: houellebecq,
el amor
y la debacle económica europea
Aquí les dejo el texto con el que inauguré Metales Pesados, mi nueva columna catorcenal en la revista Emeequis.
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1974.
Francia. Bruno Clément, un adolescente retraído y víctima de acoso en un
internado, pasa las vacaciones en casa de su madre, una mujer acomodada y
extremadamente liberal instalada en una comuna californiana. Hasta aquí, las
coincidencias con la biografía oficial de Michel Houellebecq (La Réunion, 1958)
no son casuales. Un día Bruno descubre por accidente a su madre durmiendo con
un hippie canadiense, su amante de turno, luego de haber tenido relaciones
sexuales hasta la extenuación. Bruno, aún virgen, y cuya principal actividad y
propósito en la vida es masturbarse en los vagones de metro espiando los muslos
de otras adolescentes, no resiste la tentación de levantar las sábanas y contemplar
la vulva desnuda de su madre. No la toca, sin embargo, a pesar del deseo
ingobernable de hacerlo. Al contrario. Sale corriendo a la terraza y, frente a
la mirada sosegada de un gato que toma el sol, se masturba con violencia hasta
vaciar el tanque. Acto seguido, toma una piedra enorme y machaca con toda su
furia el cráneo del animal que lo había estado mirando. Ésta es la escena clave
alrededor de la que se desenvuelve la novela Las partículas elementales (Anagrama, 1999) de Michel Houellebecq.
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1974.
Es en esta década que Europa entabla los primeros acuerdos para la posterior
instauración de la zona económica común, ahora en crisis. Surge, además, la
generación de jóvenes con el mayor poder adquisitivo hasta entonces. Y en lo
que estos jóvenes desean gastar su dinero, ¡sorpresa!, es en sexo. Sexo y
violencia. No es coincidencia que la mitad de la década de los setenta, según
Houellebecq, estuviera marcada en Francia por el “éxito escandaloso” de La
naranja mecánica, El fantasma
del paraíso y Los rompepelotas. Emmanuelle, por su parte, fue recibida por los treintañeros franceses como la
mejor muestra de aquel erotismo exótico que su poder adquisitivo ponía a su
alcance, un “manifiesto a favor de la civilización del ocio”. Estos datos
vertidos por Houellebecq en Las partículas elementales parecen nada más anecdóticos antes que
sintomáticos de una generación. Pero revelan bastante más.
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Al
igual que las de Darwin, las teorías de Freud cobraron un auge inusitado
durante el siglo XX gracias a que el capitalismo encontró en ellas un aliado
inmejorable para apalancar su piedra angular: la idea del hombre prevaleciente.
El capitalismo se debatía por demostrar que era el sistema en correspondencia a
las necesidades y prácticas naturales del ser humano, por lo que hubo que
comprobar que los seres humanos éramos hostiles los unos a los otros,
competitivos, por naturaleza. Los economistas lo demostraban teóricamente a
partir del insaciable deseo de beneficios económicos; los darwinistas mediante
la ley de supervivencia del más apto; en tanto que Freud solapó al sistema del
capital a partir de la suposición patriarcal y androcéntrica de que el motor
básico del varón era su deseo incontenible de acostarse con todas las mujeres
que se le pusieran delante, incluida a su hermana y a su madre, y que –como a
Bruno Clément tentado a tocar la vulva desnuda de su madre dormida en Las
partículas elementales– lo único
que le impedía hacerlo eran las diversas presiones sociales y culturales que lo
reprimían (preferible machacar la cabeza de un gato con una piedra). Así, de la
urgencia de liberar el deseo sexual a la urgencia de liberar los mercados para
obtener la ilusión de plenitud, satisfacción y felicidad (como estaba a punto
de hacerlo Europa en los años setenta con la planificación de la futura
Comunidad y Unión Europea), ya nada más había un paso. Y Europa y la generación
de Bruno Clément y Michel Djerzinski, los hermanastros de Las partículas
elementales, dieron ese paso.
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La
tesis que Michel Houellebecq pone en juego en todas sus novelas hasta el
hartazgo podría ser la siguiente. Así como el mercado multiplica sus productos
para satisfacer nuestra ansiedad y nuestro vacío, la oferta de la experiencia
seudo amorosa y el aparato erótico-mercadotécnico que la envuelve, se ha
multiplicado y diversificado. Y aún así nuestro anhelo nunca se ve satisfecho.
