: seis
novelas relevantes del 2012
y el peor
libro del año
Este texto está tomado de mi columna Metales Pesados en la revista Emeequis.
Canción de
tumba
Julián
Herbert
Mondadori,
2012
Por primera vez,
desde que se comenzó a hablar de esta novela, dejemos la anécdota de lado. La
madre del narrador es una puta. Agoniza. Luego muere. Punto. Lo demás es
literatura. Excéntrica. En el sentido etimológico de la palabra: una literatura
que está fuera del centro. Del centro del canon. Del centro del país. Con un
registro sumamente idiosincrásico y de un alto octanaje, el nuevo libro de Julián
Herbert (Acapulco, 1971) es un remanso dentro de la riada de novelas de nuestra
generación escritas en tono ascético y edulcorado según las buenas (y malas)
maneras de narrar en la capital del país (donde el supuesto registro neutro es el que hablan los escritores wannabe de la Roma y la Condesa y ese otro que los
escritores wannabe de la Roma y
la Condesa creen que hablamos en el norte del país porque leyeron alguna novela
de narcos editada en Barcelona).
A lo largo del libro, el narrador (un narrador autodiegético en primera
persona, que vale no confundir con el autor, como ha hecho los críticos al
elaborar una primera lectura más bien impresionista, pues de eso se encargarán
o no los biógrafos de Herbert) en cierto momento reflexiona y se exige la necesidad
de fincar una estructura coherente en torno al relato elaborado a partir de la
agonía de la madre; sin embargo, la prosa consigue por sí misma aquello que
distingue a las grandes obras: crear un sistema interno autónomo que nos
despierta el hambre de ir conociendo y adaptándonos a sus mecanismos página
tras página, más allá del mero interés morboso de un enigma del que podríamos,
incluso, prescindir: ¿morirá finalmente o no la madre otrora prostituta del
narrador? Que no muera. Que continúe respirando con tal de que ese afán de la
fábula haga prosperar una prosa tan viva y tan original a lo largo de cien o
doscientas páginas más.
Canción de tumba está escrito en
una mezcla de registros y referencias entre la alta y la baja cultura —entre lo
culto y lo pop— que los lectores de Herbert conocemos desde sus poemarios La
resistencia (2003) y Kubla Khan (2005). Incluso hay intromisiones del spánglish que,
antes que a la literatura de la frontera, recuerdan más bien a Elsinore de Salvador Elizondo. Sin embargo, las insistentes
referencias se vuelven tan crípticas en ocasiones, tan abstractas y difíciles
de asir en una primera lectura por la cantidad de conceptos sostenidos mediante
recursos retóricos, que uno se pregunta si dentro de, digamos, cincuenta años,
los nuevos lectores de Herbert requerirán de un compendioso aparato crítico
para explicar, entre muchas otras cosas, qué cosa era un sayayín o quién demonios era Paty Chapoy para descifrar un
símil o una metáfora de las que aquí abundan. O quizá no. Sólo algo es seguro: Canción
de tumba seguirá leyéndose por muchos
años.
Brama
David Miklos
Tusquets,
2012
Brama es, sin duda, la mejor novela de David Miklos (San
Antonio, 1970) hasta ahora. Brama
es una especie de Cuarteto de Alejandría minimalista, un poliedro de voces en la que narra cada una su versión
de los hechos de una tragedia familiar. Un cuarteto compuesto inicialmente por
los hermanos András y Béla y sus mujeres Melina y Marina. Por el alto erotismo
y la alta tensión en las relaciones sexuadas de poder entre los miembros de la
familia de los hermanos András y Béla, Brama es un coctel de complejos freudianos que termina
hirviendo como una olla exprés. Tibor, el pater familias, hastiado de su vida de privilegios, engrendra a
Béla con una vendedora de enciclopedias. Béla, una pequeña bestia, se volverá
desde niño el tirano de la madre, a quien someterá mediante su perversa manera
de ejercer el poder por medio del sexo hasta el nacimiento de András. Béla y
András desatarán una competencia encarnizada no sólo por las atenciones de la
madre, un trasunto de Electra, sino por la fortuna familiar heredada por Tibor
y —aquí el inicio de la deblace— por la posesión de toda mujer que se cruce en
su camino a riesgo incluso de llegar a aniquilarlas. Y es sabido que no hay
tragedia griega sin un digno fraticidio o un escandaloso parridicio.
