: muertes curiosas


Lo sé. La muerte tiene métodos y tiempos caprichosos. Lo he visto muy de cerca. De pronto un hombre joven que goza de entera salud, toma una siesta en un momento de descanso y ya está. Un último respiro, ni siquiera el más hondo, sólo el último. No sabemos si hay dolor. Sólo le sobreviene la muerte. Por otro lado, una madre deja a su hijo de meses en la cama unos segundos. Alguien ha llamado al teléfono. Ella corre a contestar. El bebé se mece tanto que alcanza el borde y ya está. De nuevo. Cae al vacío y su cráneo frágil no resiste el impacto, se parte en dos. Muere. En cambio, un paciente desahuciado por una enfermedad cruenta, al que lo abaten dolores inhumanos, aguarda durante semanas, meses y años confinado a una cama. Pero la muerte no viene. No escucha sus súplicas. Ni vendrá en mucho tiempo. Sólo hay zozobra y dolor. Pero no muerte.

Así es. La muerte tiene métodos y tiempos curiosos. Lo hemos visto una y mil veces a lo largo de la historia. Ahí está Plinio el Viejo, que emprendió una excursión al monte Vesubio en plena actividad volcánica, entre temblores, humaredas y una lluvia de fuego, con la intención de estudiar el fenómeno lo más cerca posible. Pero no fue la erupción ni el torrente de lava que arrasaron a Pompeya los que le quitaron la vida. No. El Viejo murió, tal como lo relata su sobrino Plinio el Joven en sus cartas a Tácito, de una crisis cardiaca provocada por el espanto. Algo parecido, estar en el lugar y en el momento menos indicado, sucedió con Magallanes. El navegante portugués estaba muy cerca de ser el primer ser humano en haber circunnavegado el globo con su tripulación. Le restaría apenas una cuarta parte de su viaje. Habiendo sobrevivido a los amotinamientos, a la hambruna, al escorbuto y a la furia de los mares más embravecidos, luego de bautizar las calmosas aguas del Pacífico y conocer horizontes que hasta entonces ningún humano había soñado siquiera, Magallanes fue a perder la vida por entrometerse en una disputa entre tribus cuando pisó las Filipinas. Pienso igual en dos reyes de la antigua Burma: Nandabayin y Theinhko. El primero murió de un ataque de risa cuando un mercader italiano le contó que Venecia era una república y que no tenía rey. El segundo fue asesinado cuando un buen día decidió dar un paseo de incógnito por sus dominios. Un campesino que no supo reconocer a su soberano, lo mató a golpes de azadón cuando aquél se atrevió a comerse sin permiso un pepino de su huerta. La reina, temiendo la insurrección de su pueblo, mandó llamar al campesino al palacio y lo vistió con las ropas de su difunto marido para proclamarlo como el nuevo rey en unos minutos. En delante se le conoció a aquél como el Rey de los Pepinos. Lo mismo pienso en el compositor francés Jean-Baptiste Lully, que perdió la vida por el avance de la gangrena en un pie. Todo ocurrió mientras dirigía su Te deum: colérico con los músicos como solía ser, Lully clavó la batuta contra el suelo en un ataque de furia por algún pasaje mal interpretado a manos de algún instrumentista lerdo. En esos tiempos la batuta era un auténtico bastón rematado en una puya, y no lo que conocemos ahora, así es que el filo de ésta fue a encajársele justo en el pie. Sólo debieron pasar tres meses para que la gangrena hiciera lo suyo. Y hablando de músicos, el propio Anton von Webern murió cuando recién se había declarado el armisticio de la Segunda Guerra Mundial. Webern salió de buena gana de su casa para comprar cigarros cuando un soldado estadounidense que pasaba por ahí lo asesinó, sin más, con el filo de su bayoneta. El homicidio quedó en el misterio. Y ni hablar de Isadora Duncan y su tan poco glamorosa manera de morir: estrangulada por su bufanda al liarse entre los radios de una de las ruedas de su coche convertible. Ni de Jaco Pastorius, asesinado a golpes en una pelea de cantina. Ni qué decir tampoco de Jimi Hendrix, quien perdió la vida ahogado en su propio vómito, inconsciente como estaba por los barbitúricos. O en el mismo registro, Tennessee Williams, que falleció asfixiado cuando intentaba abrir el frasco con sus medicamentos y se tragó la tapa. Pero si lo que queremos es una referencia literaria y autotélica, ahí está el tan sonado homicidio de Joan, la esposa de Bourroughs, mientras jugaban al Guillermo Tell con una Colt 45. Ejemplos de lo cáustico, ridículo e inopinado que pueden llegar a ser las maneras de obrar de la muerte, en fin, es lo que sobra.

Ya lo digo. Así es como funciona esto.