: arnold schönberg y el mazo de naipes








Imaginemos por un momento que el sistema armónico occidental es un mazo de naipes. Imaginemos que gran parte de la historia de la música occidental se ha jugado con ese mazo de naipes. Que todas las piezas musicales hasta el siglo XIX se han compuesto con esas cartas. Mucha de la música pop que escuchamos actualmente, de hecho, sigue funcionando así. Pero, dato curioso, sólo se han compuesto bajo una gramática específica. Un estricto sistema jerárquico de tonalidad. Es decir, durante siglos se empleó ese mismo mazo de cartas para jugar –por decir algo– exclusivamente partidas de poker, ignorando todas las muchas otras posibilidades que ese mazo de naipes podría ofrecer para jugar. Debieron pasar siglos para que se asentaran las bases de una nueva gramática musical, las bases de la llamada “música dodecafónica”. Un nuevo juego (o una multiplicidad de nuevos juegos) creado a partir de los mismos elementos básicos que ofrece el mazo de cartas de la escala cromática de Occidente.
La riqueza y la influencia del sistema de Arnold Schönberg (Viena, 1874 - Los Ángeles, 1951), de esta nueva estética de principios del siglo XX, fue enorme, y no se agotó sino hasta bien avanzado el siglo pasado, con la obra de Piérre Boulez o la Karlheinz Stockhausen, por ejemplo. Sin embargo, el proceso fue largo y la aceptación de este nuevo sistema no halló buen puerto de un día para otro: muchas de piezas de Schönberg eran recibidas literalmente a pedradas en las salas de conciertos, tal como cuenta Stephan Zweig en sus crónicas.
La música tonal suponiendo por música tonal la síntesis de los antiguos modos eclesiásticos para formar las escalas Mayor y Menor, condicionadas por estrictas convenciones del período clásico comenzó a resultar insuficiente como vehículo emocional para las nuevas inquietudes del espíritu humano del siglo XX. En las postrimerías del siglo XIX proliferaron los intentos para comprobar la elasticidad de la música tonal, sin que alguien, entre ellos Wagner con su inclusión cada vez más abundante de cromatismos, se atreviera a rebasar todavía los límites tácitos. La imperiosa necesidad de nuevos lenguajes, a principios del siglo XX, clamaba porque los patrones estéticos convenidos fueran rotos en aras de encaminarse por nuevos derroteros.


Arnold Schönberg fue el eslabón decisivo de este proceso al definir las bases de su nuevo sistema armónico y estético, omitiendo cualquier elemento de reminiscencia tonal tras un largo proceso evolutivo que incluyó, entre otros, la obra de Gustav Mahler. Lo más lógico sería pensar que la de Arnold Schönberg es música atonal por carecer de un único centro armónico sobre el que gravitan todos los desplazamientos sonoros; sin embargo, el propio Schönberg argumentaba que considerar su obra dodecafónica como música atonal sería análogo a referirse al acto de volar como “el arte de no caer”, o al acto de nadar como “el arte de no ahogarse”. Un término más preciso para este nuevo concepto resulta ser para el propio Schönberg el de música pantonal (considerando que despliega muchos centros tonales eventuales, y no la carencia o exclusividad de uno solo).
A lo largo de Arnold Schönberg. Ética, estética, religión, Jordi Pons (Tarragona, 1960; Editorial Acantilado) se dedica a explotar así las vetas menos recurridas hasta ahora en la bibliografía sobre el maestro vienés, centrándose en Schönberg como pensador –en especial en sus artículos para Die Fackel y en su célebre Tratado de armonía (1911), del que muchos pudimos aprender armonía tradicional—, un Schönberg cuya elección del aforismo y su búsqueda de fidelidad en el lenguaje denotan el ascendente directo de Karl Kraus. El de Pons es un Schönberg que mantiene diálogo con sus contemporáneos pero que atiende a Schopenhauer en su búsqueda por una música realmente “absoluta”, despojada de toda esa semántica utópica por significar y representar el mundo. Es un Schönberg pedagogo (conformó con sus alumnos más destacados, Alban Berg y Anton Webern, la ahora conocida como Segunda Escuela de Viena) pero detractor de los sistemas y teorías de enseñanza tradicionales. Un Schönberg moralmente liberal que, aunque nostálgico por el desaparecido protectorado habsbúrgico hacia los artistas judíos como él, demuestra una ferviente animadversión por la burguesía de la Primera República, su doble moral y sus contradicciones estéticas puestas de manifiesto en el modernismo y en las nuevas corrientes del pensamiento de la época. Un Schönberg agnóstico y a la vez escéptico, cuya “fe del desilusionado” lo hace volver la mirada a su judaísmo originario y a elaborar una nueva música como acto de resistencia contra los ideales wagnerianos impuestos tras la Gran Guerra.
¿Por qué sería pertinente una nueva entrega dentro de la abundante bibliografía sobre Arnold Schönberg y la “Kakania” registrada por el escritor Karl Kraus? Jordi Pons sale bien librado al decir correr la aventura con un pie en la academia y otro en los lugares de la Mitteleuropa claves para el contexto schönberguiano, bajo la consigna del propio Schönberg de que cuando alguien hace un viaje para contar algo, jamás ha de elegir la línea recta.


*Texto tomado de mi columna Metales Pesados en la revista Emeequis.