: spy versus spy



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Auster vs Vila-Matas, NY 2007.



01. Es probable que en alguna parte y a través del paso del tiempo, exista una secta secreta de iniciados en el abismo. Esta secta, en todo caso, habría tenido su comienzo con Jules Verne y con las lecciones de abismo que el profesor Otto Lidenbrock impartía a su sobrino Axel en la boca del volcán Sneffels, en Islandia. “Nada más embriagador que la atracción del abismo”, pensaba Axel hipnotizado y seducido por el vértigo. En su última entrega de diarios y apuntes personales en su mayoría publicados en El País, Dietario voluble, Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) comienza una entrada del 2008 con esta frase: “Se trata de llevar la vida al otro lado”. Pero, contrario a lo previsible, no lo hace a manera de un preludio de los preceptos de su admirado Hemingway, que afirmaba que la literatura consiste en transplantar la experiencia vital al papel con el mínimo de pérdidas en el camino. No. Vila-Matas lo hace en el sentido literal de la frase, refiriéndose no al de escritor, sino al oficio de funámbulo, el que trabaja llevando y trayendo su vida “al otro lado” a través de un cable que tira entre dos puntos retando al abismo.

Una mañana soleada de 1974 en Nueva York, un hombre sorprendió a la ciudad dándole “un regalo de una asombrosa e indeleble belleza”, según palabras de Paul Auster a través de la pluma de Vila-Matas. Para sorpresa de todo Manhattan, un funámbulo comenzó a realizar un paseo mortal sobre un cable de acero atravesado entre las Torres Gemelas, partiendo del edificio norte, donde antiguamente se albergaba el World Trade Center. Este espectáculo maravilló durante un lapso de cuarenta y cinco minutos a los neoyorkinos, que por unos instantes hicieron un pausa en su rutina para dar lugar al asombro.

El episodio es bien recordado por Paul Auster. El hombre que realizó esa famosa proeza en 1974 no era otro que su amigo Philippe Petit, el célebre funambulista francés. El suceso tuvo lugar en una era pre-9/11, así es que la cultura del terror y sus tentáculos de paranoia aún volvían posible birlar la seguridad para una empresa de esas proporciones en pleno corazón financiero de EEUU, algo que ahora, por supuesto, sería imposible siquiera imaginar. Philippe Petit, según da cuenta Paul Auster, se entrenó clandestinamente para cruzar las Torres Gemelas, a 400 metros de altura y sin ninguna protección. Cuando Petit llegó al fin sano y salvo a la torre sur, la policía de Nueva York ya lo esperaba para ser arrestado, ante el aplauso estruendoso de la gente allá abajo. Al ser interrogado en la comisaría acerca de su paseo ilegal por el cielo de Manhattan, a Petit le preguntaron por qué había hecho semejante cosa. A lo que él, desenfadado, respondió de inmediato: “Cuando veo tres naranjas hago malabarismos, cuando veo dos torres ¡camino!”.




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Un hombre en la oscuridad
Paul Auster
Anagrama, Barcelona, septiembre 2008, 207 pp.


02. De haber estado en el lugar de Petit, lo que Paul Auster (New Jersey, 1947) hubiera respondido si alguien le hubiera preguntado por qué escribió tal o cual novela, sería: “Si veo una máquina de escribir, ¡escribo!”. Aunque algunos confrontan el abismo mientras que otros optan por andar con red de seguridad o arneses que los sujeten al cable, ambas vocaciones, la de funámbulo y la de escritor, se asemejan por sus propias naturalezas. A este respecto, dice Auster en A salto de mata, libro de vindicación vocacional, que
Convertirse en escritor no es una ‘elección de carrera’, como volverse médico o policía. Uno no lo elige, sino que es elegido, y una vez que aceptas el hecho de que no encajas para otra cosa, debes estar preparado para andar un largo y duro camino por el resto de tus días”.
Preparado para caminar sobre el abismo, con los pies apoyados sobre la fragilidad de un hilo de acero, tal como Petit.

La tradición literaria gringa es una tradición tan fuerte que cuando un triste gringo alcohólico decide escribir cuentos o novelas los resultados son genialidades. Anyone said Carver? Bokowski nunca ha sido santo de mi devoción, pero, al respecto de la vocación literaria, Enrique Vila-Matas entrega en sus apuntes una cita de él que me sorprendió y que me dejó desarmado como un botellazo de Jack Daniel’s en la mandíbula. No sé si decir que me dejó lagrimeando como una magdalena durante un rato, pero así fue:

Si vas a intentarlo, que sea a fondo. Si no, mejor ni empieces. Puede que pierdas familia, mujer, amistad, trabajos y hasta la cabeza. Puede que no comas en días, puede que te congeles en un banco de la calle. No importa. Es una prueba de resistencia para saber que puedes hacerlo. Y lo harás. A pesar del rechazo y de la incertidumbre, será mejor que cualquier cosa que hayas imaginado. Te sentirás a solas con los dioses, y las noches arderán en llamas. Cabalgarás la vida hasta la risa perfecta. Es la única batalla que cuenta.”