Amor libre de ataduras en un mercado con una oferta vastísima para ser
explorada cuanto antes. Sin compromiso a largo plazo. Pero con póliza de
garantía para ejercer nuestro derecho de reposición. No por nada, como afirma
Zigmunt Bauman, una de las industrias más exitosas de nuestra época es la
industria de los deshechos.
Las novelas de Houellebecq se concentran en dejar
de manifiesto que para la sociedad occidental el concepto de erotismo, el
concepto de amor, son maleables, que se adaptan al espíritu de una época según
lo requiera el sistema hegemónico. Los solitarios personajes houellebecquianos
confirman que una de las grandes confusiones de nuestro tiempo ha sido la de
entender al amor como el suceso pedestre de una persona que se une a otra para
paliar el malestar del nuevo siglo, la apabullante soledad y el vacío, que, de
otra forma, serían intolerables. La idea conyugal de espíritu en equipo y de
tolerancia mutua, como dos empleados trabajando eficiente y mansamente para una
empresa, es, de hecho, relativamente nueva y la engendró el capitalismo para
justificar y promover un boom mercantil a partir de los principios de
competencia y de acumulación concentrados en ese núcleo binario. De la misma
forma que en el período de entre guerras se alentó un baby-boom, se tuvo en
algún momento del siglo XX la ilusión de que la clave para un buen matrimonio
estribaba en las apropiadas técnicas sexuales y la consiguiente satisfacción de
ambas partes –idea que alimentó la óptica de un pujante nuevo mundo, técnico e
industrializado–. Al concluir la Primera Guerra Mundial, el espíritu del
capitalismo viró y con él, por supuesto, el del amor: del énfasis en ahorrar al
énfasis en gastar; de la autofrustración como puente para el éxito económico al
consumo como principal satisfactor para el individuo angustiado. En lo sexual
como en lo material la clave era no postergar más la satisfacción de ningún
deseo. Consumir. Coger. Parecen ser ahora las consignas de Occidente, según
Houellebecq. Por lo que no es de extrañarse que en nuestra época tanto las
salas de sexo-servicio como las salas de los siquiatras, estén saturadas no de
gente que se culpa a sí misma por sus excesos, sino de clientes y de pacientes
que, como Bruno Clément, se sienten culpables por no excederse lo suficiente
día a día.
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Da
la impresión de que ciertos lectores incapaces de distinguir entre autor y
ficción han emprendido una razzia gratuita contra Houellebecq por su supuesta
misantropía, xenofobia, homofobia, misoginia, y una larga cadena de odios. Pero
habría antes que pensar si vale la pena linchar al emisario. Tanto Michel
Houellebecq como los personajes que campean sus novelas (desde sus
desencantados ingenieros en sistemas de Ampliación del campo de batalla hasta su desvergonzado y misántropo
personaje-cameo en El mapa y el territorio, su más reciente novela en español) son hijos del individualismo
desencantado y aprensivo concitado por el liberalismo económico que sucedió a
la caída del Muro de Berlín. Es decir, la generación europea criada justo
durante el cambio de paradigma de la post-guerra: del modelo socialdemócrata
inclusivo y equitativo que implementó el Estado de Bienestar como modelo
exitoso en gran parte de Europa, hasta hace no mucho, al actual modelo
neoliberal donde la prosperidad y la satisfacción personales parecen depender
exclusivamente del ingreso per capita. Podría acusarse –antes que acusar a un
hombrecito maloliente encerrado en su departamento, masturbándose y escribiendo
novelas inofensivas a partir de artículos Wikipedia–, al modelo neoliberal
imperante de haber alentado un neoconservadurismo y neonacionalismos capaces de
suscitar no sólo la intolerancia hipócrita que revelan las encuestas europeas
hacia la presencia de extranjeros en sus países (no es, por ejemplo, que
Escandinavia sea incluyente y tolerante como afirma el lugar común; sino que
jamás había estado expuesta como hoy a la presencia de inmigrantes en busca de
mejor nivel de vida tras la debacle de la eurozona); sino, de hecho, capaces de
suscitar masacres multitudinarias de carácter xenófobo y racial como la
ocurrida hace un año en la isla de Utoya, Noruega. O imaginarias, pero
escalofriantemente similares a aquélla, como la matanza preconizada años antes
en la novela Plataforma de
Michel Houellebecq. Entonces, ¿vale gastar saliva en culpar al emisario por la
debacle que cada nueva novela suya nos anuncia?