Tanto a nivel temático como a nivel
estilístico, David Miklos ha construido una voz personalísima a lo largo de su
obra que se ha consumado en esta nueva novela.
La ciudad
que el diablo se llevó
David Toscana
Alfaguara,
2012
Una escena que
resume el espíritu de este libro: un novelista ha perdido su manuscrito durante
la ocupación nazi en Varsovia y no logra recordar más que la primera frase para
comenzar a reescribirlo. Cuando se hace de una máquina de escribir para iniciar
de nuevo con su trabajo, cae en la cuenta de que en toda Polonia post-nazi no
queda papel. Se decide a arrancar de las calles el papel de los carteles con
anuncios y propaganda. En uno de los que arranca se lee una especie de graffiti
existencialista: “Ya nada tiene sentido”.
El escenario elegido por David Toscana (Monterrey, 1961) es Varsovia —la
ciudad donde él habita desde hace tiempo— pero justo en el período histórico
posterior a la ocupación nazi tras una guerra que dejó millones muertos. De
esta forma, nos hallamos frente a una tropa faltsafiana de cuatro hombres cuyo
gusto por la bebida —un bien por entonces escaso—, los une de vez en cuando
para sostener borracheras y pláticas interminables luego de ser salvados por la
elección arbitraria de un oficial nazi.
Eugeniusz es un cura católico muy afecto al vodka y a las mujeres que,
como castigo, ha sido relegado a la función absurda de prodigar la
extremaunción entre las montañas de cadáveres y restos humanos en las ruinas de
los edificios bombardeados de Varsovia, en las carretas con decenas de muertos
apilados y en las fosas comunes. Kazimierz es un conserje que, ante la reciente
falta de profesores en las escuelas, y no sin cierto orgullo absurdo, un día se
hace pasar por maestro de astronomía para ascender de clase en un entorno
postapocalíptico donde toda diferencia de clase, de hecho, ya no cuenta o se ha
esfumado. Feliks es el dueño de una tienda de rapiña y se dedica a coleccionar
los bienes comprados, intercambiados y simplemente robados de los muertos de
guerra. Anillos de dedos amputados, mancuernillas y sombreros de caballeros
asesinados, vajillas despostilladas tras un saqueo, relojes que se paran,
gramófonos, etcétera. Una colección de objetos de la muerte que corre todos los
días el riesgo de depreciarse hasta el suelo cuando la moneda corriente de
Polonia deje de carecer de todo valor. Mientras que Ludwik, el cuarto
integrante del grupo, es un sepulturero que no se da abasto con los millares de
muertos que llegan a carretadas.
La nueva novela de David Toscana está escrita en un tono de farsa muy
bien calibrado y no son pocos los capítulos que mueven a la carcajada por el
sinsentido de las situaciones, como aquella en que, en la cúspide del absurdo,
el grupo de amigos consiguen beberse la botella de coñac que supuestamente
contiene el corazón preservado de Chopin.
Si bien La ciudad que el diablo se llevó es una novela más bien tradicional y no pretende descubrir la pólvora,
David Toscana da una nueva cátedra de una prosa novedosa, sofisticada y
efectiva que paradójicamente abreva de los clásicos y que (cosa extraña en
nuestros días) sabe llamar a cada cosa por su nombre. Una buena dosis de humor
vitriólico librado de los fáciles lugares comunes que abundan en nuestra
literatura.
El libro
uruguayo de los muertos
Mario
Bellatin
Sexto Piso,
2012
Dobles de Frida
Kahlo. Muñecos luminosos en La Habana que prometen placeres extremos a los
turistas a cambio de toallas. Cuartos de masaje en la Ciudad de México
liderados por un masajista ciego. Instrucciones para tomar fotografías con
cámaras de plástico. Un niño que sueña una casa de muñecas de una familia de
toreros enanos. Todo entremezclado con excéntricos pasajes supuestamente
autobiográficos y delirantes. Escrito a manera de correspondencia con un
hipotético remitente iniciado en la vida y obra de San Juan de la Cruz del que
jamás tenemos noticia, por su complejidad estructural y temática El libro
uruguayo de los muertos es uno de los
mejores libros de Mario Bellatin (Ciudad de México, 1960). ¿Qué más puede
agregarse a todo lo que se ha dicho acerca de Mario? Hay que leerlo.