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Dietario voluble
Enrique Vila-Matas
Anagrama, Barcelona, septiembre 2008, 274 pp.



03. Spy versus spy versus spy versus... Vila-Matas confiesa en una de sus entradas del Dietario voluble --sin ser novedad en este escritor-espía-- haber espiado al escritor irlandés John Banville durante un evento literario, y, por supuesto, haberlo disfrutado, como ha hecho con tantos otros (y como seguramente han hecho tantos otros con él). “Espiar en Mantua al maestro de las falsas identidades, espiar a John Banville, es algo que nunca había pensado que haría”, p. 181. Pero lo que seguramente Vila-Matas no sabe --no tendría por qué saberlo, pues él si ni siquiera conoce de mi existencia como espía-- es que yo lo he espiado a él también. ¿No hay un dicho que avale algo así como que “Espía que espía a espía tiene cien años de perdón”? Si plagiar y ser plagiado es tan chic y tan de buen gusto en la actualidad, ¿no debe ser también una de las licencias de los discursos “posmo” el tener derecho a espiar y ser espiado sin cargo de conciencia? Copy/Paste. Diría yo ahora: Espiar en Barcelona al maestro de las falsas identidades literarias, espiar a Enrique Vila-Matas, es algo que nunca había pensado que haría. Pero así fue.

La cosa tuvo lugar en el episodio que el propio Vila-Matas resume en la página 184 de su Dietario voluble, pero que , obviamente, dadas mis afinadas dotes de espía (o lo que es lo mismo: dada mi insignificancia), él no pudo advertir. Tal como escribió Juan Villoro en un artículo publicado en Barcelona, en octubre del año pasado fui detenido en el aeropuerto del Prat. Cuando el policía de migración catalán (siempre hay uno malo y uno bueno en estos casos, como en las películas) me preguntó a qué iba a España, tal vez mi error fue responder que era un (intento de) escritor, decir que me llamaba como me llamaba, llevar puesta una playera de Metallica y haber dicho que iba a un festival dedicado a la literatura mexicana (sea lo que sea que signifique eso último). Quizá lo correcto habría sido decir: “Vengo de parte del señor Enrique Vila-Matas que a su vez viene de parte del señor Jordi Llovet”. Pero para mi buena fortuna, con todo y su carácter podrido, los métodos de tortura sicológica de la policía catalana son de una tersura y una amabilidad increíbles si los comparamos con las estrategias menos ortodoxas de la policía judicial mexicana: como el tradicional tehuacanazo con chile piquín en las fosas nasales. Luego de unas horas en los separos destinados a los inmigrantes indocumentados (habiendo visto pasar a hooligans violentos, árabes sometidos con rudeza y esposados con las manos a la espalda, mujeres centroamericanas que no sabían leer y que tuve conducir al baño, así como algunos mexicanos que nos advertían por medio de notitas debajo de los cristales polarizados que no usáramos el teléfono celular mientras la policía nos vigilaba), Lolita Bosch (“Suponiendo que te llames Lolita”, p. 116), Pablo Raphael y la gente del consulado nos ayudaron a salir de la celda afirmando que sí, que cómo no, que yo y mis colegas de Almadía veníamos todos de parte del señor Vila-Matas, que a su vez venía de parte del señor Jordi Llovet.

Al evento principal de apertura del Fet a Mèxic, por consecuencia de la confortante hospitalidad catalana que tiene como tradición dar un paseo en patrulla a los mexicanos recién llegados, no pude llegar a tiempo. Enrique Vila-Matas ya se despedía en el micrófono como un histrión consumado ante un auditorio de la Caixa Forum repleto, todos ansiosos de verlo y escucharlo. Todo mundo se desternillaba de la risa y yo lamentaba haberme perdido seguramente el último chiste de Vila-Matas. Un rockstar es un rockstar aquí y en Asjabad, me dije a mi mismo, mientras buscaba el único asiento vacío de la noche abriéndome paso con los codos, como si aquello se tratara de un concierto de rock y no de una lectura. Mientras oía los aplausos atronadores para Vila-Matas, en mi cabeza no dejaba de rondar el recuerdo del episodio narrado por su amigo Sergio Pitol en “De cuando Enrique conquistó Asjabad y cómo la perdió”, donde este mismo señor Enrique Vila-Matas (vestido en pieles por los locales y delineados los ojos con kejel como una estrella de glam-rock por aquéllos) fue coreado y cargado en hombros por una multitud eufórica luego de una lectura en Asjabad: “¡Vlamata!, ¡Vlamata!”, dice Pitol que rugían los uzbekistanos.



