: peter stamm,

el país puro y el hacha de hielo



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Los voladores, 2010

En jardines ajenos, 2006

Lluvia de hielo, 2002

El Acantilado, Barcelona



1. No es “minimalismo”: es técnica, imbécil

Minimalismo. El caramelo conceptual que ha hecho salivar a más de un crítico. En términos de James Wood, lo que por convención se hace pasar por “minimalismo” no es otra cosa que la sencillez en la prosa heredada del puritanismo del sermón protestante y del habla coloquial empleada típicamente en la tradición del relato estadounidense. Eso sólo a nivel del lenguaje. Lo que con Sherwood Anderson es aparente sencillez y “honestidad” oral, en Hemingway se vuelve sistema y en Carver estilo. En la tradición de lengua germana, en cambio, es difícil rastrear tal cosa como narradores minimalistas, sino, más bien, lo opuesto. De Thomas Mann a Thomas Bernhard, para quienes pareciera que como en el caso de Ramuz que escribía en lengua oc “expresar es aumentar”. Traslapar recursos técnicos y simbólicos. Aplicando el mismo criterio obtuso, pero a la inversa, podría decirse que los padres de esta tradición son, en efecto, “maximalistas”.

Más allá de coincidencias geográficas fortuitas, ¿qué son las literaturas nacionales sino esas constantes convulsiones y resistencias al canon generadas por los individuos insertos en esos mismos límites geográficos? Peter Stamm (Winterthur, 1963) ha construido su canon particular eligiendo a sus padres literarios fuera de su tierra y de su idioma. Entre ellos, el más emblemático, Raymond Carver. Como en Carver, se habla mucho y se elogia la parquedad y economía de recursos narrativos en la obra Peter Stamm. Cuando lo que es notable, lo que constituye el núcleo de su voz es justo lo opuesto: la abundancia y pericia en el manejo de los rudimentos técnicos. Suele calificarse a Stamm casi por convención como un narrador contenido y reticente —Tim Parks en un artículo de The New York Review of Books habla incluso de una pretendida “ingenuidad” de su estilo—. Allí donde pareciera haber contención y ausencia de rudimentos es, por el contrario, donde más patente se hace que estamos ante un cuentista de recursos técnicos notables.

Sin embargo, ¿qué es ese elemento discursivo que opera sólo por sustracción en estos mal llamados relatos “minimalistas” de Peter Stamm?, ¿qué ese elemento intangible e incómodo que echamos de menos por su ausencia y que hace que lectores como Tim Parks lo hagan pasar como una torpeza, una “carencia de estilo”, “vacuidad en el lenguaje” o llana “ingenuidad”? ¿Qué es, en fin, ese dispositivo para el que aparentemente no tenemos nombre pero cuyo efecto fulminante funciona sin falla? Raymond Carver lo describe de forma intuitiva como la capacidad de un autor para, a partir de un lenguaje claro, dotar diálogos domésticos en apariencia inocuos y objetos cotidianos —una silla, un tenedor, una ventana— “con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado” para provocar “un escalofrío en la espina dorsal del lector”. V. S. Pritcher lo describe como “algo vislumbrado con el rabillo del ojo”. Hemingway como “un detector de mierda”. Un contemporáneo de Stamm, David Foster Wallace (1962-2008), va más allá del comentario impresionista, de la oscura metáfora y de la analogía escatológica de aquéllos. Al intentar aleccionar a sus alumnos gringos sobre el humor en Kafka y toparse en seco con un atajo de caras estúpidas, Foster Wallace encontró un nombre mucho más apropiado y conciso para este agujero negro en el circuito jakobsiano de la comunicación que, sin estar presente, opera en los relatos cortos:

“[…] los grandes relatos y los grandes chistes tienen mucho en común. Los dos dependen de lo que los teóricos de la comunicación llaman a veces ‘exformación’, que es cierta cantidad de información vital eliminada de una comunicación pero evocada por la misma de tal manera que causa una explosión de conexiones asociativas con el receptor. […] No es casual que Kafka hablara de la literatura como de un ‘hacha con la que cortamos los mares congelados que tenemos dentro’”.[1]

Y, en estos términos, podría decirse que el hacha de Stamm, como la de Carver, como la de Richard Yates, como la de Kafka, es tan afilada que es capaz de cortar icebergs.

En los relatos de Stamm hallamos muchos de estos dispositivos semánticos invisibles esperando a estallar a la vuelta de la página. Objetos cotidianos, conversaciones y situaciones en apariencia triviales dotados con “los atributos de lo inmenso”. Los libros de Stamm son un campo minado.



