivo y moldeado como la horma del verdadero poder: el patriarcado dominante y su sistema vertical de jerarquías. Kohoutek, el varón mimado de la familia, no es sometido por el fuste de las mujeres de su hogar, sino que es él en realidad quien sostiene el mango. Kohoutek es un niño inocentón y malcriado que será reprendido con severidad cuando cometa alguna de sus gamberradas, pero al final será bañado con leche y laurel por las mujeres de la casa. Nada tardo, reincidirá. No una, sino dos, tres veces. Como en todo modelo patriarcal, le son toleradas y laureadas sus hazañas en la cama, incluso elevadas al estadio de mito. En un pueblo donde todos están enterados de la vida de los otros, hasta la mujer de Kohoutek –mucho más intuitiva que aquél— solapa y finge hacerse de la vista gorda ante los constantes engaños de su marido.

A pesar del patetismo y de la abulia de su vida familiar en el minúsculo y asfixiante pueblo de Cieszyn, nos dicen los “viejos libertinos” –esa colectividad unívoca que atestigua y narra la novela con todo el desenfado del mundo--, Kohoutek ha llevado todo el tiempo una doble vida. En sus viajes furtivos a Cracovia ha conocido en la intimidad a muchas mujeres. De verdad: muchas. Si el listado de conquistas en las memorias de Giacomo Casanova ascendió a más de ciento veinte, la del socarrón Pawel Kohoutek no le envidia nada en absoluto. Mientras la principal arma de seducción de Casanova (ese astuto) fue la impostura, en Kohoutek (ese ingenuo enamoradizo) lo es el cándido desnudamiento de su alma, táctica que termina por ablandar a la más zafia de las mujeres. ¡A qué nivel de patetismo se requiere llegar para esgrimir la lástima como un arma de seducción! Sus extraordinarias proezas amatorias y su extensa lista de romances, se deben también en gran medida a la buena fortuna que lo ha bendecido. Jamás a su personalidad arrobadora, ni a su filosa labia, ni a su destreza en las artes sexuales –pues son todas cualidades de las que carece--. Esto lo avecinaría mucho más con el registro de un personaje de picaresca que al de un seductor: más cercano al Buscón que a Don Juan; más cercano a Simplicius que a Casanova. Nuestro pícaro es, por lo tanto, un contrapunto socarrón para las cualidades de lo que debería ser el prototipo del conquistador. Pawel Kohoutek –tal como el Zeno Cossini de Svevo--, no es más que un niño travieso al que la connivencia de un mundo construido por el colectivo masculino le permitirá salir exitoso en sus aventuras con el otro sexo. Es un adolescente que aún padece las prohibiciones sensuales y el repudio por el cuerpo inculcado por el cristianismo. Un adolescente que, por lo tanto, hallará fascinación en la ilicitud encarnada en cada nuevo encuentro sexual. Jerzy Pilch, como Bataille, sabe que todo horror termina por reforzar la atracción: el riesgo, el peligro, el miedo, la prohibición, nos paralizan; pero en grados menores y controlados, como una droga, consiguen avivar el deseo. La consecución del éxtasis pleno sólo se logrará rebasando esos límites, excediendo las fronteras del cuerpo, negando los tabúes, retando el temor del cielo. Por eso Kohoutek busca llevar sus conquistas al extremo, con todo y la mendacidad que las envuelve; busca tensar la cuerda hasta casi tocar su punto de quiebre. Kohoutek no persigue otra cosa que esa perspectiva lejana de su propio aniquilamiento, y la persigue como la única vía para satisfacer de una vez por todas su deseo insaciable. No busca otra cosa que su perdición, aun a riesgo de desmantelar toda esa permisividad y seguridad que su pequeño mundo materno le ha proporcionado. Cada nuevo coito es un abismo. Un paso más para el aniquilamiento. Aunque sabemos bien que al final del día todo pícaro encuentra un poco de tiempo para negociar su redención.

(c) Tryno Maldonado