: el síndrome tom hanks









Hace una semana llegué muy temprano por la madrugada al aeropuerto de la Ciudad de México para arreglar una visa y tomar un vuelo. Como tendría más de cuatro horas libres antes de que saliera mi avión, me dediqué a vagar por toda la sala de vuelos internacionales (unas semanas antes con Pablo Raphael conocimos el intrincado y largísimo complejo de oficinas tras bambalinas para recuperar su computadora perdida en un avión de la inefable Iberia) y más allá. El caso es que en una de ésas, todavía con bastantes horas por delante para partir, me compré algo de desayunar y fui a sentarme en las bancas del área de comida rápida del aeropuerto. Junto a mí había un japonés petrificado y desastrado que picaba una McDonald’s y bebía de un vaso de Starbucks sin muchas ganas. El tipo no hablaba palabra de español ni de inglés. En cambio, se quedaba congelado con facilidad, con la mirada perdida en el infinito, hincándole sólo de vez en cuando el diente a su comida. Lo primero que pensé es que estaba en tránsito, tal como yo, dejando pasar el tiempo para que llegara la hora de su vuelo. Terminé de desayunar, me leí un periódico hasta la última página, algunas partes de una revista, oí un álbum completo,  todo el tiempo ahí a un metro de él. Pero el japonés, por su parte, seguía tal cual, sin moverse un centímetro de su banca, ni siquiera para ir al baño. Con un movimiento de cabeza me despedí de él luego de unas dos horas, como vecinos que no se tragan pero que se saludan nada más por la fuerza de la costumbre y muy a su pesar. 

Este día descubro que mi vecino japonés no venía habitando en nuestro vecindario las dos o tres horas que yo pasé ahí. Sino tres meses completos viviendo en el aeropuerto. Pablo y yo bromeábamos sobre el síndrome Tom Hanks aquella noche mientras buscamos su computadora, pero esto del japonés sobrepasa cualquier cosa. Y, como diría el propio Pablo, vivimos en un mundo neoliberal donde las fronteras están abiertas para las mercancías pero no para las personas.