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Vila-Matas ese día en el Caixa Forum 
(foto cortesía del espía Aldana Sellschopp).


Un amigo --uno de esos fans hard-core que Vlamata tiene por todo el mundo--, me había pedido días antes que le “cazara” un autógrafo suyo en un ejemplar de París no se acaba nunca. Así es que la versión mexicana del libro viajó cientos de kilómetros con tal fin en mi mochila. Sabía que la de la Caixa Forum, la inauguración del Fet a Mèxic, sería mi única oportunidad para robarle una dedicatoria. De ahí mi urgencia por evadir a la policía española luego de más de cuatro horas de tortura sicológica, paseos en patrulla, jet-lag y hambre, y llegar a tiempo a su presentación.

Cuando terminó el evento, la gente se reunió en una terraza del edificio del Forum a beber Coronitas, tequila y una pasta verdosa y agria que se suponía era guacamole. Vila-Matas no firmó libros cuando terminó su mesa. Parece que es de mal gusto en España hacer colas para saludar al autor como hacemos nosotros aunque nunca lo hayamos leído, así es que aguardé y estuve tras de él todo el tiempo, al acecho, como los grandes espías. Vila-Matas saludaba a todo mundo, hacia un esfuerzo para parecer amable y a veces hasta le daba el lujo a su público de esbozar una sonrisa. Yo, como podía, sin olvidar mi misión como espía, le seguía el paso a la distancia, buscaba entre la multitud esa cabeza cuadrada que sobresalía entre las otras, sin ser percibido. Pasaba el tiempo, la charla iba y venía, pero yo no encontraba la ocasión de interrumpirlo para pedirle una firma para mi amigo en su libro.

En cierto momento de la noche, estuve a punto de tocarle el hombro para llamar su atención y presentarme, pero fue justo entonces cuando se acercó su editor y lo llevó a otro lado para presentarle a alguien. Me quedé como abanicando el aire con la mano, como quitándome el bochorno de la humedad del Mediterráneo. Pasó otra media hora antes de que se terminaran las Coronitas. Es ahora o nunca, dije para mí mismo cuando vi que Vila-Matas daba el primer paso para realizar unas de sus ya famosas “despedidas a la francesa”, es decir, sin despedirse de nadie. Con el libro en mano, emprendí la carrera hasta el extremo de la terraza donde él se encontraba, pero justo a medio camino algo me detuvo: Vila-Matas se dio la media vuelta con una velocidad inusitada hasta entonces, y me clavó una mirada que me dejó congelado. Entonces me di cuenta que había olvidado la primera regla de todo espía, y Vila-Matas así me lo hizo saber con esa vistazo punitorio e impertérrito. Fingí que mi camino era hacia el baño y no hacia él. Pero cuando volví a la terraza todo se había ido por la borda. Vila-Matas no aparecía por ningún lado.

Esa noche usé la pluma que me robé del “policía bueno” (que en realidad era la policía buena) cuando me dio a firmar una forma antes de dejarme ir libre por Barcelona a la quinta hora de encierro. Abrí el libro en la portadilla falsa y, haciendo un esfuerzo para estilizar la letra, escribí lo siguiente:

Para mi entrañable amigo X de México,
aquí le envío unas líneas parisinas de otra época
con un fuerte abrazo y mi eterna amistad…
de parte de Enrique Vila-Matas, que a su vez escribe de parte de Jordi Llovet”





Villoro versus Vila-Matas, Fet a Mèxic, Barcelona, 2007.