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2. No es “el país puro”: es el modelo económico, imbécil

“A veces caminaba hasta la calle 100 y me quedaba parado largo rato frente a la estatua del monje budista. En la placa de bronce del pedestal se leía que la estatua representaba a Shinran Shonin, fundador de la verdadera secta del país puro. La trajeron de Hiroshima, donde había salido incólume del lanzamiento de la bomba atómica. Por la noche le pregunté a Eiko por la verdadera secta del país puro.

—¿Quieres hacerte budista? —preguntó.

—No —dije—. No quisiera volver a nacer.

Eiko dijo que, según la doctrina de Shinran, bastaba con pronunciar el nombre de Amida Buda para llegar al país puro.

—¿Crees que existe eso del país puro? —pregunté.

—Suiza —dijo Eiko y se echó a reír. Luego se encogió de hombros—. Poder creer en ello haría la vida más fácil.

—No lo sé —dije.

Y Eiko dijo:

—Más esperanzadora.”

El anterior es un extracto de “El país puro”, incluido en el volumen de relatos Lluvia de hielo.

En una crónica para el New York Times de 2009, Peter Stamm relata que en su natal Suiza, el país puro, el partido conservador sometió a referéndum la posibilidad de prohibir la construcción de nuevos minaretes —las torres más altas de una mezquita desde donde dirige sus oraciones el almuecín—. En toda Suiza, donde el islamismo es prácticamente inexistente, sólo hay cuatro mezquitas con sendos minaretes, según relata Stamm, y ni siquiera se atisba la posibilidad de que en mucho tiempo exista al menos una más. Sorpresivamente, el 58 por ciento de los votantes suizos demostraron su anhelo de prohibir a toda costa su construcción. Aunque eso no es lo más sorprendente en la voluntad colectiva de un país que supuestamente debería apelar a una añeja neutralidad, apertura de criterio, inclusión y tolerancia: la campaña mediática que acompañó la propuesta de los conservadores se basó en una serie de pósters donde podía verse a una mujer cubierta de pies a cabeza por una burka delante de un bosque de minaretes sospechosamente parecidos a unos misiles. El contacto con el Islam del ciudadano suizo promedio, dice Stamm, es casi inexistente si no es a través de los noticiarios internacionales. ¿Por qué entonces ese anhelo generalizado de no permitir la proliferación de las mezquitas? Ni siquiera la descoyuntada y bravucona propuesta de Muammar al-Gaddafi para abolir el estado suizo lograría justificar y explicar semejante animadversión. Otros referendos entre los ciudadanos suizos realizados a la par del que prohibía los minaretes musulmanes a los que alude Stamm, no hacen sino confundir el juicio del observador extranjero casual: un buen porcentaje de suizos y suizas desean disolver el ejército, por ejemplo, y una mayoría muy considerable avala el matrimonio entre individuos del mismo sexo. Dicho de otra forma: los suizos defienden a ultranza el deseo de cada persona para obrar de manera libre y según sus deseos; pero únicamente mientras todo, cada cosa del horizonte moral, social y arquitectónico, permanezca igual, en el sitio que ha ocupado siempre.

Hay una explicación. Primos hermanos de la Generación X estadounidense, tanto Peter Stamm como sus personajes son hijos del individualismo desencantado y aprensivo concitado por el liberalismo económico que sucedió a la caída del Muro de Berlín. Es decir, la generación europea criada durante el cambio de paradigma de la post-guerra: del modelo socialdemócrata inclusivo y equitativo que implementó el Estado de Bienestar como modelo exitoso en gran parte de Europa hasta hace no mucho, al actual modelo neoliberal donde la prosperidad y la satisfacción personales parecen depender exclusivamente del ingreso per capita. Podría acusarse al neoliberal imperante de haber alentado un neoconservadurismo y neonacionalismos capaces de suscitar no sólo la intolerancia hipócrita que revelan las encuestas suizas antes citadas, sino masacres multitudinarias de carácter xenófobo y racial como la ocurrida hace unos meses en Noruega. “Un fantasma sobrevuela el planeta”, dice Zygmunt Bauman, “el fantasma de la xenofobia”.

