: ¿por qué bach es un clásico?
Horacio Franco, Sonata No. 2 de J. S. Bach
Tuve un problema en el oído. Algunas veces, por las noches, cuado todo lo que podía escuchar eran mis propios latidos y un zumbido que no se detenía con nada (muy cercano a lo que debió oír John Cage cuando se encerró en una cámara anecóica), pensé que en unos años más no podría volver a hacer lo que más me gusta en este mundo: escuchar música (leer y escribir son sólo mi chamba, pero no los disfruto tanto como la música). Demasiado heavy metal, quizá. No lo sé. El médico dijo que no, que ni el rock ni los audífonos causan infecciones tan severas como la que tengo en la membrana interior del oído.
Bien que mal, oyendo a medias y pensando que podría ser de los últimos conciertos de mi vida auditiva, hace una semana fui a ver (por primera vez en vivo) a Horacio Franco. Esperaba toparme con un set contemporáneo y nada conservador (ya se sabe que su repertorio puede abarcar en una noche desde Telemann hasta los Beatles pasando por Pérez Prado). Pero a cambio, el programa de Franco para ese día estuvo conformado en su gran parte por piezas del período barroco donde brillaban la Chacona y una Partita de Bach. Muy lejos de quedar decepcionado por la elección conservadora del repertorio, me di cuenta que estas rolitas que he escuchado (y alguna vez intentado tocarlas con torpeza) una y otra y otra vez hasta memorizarlas, no han perdido en absoluto vitalidad ante mis oídos diezmados. Al contrario, han crecido enormidades y han ganado en riqueza con el tiempo. Pero ¿qué hace que una pieza de arte se vuelva “clásica”? ¿Por qué Bach, con todo y sus trescientos años, sigue sonando tan bien con todo y que él haya representado el último eslabón de la tradición del lenguaje polifónico ya caduco? (Si nos ponemos estrictos, Bach no fue el iniciador de un nuevo lenguaje, sino el compositor que llevó hasta sus últimas consecuencias y cerró la puerta de los sistemas medievales polifónicos.)
Leyendo hace poco a Coetzee, encontré una respuesta convincente a esta pregunta en la segunda parte de su conferencia “¿Qué es un clásico?”. Coetzee, músico y melómano él mismo (recordemos, por ejemplo, el extenso pasaje monologado sobre la música que elabora David Laurie en Disgrace), revisita la obra de Bach y se propone determinar por qué su música ha adquirido dentro de la tradición occidental el valor de “clásico”. Sin embargo, Coetzee no pierde tiempo en hallar “valores universales” dentro del discurso de Bach que lo emparenten con otras obras pilares dentro del canon. Tampoco se dedica a emitir un juicio reducido y horaciano (Horacio decía que la principal cualidad de un clásico es su resistencia al paso del tiempo), sino que se detiene a rastrear el proceso por el que ha discurrido la obra de Bach en estos casi tres siglos y en observar cuáles han sido esas fuerzas históricas que la han impulsado para mantenerse con vida hasta nuestros días.
Un factor determinante para la cocción de un clásico, por supuesto, es el social. “Para el movimiento neoclásico, Bach no era sólo demasiado antiguo y estaba demasiado pasado de moda, sino que sus filiaciones intelectuales y toda su orientación musical se dirigían a un mundo que iba camino a desaparecer”, dice Coetzee refiriéndose a la forma en que los compositores más jóvenes de la época renegaban del discurso obsoleto en la música de Bach y todo lo que representaba. Su propio alumno, el jovencísimo Johann Adolf Scheibe, se encargó de lapidarlo en un ensayo publicado en la época, desdeñando como defectos, entre otras cosas, lo sofisticado y estricto de su escolasticismo (luterano) y de sus formas innecesariamente complejas y recargadas. La nueva música estaba por nacer. Haydn, Mendelssohn, Mozart, estaban por irrumpir en la escena musical europea unas décadas más tarde. Las obras de Bach tras su muerte, dejaron de imprimirse. Ya no se ejecutaban en ninguna parte. La nueva generación la aborrecía por su exceso de elaboración y su preeminencia del intelecto frente a los nuevos valores que ellos habían decidido encarnar. Bach fue olvidado, cuenta la leyenda. Sin embargo, Coetzee se dedica a rastrear la manera en que cierta élite europea (el padre de Mendelssohn, por ejemplo) tenían acceso a las partituras y se encargaban de copiarlas, analizarlas, estudiarlas y posteriormente ejecutarlas en privado. El propio Mozart tenía como piezas básicas de estudio muchas de las de Bach.
Pero que una élite cerrada de profesionales y de entendidos se encargue de preservar ciertas obras al paso del tiempo no es factor suficiente para forjar un clásico. ¿Cómo se convirtió Bach en lo que es hoy en día?, se pregunta el señor Coetzee. El empaque y la mercadotecnia, claro. Lo importante no es tanto la mercancía (que en este caso es estupenda), sino cómo la muestras y la vendes al público. La música de Bach se esgrimió como la música de una causa, la música del levantamiento alemán contra Napoleón y del encendido renacimiento del protestantismo de esa época. La obra de Bach y su propia figura se difundieron con una ideología añadida para encender el nacionalismo y la germanidad, en cuyo pago político, el difunto Bach fue elevado a categoría de clásico nacional (¡faltaba más!). Así todo el siglo XIX fue testigo de un movimiento de recuperación de la obra de Bach, en el que Mendelssohn, entre otros, jugó un papel importante. Pero, en los días que corren, ya desnudo de toda ideología y sesgos coyunturales, ¿cómo es que Bach sobrevive aún como un clásico indiscutible en pleno siglo XXI?
A diferencia de lo que ocurre en la tradición literaria, la tradición musical de Occidente (como muchas otras) es una tradición que opera con base en un constante sometimiento a pruebas de cientos de miles de inteligencias entrenadas y sensibilizadas a lo largo de los siglos. La depuración de la propia técnica de los ejecutantes como catalizador o censor del canon. El factor profesional, la puesta a prueba diaria de los clásicos a manos de la crítica especializada, de los amateurs serios, de los estudiantes, se vuelve una prueba de fuego constante que va haciendo madurar y perdurar a un clásico. La “Chacona” de Bach, por ejemplo, es un estándar profesional con el que se mide cualquier músico que pueda jactarse de competente, y a su vez, la “Chacona” y su vigencia son medidas y puestas a examen en cada ocasión que alguien entrenado la ejecuta. En este sentido, como apunta Coetzee, la pobre crítica literaria (que tiene entre sus labores el someter a prueba a los clásicos) hace agua espantosamente.
En fin. Volveré a escuchar Bach en estos días antes de que mi oído enfermo ya no me lo permita.