04. Dice Giordano Bruno que si el poder de Dios es infinito, por consecuencia los mundos que ha creado son también infinitos y co-existen de manera paralela. Recuperando esta premisa que en su tiempo mandó a la hoguera al pensador italiano, Paul Auster elabora en su nueva entrega, Un hombre en la oscuridad, un experimento con la realidad y muy probablemente su libro más arriesgado a nivel estructural (y, lamento decirlo, también el más fallido de todos). El sistema que ha decidido instaurar Auster es uno que parte de un primer plano de discurso en el que el encargado de narrar es un supuesto crítico literario, August Brill. Brill ha sufrido un terrible accidente que lo tiene postrado en la cama (en el universo austeriano nunca hay sucesos sin causas que los justifiquen, sin detonantes), sus días y sus noches pasan como una calca del otro, condenado como está a ver el mundo desde una silla de ruedas. Para escapar del abismo, Brill ha inventado un sistema que lo evade del mundo, o que, mejor dicho, lo ancla al mundo: contarse historias a sí mismo. No escribirlas, ni contarlas a alguien más. Simplemente narrar para sí. Si el story-telling, el arte de contar historia tras historia, es la rúbrica de un narrador nato como Auster, encontramos esa virtud en esta entrega en su más puro estado. Brill, su narrador, carece de una Sheherezade que le conforte las noches con fantasías, así es que él mismo deberá ser su propio contador de historias. Y es su propia cordura, su propia cabeza, no la de alguien más, la que está en juego si dejara de hacerlo. Narrarse el mundo o morir. Contar, contar, contar.

Si el nouveau roman intentó detener el tiempo, o al menos ralentizarlo como en una suerte de bullet-time literario al estilo Matrix, Auster recurre a esa misma herramienta para llevarnos por un tour de force imaginativo: toda su novela sucede en una noche.

La primera y más importante historia que se cuenta a sí mismo August Brill es la siguiente: la de Owen Brick, un muchacho entrando en los treinta años que trabaja en Manhattan como mago en fiestas infantiles y que se presenta como el Gran Zavello. Un buen día -–y aquí es inevitable pensar en la referencia de Kurt Vonnegut de Matadero 5--, Owen Brick despierta en el fondo de una fosa de tres metros de altura en medio de ninguna parte. Pronto descubre que no hay manera de salir. Pero le sorprende un poco más el hecho de llevar ropa militar. Cuando pasa una noche alguien viene en su rescate, un soldado que le cuenta todo lo que ocurre y que lo llama “cabo”, según sus galones. El país se halla en medio de una guerra civil. Es el año 2007 y los Estados Unidos han entrado en una guerra de secesión comenzada por el estado de Nueva York para conseguir su independencia de la federación encabezada por George W. Bush. A Nueva York se le han unido otros estado de la costa este; mientras que del lado del Pacífico, California, Washington y Pórtland han hecho lo mismo. Es él, Owen Brick, el elegido para poner punto final a esta cruenta guerra. La misión que le ha sido asignada es sencilla: matar al narrador, eliminar a August Brill, el crítico retirado y apoltronado en una silla de ruedas, para terminar con la pesadilla en la que ha puesto al mundo que habita en su cabeza. Giordano Bruno en una puesta en abismo. Unos Estados Unidos que no han pasado por el 11 de septiembre ni por el trance de Irak, pero que se han desbocado hacía un caos interno. ¿Qué pasaría sí…? Es la pregunta que se hace todo escritor que emprende un ejercicio de ficción prospectiva tan en boga en la literatura norteamericana post-9/11.


06. Quizá sea el funambulista Philippe Petit el último de una hipotética secta de iniciados en las lecciones del abismo que impartía el profesor Otto Lidenbrock a su sobrino Axel en el volcán Sneffels. Según Vila-Matas, Philippe Petit, en sus memorias, describe un suceso que llamó su atención momentos antes de realizar su mayor acto de resistencia al abismo. Mientras subía las escaleras de servicio cargado de sus arreos, listo para hacer algo que ningún ser humano había hecho antes --cruzar las Torres Gemelas caminando--, jura haber sentido algo extraño. Mientras subía por la escalera metálica de servicio para llegar al techo de la torre norte, Petit sintió un súbito estremecimiento. De pronto las escaleras y el pasamanos comenzaron a temblar debajo de él, el acero y el concreto y el cristal empezaron a temblequear y retorcerse como un organismo vivo. Desde el profundo abismo de 400 metros, desde las entrañas mismas de la torre, Petit jura haber escuchado salir un lamento hondo, seguido de una sacudida. Quizá fuera una queja de dolor, un síntoma de fatiga o de vaticinio de lo que estaba por venir, el síntoma, la dolencia de un órgano lastimado dentro de un imperio construido a partir de ilusiones colectivas, un imperio experto en narrarse a sí mismo todas las noches para seguir vivo. Estados Unidos, tal como August Brick, debe contarse a sí mismo todas las noches para no morir. Esa escena de un hombre recortado contra el sol como un ángel suspendido entre las torres que gimen y que maravilló a Paul Auster, ha sido prácticamente borrada de un plumazo en el imaginario colectivo para ser suplantada por aquellas del 11 de septiembre. Petit y su enorme hazaña se han difuminado, se ha vuelto una sombra, una historia más en la oscuridad.