Hay más de esta explicación. La soberanía, tal como la han practicado las naciones-estado modernas, según Schmitt, está indivisiblemente unida al territorio, y es inimaginable sin la existencia de un “afuera”. Esta parcela de estado-territorio está casada indisolublemente con el poder. En la actualidad, según Zygmunt Bauman, la noción de estado-nación está formada más bien como un ménage à trois: la indisoluble trinidad de Territorio, Estado y Nación. La norma global de organización hegemónica se arroga el derecho de denegar derechos a aquéllos que quedan “afuera” de ese territorio-estado-nación. Negar derechos a los extraños, a los extranjeros. No es casual que el advenimiento del Estado moderno haya coincidido con el surgimiento de los “apátridas”, de los “sin papeles”. La nación-estado, dice Giorgio Agamben, arropa a sus recién nacidos con arneses jurídico-legales para reconstruir perpetuamente la soberanía del Estado. El natalicio, o la ficción construida por las naciones-estado alrededor del natalicio, es la piedra fundacional de dicha soberanía. Este arropamiento de los individuos implica por fuerza prácticas de inclusión y exclusión dirigidos a todos los otros aspirantes a obtener por otras vías la categoría de ciudadanos.

Alien. La palabra inglesa empleada para definir a esos extraños: los extranjeros, los desarraigados. En la miniatura de Peter Stamm “La chica más guapa”, incluida en el volumen Lluvia de hielo, el protagonista, un extranjero, da un paseo por las playas de la isla de Rif. De pronto, nota algo escrito sobre la arena: “ALIEN”. El descubrimiento, dotado de los atributos de lo inconmensurable dentro de esas cinco letras garabateadas y olvidadas en una playa desierta, le despiertan un súbito sacudimiento y zozobra. “Alien, así es como me he sentido en el Rif. Ajeno, como si la Tierra [la trinidad global y hegemónica de estado-territorio-nación] me hubiera expulsado”. A lo que, sólo más tarde, una pareja en un bar le responde: “Alien es un nombre de mujer en holandés. Alien Post es la chica más guapa de la isla. […] ¿Crees que por fin haya encontrado un novio?”

(Exformación. Humor kafkiano a-prueba-de-gringos. El desasosiego de la época. Los atributos de lo inmenso depositados en un hallazgo banal. Todo esto en una sola página. ¿“Minimalismo” chabacano o maestría técnica de Stamm? Este lector se queda con lo segundo.)

La sensación de desasosiego por la no-pertenencia que suele acometer con tanta frecuencia a los personajes de Stamm se emparenta con lo dicho por Hannah Arendt: “Quien es expulsado de alguna de estas comunidades rigurosamente organizadas encuentra que ha sido expulsado de la familia de las naciones” y por tanto, desarropado de los arneses jurídico-legales que sólo el estado-territorio-nación es capaz de otorgar. Expulsados del reino humano. Eso son los personajes de Stamm. Viajantes globales con visa mundial, traveler checks y boletos de primera clase. Pero sólo eso. Turistas de la experiencia humana.


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03. No son los “indignados”: son los “apaciguados”, imbécil

El movimiento de los “indignados” iniciado en la Puerta del Sol de Madrid —y que tomó como guía moral el libro ¡Indignaos!, Stéphane Hessel (Destino, 2011)— se ha replicado simultáneamente en la semana en que escribo estas líneas con distintos grados y con diversas duraciones y resonancia por más de ciento cincuenta países. Falta de empleo para los jóvenes, privatización de la educación, concentración de privilegios, desigualdad social, la insensibilidad del mundo financiero, economía especulativa de casino y falta de futuro para una generación entera de jóvenes. Son algunos de los malestares contra las que los indignados han levantado su protesta. Campamentos de indignados frente a la catedral de San Pablo en el distrito financiero de Londres. Estudiantes levantando barricadas en las calles en Santiago de Chile contra la privatización de la educación. Manifestantes en Wall Street por la tasas más altas de desempleo y desigualdad social en Estados Unidos desde la época de la Recesión de los años treinta. Grecia en virtual banca rota y con la mayor tasa de gente sin techo de la historia reciente.

