: el principio del placer
Son las ocho de la mañana en la ciudad de Zacatecas cuando caigo perdidamente enamorado. Es un día como puede serlo cualquier otro aquí. La gente y el tráfico van y vienen por la avenida Hidalgo, en el núcleo del centro histórico de la ciudad. Tengo una cita y debo llegar a tiempo. Me abro paso entre la multitud. Y de repente noto que la muchacha que camina a mi lado está afligida y a punto de llorar. Es entonces cuando ocurre el flechazo. Quiero alcanzarla para preguntarle qué es lo que pasa, pero me doy cuenta que aquella chica no es otra que Irene Azuela, una de las protagonistas de Quemar las naves. La toma debe repetirse pues, ingenuo como soy, acabo de estropearla parándome en frente de la cámara situada en el piso sin darme cuenta. Francisco Franco, el director, así se lo hace saber a Irene sin usar palabras, apenas chistando con los labios para que el rodaje pase desapercibido ante la gente de la ciudad que, como yo, no se da aún por enterada.
Ésta es la ópera prima de Francisco Franco, reconocido por su trayectoria en el teatro con obras como Calígula probablemente y Un tranvía llamado deseo, además de la adaptación de El cuaderno rojo, de Paul Auster. El proceso de escritura y revisión del guión tomó a María Renee Prudencio y Francisco Franco un total de casi cinco años desde que concibieron la idea original. Buena parte de la trama está construida sobre los recuerdos de infancia del director en su natal Aguascalientes, por eso desde el momento de escribir el guión eligió a Zacatecas como escenario de esta cinta que vendrá a sumarse a una novísima entrega de cine mexicano al lado de filmes como Morirse en domingo, KM31, Drama/Mex o Niñas mal.
Una producción cinematográfica es un suceso que siempre levanta revuelo entre los habitantes de Zacatecas (todo mundo tiene un primo o un amigo que fue extra en Gringo viejo). A decir de Érika Licea, la directora de fotografía, “si esta ciudad fuera una actriz sin duda sería una actriz dramática”. El guión siempre contempló que éste fuera el lugar para el rodaje. Las locaciones son perfectas para la historia: callejones estrechos y entramados como laberintos, edificios coloniales de cantera rosa, casonas enormes que se caen a pedazos y que conforman las atmósferas de encierro en que habitan Sebastián (Ángel Onésimo Nevares) y Helena (Irene Azuela), dos hermanos adolescentes criados en el ostracismo de esta ciudad. Quemar las naves habla de la pérdida de la inocencia, y la ciudad de provincia es por lo tanto una metáfora del enclaustramiento, de la estrechez de miras, de la infancia y un posterior y duro despertar a la vida adulta y al placer. Sobre todo al placer.
El siguiente llamado es en el ex convento de Guadalupe, ahora convertido en un museo y pinacoteca virreinal. Con Franco platico de literatura gringa, de su admiración por Paul Auster y de algunos amigos en común. Óscar Uriel, el productor asociado, es un tipazo con el que se puede hablar horas y horas con todo y que haya trabajado el día entero. Los ambientes viciados y la opresión de las sombras en la locación que ha elegido no pueden venir más ad hoc. La experimentada María Novaro, productora, charla con los jóvenes actores más como una tía complaciente que otra cosa. Se siente un clima de trabajo relajado entre el staff, joven en su mayoría y respaldado por la experiencia de actores como Diana Bracho, Enrique Singer y Alberto Estrella. Jessica Segura (El tigre de Santajulia), más joven de las actrices, se muestra efusiva todo el tiempo y es de plática fácil y amena, como si actuar fuera un juego al que Franco los instigara. Y así lo es. Cuando le cuestiono al respecto, María Renee Prudencio (una mujer brillante que me dejó sorprendido) no duda en conceder que, en efecto, el cine mexicano de los últimos años ha empoderando a los jóvenes, dándole su sitio a “una parte de nuestra historia que no habíamos tocado: nuestra juventud”.
La escena termina. Cuando dan el pizarrazo final, Irene Azuela (protagonista también de Búfalo de la noche, de Guillermo Arriaga), se despide de Zacatecas sin saber que se ha quedado irremediablemente con mi corazón. Buen viaje, Irene.