(Ver la reseña completa en una de las anteriores entregas de esta
columna).
Mis
mujeres muertas
Guillermo
Fadanelli
Grijalbo,
2012
En Mis
mujeres muertas hay una reducción de lo
descriptivo, lo escénico o incidental a su mínima expresión para ir
directamente a lo que al autor le interesa: extensos diálogos especulativos a
la manera Dostoievski, o soliloquios sobre los temas que le preocupan al
narrador en un tono que recuerda las Memorias del subsuelo. “El sol brilla más que nunca desde que mi madre
murió”. Es el tipo de frases que dispendia el cínico, misántropo y misógino
jactancioso de Domingo Mancini (similar en más de un aspecto al Benito
Torrentera de Lodo y que, como
aquél, comparte las opiniones públicas que el propio Fadanelli suele exponer en
sus artículos). Domingo Mancini es un hombre de edad media de la colonia
Escandón cuyo mayor atributo es escanciar botellas de alcohol y leer novelas
rusas, pero, sobre todo, hacer nada; mucho menos hacer algo para modificar su
entorno y su propia existencia si ello implica algún esfuerzo extra de su
parte. La madre y la pareja de Domingo acaban de morir con unos días de diferencia.
No obstante, la abulia y misantropía de Domingo Mancini carecen de motivos. Y
el único propósito que podría redimir a Domingo, por encomienda de sus
hermanos, es ir a colocar la lápida de su madre muerta. Sin embargo, Domingo es
un hombre que, “si fuera por él, gastaría años en tomar una sola decisión;
hasta mover el salero se volvería un motivo de reflexión y de cuidadoso
escrutinio”, por lo que la lápida continuará indefinidamente en la cajuela de
su coche estacionado frente al departamento.
El tono en que está escrito este libro de Guillermo Fadanelli (Ciudad de
México, 1963), así como la meta moral que daría sentido a la existencia de
Domingo pero que él continúa postergando a lo largo de un tour de force alcoholizado y lleno de delirios sin salir de su
barrio, recuerda irremediablemente al Cónsul de Lowry o a El
desencantado de Budd Schulberg.
Cartografía
de la literatura oaxaqueña actual II
Almadía, 2012
VV.AA.
El peor libro
del año. Difícilmente quienes somos residentes de la ciudad de Oaxaca desde
hace años seríamos capaces de enumerar a una veintena de escritores oaxaqueños
dignos de ser compilados en una antología. Por lo tanto, la noticia de la
editorial Almadía de que existen no diez, ni veinte…, sino ¡62 autores! que por
su aporte a la literatura ameritan ser antologados, nos tomó a muchos —por
decir lo menos— por sorpresa. ¿De dónde salieron estos 62 autores por los que
ha decidido repentinamente apostar Almadía? (De por sí es arduo pensar en 62
autores nacionales vivos con méritos para ser antologados…) La respuesta: estos
62 son, en su mayoría, escritores inéditos, escritores de talleres o escritores
y escritoras de pasatiempo —como ellos mismos afirman en sus fichas
biográficas—, escritores incluidos en fondos estatales o becarios del erario
público, y sólo la gran minoría autores con obra sólida pero que no nacieron o
no residen en Oaxaca. Su rango de edades es exorbitado: van de los 20 a los 80
y 85 años, y están distribuidos en el índice no por afinidades temáticas o
estéticas, sino a la manera burocrática del FONCA: según sus actas de
nacimiento en categorías A y B. El prólogo en vez de desentrañar las
motivaciones para esta selección tan dispareja no revela nada; se pavonea no
por el aumento en la calidad con respecto a la convocatoria anterior de esta
misma antología, sino, como si fuera un informe de labores político, por el
aumento en el número de autores. No es gratuito que el texto de introducción se
asemeje a un acartonado discurso del viejo régimen, donde la mejor descripción
de Oaxaca y de su literatura que es capaz de emitir es tan retórica como
ignorante de la realidad de este estado: una “laboriosa región sureña” (sic). Cartografía, por tanto, es algo que desde los mecanismos
públicos de su convocatoria (carteles, radio, redes sociales; aunque para
varios de los autores fue discrecional) se parece más a una exhibición de
“músculo político” local para reivindicar ante el exterior el certificado de
código postal oaxaqueño a base de cuotas. Cartografía es un mitin público como los que suelen hacer los
líderes sindicales con sus miles de agremiados. Cartografía parece todo, menos un deliberado ejercicio editorial
por cimentar y potenciar las voces locales ante comunidades de lectores
foráneas y más vastas, o un esfuerzo por crear una “cantera” y homologarla con
el resto de sus colecciones (donde los oaxaqueños brillan, ahí sí, por su
ausencia: de los más de 100 títulos de Almadía sólo existe uno de un autor
local). Y lo más inquietante: ¿cómo es que se ha generado un nuevo bono demográfico
dentro del censo de personas dedicadas a la escritura en Oaxaca cuando han
pasado apenas cinco años desde la convocatoria anterior (Cartografía
de la literatura oaxaqueña actual, Almadía,
2007)? Estadísticamente no tiene lógica. En lo que toca a las generaciones
literarias, tampoco. Pero políticamente sí. ¡Eureka!