A diferencia de los personajes de su coetáneo Chuck Palahniuk (Pórtland, 1964) —adultos jóvenes, marginales y resentidos, indignados mucho antes que existieran los “indignados”—, los de Peter Stamm podrían calificarse como los “incluidos”. O, más precisamente, los “apaciguados”: jóvenes adultos de clase media alta, cultos, políglotas, educados en buenas escuelas liberales, individualistas en el peor de los sentidos —el del Adam Smith— aunque hechos pasar por cierto sector de la crítica por melancólicos o solitarios. Personajes beneficiarios de un sistema donde, después de la caída del Muro de Berlín, las fronteras de Europa han sido abiertas para el libre flujo de capital y mercancías, pero tapiadas a cal y canto para la inmigración de los individuos que buscan mejores oportunidades de vida. De esta forma, el topos de los relatos de Stamm está montado casi siempre en oficinas de los centros financieros neurálgicos, en aeropuertos, pubs y restaurantes chic, departamentos cool en zonas cool, mobiliario IKEA. Lugares todos contra lo cuales los “indignados” podrían haber levantado tranquilamente un campamento. Los personajes de Stamm bostezan ante el paroxismo y el tumulto. Cierran las ventanas. Solitarios y narcisistas, se aburren de forma olímpica.

En más de un sentido, a Peter Stamm puede calificársele de todo, menos de autor marginal. Es un autor que narra la experiencia del centro desde el centro mismo. Educado en Nueva York, adopta, cuando es necesario, incluso el idioma del centro. Muchos de sus personajes trabajan y habitan en los Docklands y La City (“Todo lo que falta”) o en Manhattan (“El experimento”, “En el extrarradio”, “El país puro”, “Toda la noche”). Profesionistas jóvenes y exitosos que laboran para empresas trasnacionales (“Como una niña, como un ángel”, “Todo lo que falta”) y se desplazan y hacen turismo de primera clase a su antojo por Escandinavia (“Dominio público”, “A la deriva”, “La chica más guapa”) igual que por los países ricos de Europa. Es sintomático advertir que los pocos relatos de Stamm donde se percibe una amenaza de peligro latente del mundo exterior, son los que se desarrollan en sitios más pobres: los barrios periféricos o hispanos de Nueva York, Italia, Portugal o Europa del Este (“En el extrarradio”, “El país puro”, “Pasión”, “Fado”, “Como una niña, como un ángel”). Y es que los personajes de Stamm —fríos como su lenguaje ascético y sus cláusulas coordinadas y cortantes— les incomoda mucho ensuciarse.

Afirma James Wood que “el novelista novato es muy fiel a lo estático, porque es mucho más fácil de describir que lo móvil”. Ford Madox Ford llama “mantener al personaje en marcha” a la virtud contraria, y aventura la idea de que Conrad mantenía en constante marcha a sus personajes por no estar satisfecho nunca con su verosimilitud. No es casual que Peter Stamm, como en parte de sus novelas, fracase en aquellos relatos más bien descriptivos, fotográficos, donde no hay movimiento: “En jardines ajenos”, “Videocity”… El trasiego perenne —que en su compatriota Robert Walser es condición patológica devenida estilo y que Fleur Jaeggy hereda como artificio meta-literario— en Peter Stamm es transitoriedad, inconsistencia, evasión. Como los de Conrad, los personajes de Stamm adoptan la constante movilidad como modo de vida para no acumular lodo en los zapatos. Son viajeros permanentes en un mundo globalizado en el que se desenvuelven con elegante naturalidad. Reluctantes a la permanencia. Reluctantes al compromiso: sea emocional, nacional, idiomático, ideológico (sobran quienes encomian a Stamm por ser un autor “que no escribe como suizo”). Sus personajes son renuentes a cualquier tipo de relación sentimental duradera; y cuando llegan a enamorarse —demasiado auto-conscientes y enamorados de sí mismos—, lo hacen con distancia y con cinismo (“El experimento”, “A la deriva”, “Dominio público”, “Lo que sabemos hacer”). Una observación más: en los relatos de Stamm casi no hay sexo. Y cuando lo hay, es de manera elíptica. Sus personajes son demasiado cool para coger. En una época donde se festinan y propician como nunca las relaciones interpersonales, hijos de la sociedad de consumo y sus dinámicas, lo que realmente parecería resultarles estimulante no es sólo esa red inmensa de cuerpos, de ofertas para elegir, sino la facilidad inherente en dicha oferta: la facilidad de desconectarse, desentenderse del compromiso, la de desechar con la misma expedición para volver a iniciar el juego. Buscar la versión 2.0 con la falsa esperanza de que la nueva relación, como un producto mejorado, sea más placentera, menos dolorosa. Los personajes de Stamm se hallan así, en constante movimiento, patinando sobre el frágil lago de hielo de las relaciones transitorias. Pero, eso sí, muy deprisa, sin detenerse. Deprisa para evitar que el hielo se desquebraje y no caer en el vacío.





[1] David Foster Wallace, Hablemos de langostas, Random House Mondadori, 2007, p. 79.