: real de catorce revisited





01.
Es algo que suele pasar. Por más que lo intento, en todos esos días no consigo quitarme de la cabeza la rola Subiendo el Quemado de Julio Revueltas. Al atardecer, mientras bajamos el cerro del Quemado, Sergio, nuestro guía, nos explica por qué los habitantes de Real de Catorce no dejan entrar gringos a su pueblo. A lo lejos su perro Yek se afana en cazar un conejo escurridizo. Uno no alcanza a entender cómo nuestro guía puede estar caminando y parloteando desde hace cuatro horas bajo ese sol inclemente y sin una gota de agua. Falta poco para que caiga el atardecer y con él un frío que cala hasta lo huesos. Cada vez que le ofrezco de mi botella la rechaza. Incluso nuestros caballos están visiblemente cansados. Es el peyote, claro. Los huicholes atraviesan así el desierto entero.

02.
Real de Catorce es un viejo pueblo minero que, de no ser por el turismo, muy probablemente sería una ruina fantasma a estas alturas. Llegar a él desde Zacatecas es de lo más fácil. Se toma la carretera a Monterrey y en el entronque de San Tiburcio, donde termina el camino asfaltado, uno levanta el pulgar para pedir aventón. Un total de 3 horas si se corre con buena fortuna. Sólo hay una estrecha vereda para entrar: un túnel de dos kilómetros guarda el secreto entre los cerros. La otra forma es bajando en la estación de Catorce, por tren, y atravesando el desierto en Jeep (o a pie, si se prefiere). Antes, durante el trayecto, y sólo si uno tiene suerte, se pueden desenterrar algunas cabezas de peyote desperdigadas a los lados del camino. Éste, el peyote, el híkuri de los huicholes, es acaso el principal atractivo de Real de Catorce. Los peyo-tours son el anzuelo que atrae divisas para sus pobladores. Y es que sucede que el desierto que rodea al pueblo es parte del recorrido ritual que lleva a cabo la gente huichola. En el punto más alto cerro del Quemado (desde donde puede contemplarse todo el desierto) se encuentra uno de sus lugares sagrados. Hay un altar repleto de ofrendas, “ojos de dios” y cabezas de venado. Sergio dice que podemos tocar, siempre y cuando lo devolvamos a su lugar. Yo me abstengo. Le encuentro algo de profanación al simple hecho de estar allí.

03.
Hace tiempo llegó una caravana de gringos con toda la intención de asentarse en Real de Catorce, dice Sergio, incasable y locuaz. Se trataba de una fila interminable de vehículos llenos de familias estadounidenses. Todos habían conocido el lugar por una película imbécil de Brad Pitt y Julia Roberts filmada allí. Pidieron hablar con las autoridades. Una suerte de concejo local se reunió y decidió que no, que los gringos no podían quedarse a vivir en Real de Catorce bajo la premisa de la ley del talión: “Si a nosotros nos tratan así en su país, aquí los vamos a tratar igual”. Fueron expulsados. Por lo demás, italianos, franceses, alemanes, argentinos..., forman parte de la exigua población y del abundante turismo de Real de Catorce. Gringos no, repite Sergio mientras arrea nuestros caballos, gringos no.


04.
Quiero suponer que mi información genética me hace casi inmune al peyote. Otras drogas apenas consiguen prenderme por mucho que me meta. Algo en mí está mal. Lo sé. Creo que por eso no soy junkie. Porque, aunque lo quisiera, me costaría una verdadera fortuna lograr engancharme con cualquier cosa (sólo los pintores y algunos escritores pueden darse esos lujos: cuando se acaba la fiesta yo apenas me estoy prendiendo). La vez anterior que visité Real de Catorce, hace tres años exactamente, comí peyote por primera vez. Me documenté de manera profusa sobre el ritual. Me habían advertido de su mal sabor, pero yo lo encontré más bien sabroso. Así fue que me devoré unas ocho cabezas enteras, ante el asombro de mis acompañantes, que apenas mordisqueaban tímidamente un gajo tras otro. ¿El resultado? La-pe-or-dia-rre-a-que-ha-ya- te-ni-do-en-to-da-mi-vi-da. La peor. Deshidratación. Horas y horas en el baño. ¿Viajes místicos, alucinaciones, examen introspectivo de mi estar en el mundo y de mi paso sobre esta tierra, encuentros con mi yo interno...? CERO. Vienen a mi mente las crónicas de trips formidables en el desierto, la historia de cómo un amigo viajó una semana entera luego de que un chamán le disparó una cápsula de mezcalina con una cerbatana en una fosa nasal, todas las aventuras de mi buen amigo Konejo extraviado el desierto, la memorable escena de súper-trip de mezcalina en Azul casi trasparente de Ryu Murakami, la película Estados alterados, donde un científico lleva los efectos de la mezcalina hasta sus límites, el trip de Homero Simpson en el desierto, la canción de Glassjaw Two tabs of mezcaline, etc. etc. etc. ¡Qué envidia! Lo cierto es que, sin variedad, a mí el peyote sólo me suelta el estómago. Y encima tengo que chutarme los soliloquios de los hippies locales que me sermonean por “no respetar el ritual del hikuri”...

05.
En la punta del cerro del Quemado de pronto siento retumbar la tierra bajo mis pies. Algo me impulsa a pegar el oído contra el suelo. Sergio señala algo con la punta del dedo, pero no consigo ver nada. Es el tren que llega a la Estación de Catorce, a muchos kilómetros de distancia. La cima es tan alta que difícilmente puede divisarse como un ciempiés que avanza a lo lejos. Luego, el silencio absoluto. Jamás había experimentado algo así, ese nivel de tranquilidad y parsimonia. Por la noche, en el ruedo abandonado, junto al panteón, nos echamos a contemplar las estrellas. A pesar de que es el cielo más diáfano que he podido observar, sólo consigo reconocer la Osa Mayor y Orión gracias a Mayra. Silencio absoluto. Estrellas fugaces a cada instante. La bóveda celeste girando sobre nuestras cabezas. Una paz indescriptible.

06.
En el camión que atraviesa el túnel para salir del pueblo nos topamos con un gringo-mexicano parlanchín. Cuenta cómo ha conocido tres cuartas partes del mundo enlistado en el ejército de su país. Quiero preguntarle con mala fe si ha matado y qué se siente. Pero me abstengo. Ahora tiene un rancho cerca de Matehuala, de donde eran originalmente sus padres. Encontramos también a un estudiante de música de la UNAM. Hablamos sobre la música de Julio Estrada y sobre música contemporánea en general. Resulta que tenemos algunos buenos amigos en común, entre ellos a Konejo. Es un cliché, pero al final el mundo es tan pequeño que puede vérsele entero desde la punta del Quemado. Sólo si el clima lo permite.