: la edad de hierro







Para quienes nos dedicamos a escribir porque no pudimos ser rockstars, el Hay Festival es lo equivalente a participar en un Coachella o un Glastonbury. El Hay Festival es siempre una experiencia estimulante en la mejor de sus acepciones: aviva el tono vital de la experiencia literaria, de otra forma casi siempre solitaria y unilateral. Allí la literatura está por unos días en el lugar al que pertenece: en las calles, frente a frente con los lectores. En la pasada edición del Hay Festival de hace unos días, en Cartagena, Colombia, tuve la oportunidad de participar en un evento con varios autores de distintos países y generaciones para platicar sobre algún libro del siglo XXI cuya lectura hayamos disfrutado: Javier Cercas (España), Antonio García Ángel (Colombia), Mario Mendoza (Colombia), Joao Paulo Cuenca (Brasil), Patrick Deville (Francia) y Eurig Salisbury (Gales). Nuestras elecciones, como podría esperarse, fueron disímiles y hasta sorpresivas. La mía fue casi por reflejo La edad de hierro, de J.M. Coetzee. Aunque debo aceptar aquí algo de trampa, pues aunque el libro apareció en 1990 en su idioma original, yo no pude leerlo sino hasta que fue publicada la traducción al español en 2003.
J.M. Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940) es uno de los autores que considero que más hondo han marcado mi trabajo. No sólo a nivel estilístico, sino al momento de elegir mis temas y a la hora de abordar conflictos humanos y sociales. Un temperamento novelístico entre Tólstoi (épico) y Dostoievski (dramático), diría George Steiner. Coetzee, él mismo un autor que nunca ha obedecido tendencias ni modas literarias, me hizo ver que la literatura que no se conforma con un solipsismo autocomplaciente y que, en cambio, confronta temas sociales (los que tienen que ver con lo público, con lo comunitario y ya no sólo con el individuo), no está peleada en absoluto con el rigor estilístico ni con un conocimiento profundo del lenguaje. Todo lo contrario.
Cuando leí La edad de hierro yo era lo que solía decirse un “escritor joven”. Estaba a punto de publicar mi primera novela y la obra de Coetzee, por tanto, alcanzó a marcar mi escritura de modo tan irremediable como un choque de automóviles. Y a partir de ese accidente no nada más sufrí un cambio como escritor, sino un cambio de óptica como lector al momento de demarcar mis gustos y afinidades. O, como dirían algunos, de construir mi canon personal. A partir de esa época comenzó a interesarme mucho más ya no esa clase de literatura que se regodea en su conocimiento erudito de otros libros o de otros autores, o que es mero pretexto para evadir el mundo cotidiano en el que vivimos; comenzó a interesarme, como hasta hoy, la literatura que nos hace levantar la cara de las páginas de un libro y confrontar ese mismo mundo que habitamos. Han pasado más de diez años desde que descubrí la obra de Coetzee, pero puedo decir que, hasta hoy, ningún autor o algún otro libro (quizá sólo Borges antes que él) haya podido operar en mí un cambio tan duradero y manifiesto.




La anécdota de La edad de hierro es más o menos la siguiente. A la señora Curren le han diagnosticado cáncer. Decide comenzar a escribir largas cartas a su hija que vive en el extranjero antes de morir y que podrá leer sólo de forma póstuma. En tanto, un vagabundo, un ser marginal a quien la señora Curren llama Señor Vercueil, se va apoderando poco a poco de su casa como una especie de alegoría del propio cáncer que va apoderándose de su cuerpo (lo privado) y de la violencia que se está apoderando del país (lo público). “Cáncer” (que destruye el tejido de un cuerpo) y “Apartheid” (que destruye el tejido social) son dos conceptos despojados deliberadamente de poder al momento en que la señora Curren decide casi no nombrarlos a lo largo de sus cartas. Apartheid: Sudáfrica segregada por motivos raciales. Y no sólo eso. Segregada por el Estado. La violencia descarnada de Sudáfrica en los distritos segregados durante los años noventa es el contexto en que discurre la debacle personal de la señora Curren. La Sudáfrica que aparece en las novelas de Coetzee fue una Sudáfrica que, tal como nuestro país aunque guardando las proporciones, entró en una espiral demencial de violencia.
Aquí una escena de La edad de hierro: el hijo de catorce años de Florence, la mujer (negra) que hace la limpieza en la casa de la señora Curren (afrikaner), toma parte de un episodio en los disturbios del distrito segregado donde viven. Durante esos disturbios una mujer es bañada en gasolina y prendida en llamas. La mujer corre, se revuelve tratando de apagar el fuego y da alaridos de terror pidiendo ayuda. El hijo de Florence y un amigo la contemplan muertos de risa. Y no sólo eso, sino que toman uno de los bidones de gasolina y, divertidos, la rocían ellos mismos de nuevo hasta que muere. La señora Curren escucha espantada la historia: “Son los blancos quienes nos han vuelto tan crueles”, dice Florence. “Ellos son buenos chicos, son como el hierro, estamos orgullosos de ellos”.
La condena moral de toda clase de violencia suele borrar las huellas que nos hacen diferenciar el origen de cada tipo específico de violencia. Ya sea violencia de Estado contra los ciudadanos, violencia propiciada por el narco, violencia en una revuelta civil, etcétera. Nos es inevitable juzgarla primero a través del tamiz moral que iguala todas a un mismo rasero. A decir de Hannah Arendt, ha habido una especie de desplazamiento de la violencia en la modernidad: del ámbito privado al ámbito público que tiene que ver con lo estatal. Para ella, es necesario restaurar una tradición del pensamiento que permita concebir las relaciones de poder fuera de las categorías que tienen que ver con la dominación. Sólo así, parece sugerir Arendt, será posible instaurar una crítica política de la violencia. La violencia, en efecto, se ha desplazado del ámbito privado al ámbito público-estatal con fines extrínsecos a ella misma, de modo que el ámbito de lo público se ha ido permeando de esa misma violencia y ocasiona que nos hagamos la consecuente pregunta de si, por haber vuelto omnipresente la violencia en nuestro entorno público, la política nos es realmente útil y para qué. ¿No debería servir para lo contrario? ¿Acaso política y violencia no deberían ser antónimos, opuestos? Al parecer, tanto en la Sudáfrica del apartheid como en el México de la guerra contra el narco, no ocurre así. Allá y aquí política y violencia parecen ser un binomio inseparable. Lo hemos visto hasta el cansancio. J.M. Coetzee es enfático en este tema y despiadado al momento de evidenciarlo en sus ensayos y novelas. De allí su vigencia en nuestro entorno, de allí la pertinencia de su lectura.
Después de escuchar sobre el episodio en que los adolescentes echan gasolina a la mujer en llamas, la narradora de La edad de hierro reflexiona:
“Niños de hierro. Es la edad de hierro. Después de la cual viene la edad de bronce. ¿Cuánto falta para que les llegue el turno de regresar a las edades más amables, la edad de arcilla y la edad de tierra? Una matrona espartana, con el corazón de hierro, criando guerreros para el país.”
¿Y en México? ¿Vendrá algún día también nuestra edad de bronce?


*Texto de mi columna Metales Pesados en la revista Emeequis.