En lo que tiene que ver estrictamente con lo literario, la pertinencia de
un ejercicio antológico de esta índole es, por tanto, dudosa. La suspicacia o
la esperanza del lector que busque en este libro buena literatura serán
válidas, pero casi no la hallará. Almadía ha forzado la maquinaria para
mantener contento también a todo el gremio en el interior de Oaxaca. Su
selección de autores es sumamente dispareja: hay desde poetas hasta periodistas,
estudiantes, burócratas, profesores, artistas conceptuales y amas de casa que
escriben como hobby. No hay nada de malo en ello. Pocas cosas como la escritura
para empoderar a los individuos. Y cualquier antología es, por definición,
polémica. El espectáculo penoso radica en presenciar cómo estos 62 escritores y
aspirantes a escritores han quedado desprotegidos por un trabajo de edición
hecho al vapor que, por el contrario, debía escudarlos y potenciar los
atributos de cada uno de sus textos (uno irremediablemente encuentra más
entretenido contar ya de plano las erratas del libro que lo que la mayoría de
sus textos tienen para ofrecer). Pareciera que los autores oaxaqueños,
entonces, son menos dignos de ser editados con el mismo respeto que los autores
no-oaxaqueños de la editorial que los acoge, es decir, el otro 99% si no
contamos los dos volúmenes de estas antologías. Sería como concebir, por
ejemplo, que Anagrama tratara con ese mismo desdén y dejadez a sus autores
catalanes.
La segunda pregunta que un lector malicioso hará sobre esta antología al
constatar su mal hechura y lo dispar de su selección será, por tanto, la
siguiente: ¿era de verdad necesario exponer a estas seis decenas de escritores
(muchos de ellos con gran potencial, pero inexpertos)? ¿Era necesario
utilizarlos para cumplir con la cuota o la “acción afirmativa” de una editorial
que opera para fines prácticos en la Colonia Roma pero que suele jugar su carta
ganadora de Editorial Oaxaqueña? ¿Era necesario usarlos como capital político a
la manera de los acarreados a los mítines y arrojarlos al ruedo de la crítica
de manera prematura? A mí, sinceramente, me parece que no. Incluso encuentro
algo de anti-ético en ello. Los autores oaxaqueños merecen mucho más que eso.
Es inevitable, en fin, pensar socarronamente en
Cartografía como un libro valioso para
su estudio no porque venga a echar luz sobre las características de las nuevas
propuestas literarias de esta entidad, sino por la involuntaria y cándida
exhibición de los viejos mecanismos patriarcales, corporativistas y
clientelares que persisten en los cacicazgos oaxaqueños desde hace más de
ochenta años. Parece que el ámbito editorial no ha sido la excepción a la
regla. Ojalá el tiempo me cierre la boca.
Algún viejo priísta —remedando el mismo tono en que está escrito el
prólogo de este libro— podrá decir ahora que, al menos a estos felices 62, “les
hizo justicia la Revolución”. Ya veremos si también la literatura.