: cormac mccarthy, 
autor de la gran novela apocalíptica






Cuando me invitó a trabajar en cierta editorial de Oaxaca, el escritor Leonardo Da Jandra me contó esta anécdota. No tengo muy claros los datos en la mente, pero va más o menos como sigue. En los años ochenta, Da Jandra era gran lector de un autor norteamericano prácticamente desconocido llamado Cormac McCarthy (Rhode Island, 1933). Esta influencia puede rastrearse fácilmente en la obra del propio Da Jandra, como en Huatulqueños, Samahua o Entrecruzamientos. Era tal la admiración de Leonardo por McCarthy, que éste le llevó varias ediciones en inglés a don Joaquín Diez Canedo y –persistente como es Leonardo-- le insistió para que lo publicara en la casa editorial Joaquín Mortiz. Diez Canedo, con gran olfato y convencido del valor de la obra un desconocido Cormac McCarthy, le tomó la palabra y se aventuró a publicar, me parece, la llamada Trilogía de la Frontera. ¿El resultado? Casi la totalidad del tiraje de los libros de McCarthy terminó como papel picado. Esas primeras ediciones en español son ya imposibles de conseguir.
¿Qué ocurrió? ¿Los lectores mexicanos no estábamos listos para McCarthy? No lo creo. Cómo lo sé: en Estados Unidos sus novelas corrieron hasta hace no mucho la misma suerte.
Existen cantidad de mitos en torno a la enigmática vida del que el crítico Harold Bloom calificó como el mejor escritor norteamericano vivo. Este mito fue abonado por la que hasta hace poco era la única entrevista concedida por Cormac McCarthy. La entrevista data de 1992, en el New York Times. En ella habla de víboras de cascabel, computadoras moleculares y música country, pero absolutamente nada sobre él ni sobre su obra. Eso fue hasta su destape en la entrevista que le hizo Oprah Winfrey en 2007. Muchos de sus lectores ignorábamos siquiera cómo lucía el rostro de Cormac McCarhty en la actualidad. No es de extrañarse. A diferencia de los nuestros, muchos de los autores norteamericanos son reacios a las apariciones públicas y a la opinología. (Salvo el cameo con una bolsa de papel en la cabeza en un episodio de Los Simpson, no hay mucha evidencia de cómo luzca Thomas Pynchon hoy en día, por ejemplo).
Recientemente Cormac McCarthy ha cobrado una notoriedad considerable a raíz de dos adaptaciones al cine de sus novelas: No es país para viejos (Ethan y Joel Coen, 2007) y La carretera (John Hillcoat, 2009). En 2000 apareció la versión cinematográfica de Billy Bob Thornton de Todos los hermosos caballos con Matt Damon y Penélope Cruz, pero sin pena ni gloria.
¿Quién era Cormac McCarthy antes de este repentino éxito mundial? Aunque ahora es considerado uno de los autores más potentes de su generación (que no es decir poco), hasta hace no mucho McCarthy era el autor norteamericano que llevaba la vida menos literaria. El “mejor autor no-conocido”. En la década de los noventa –tal como ocurrió con a la aventura macarthyana de Diez Canedo en México-- ninguno de sus libros había vendido más de cinco mil ejemplares. No participaba en lecturas de libros. No daba entrevistas. No tenía amigos escritores ni procuraba hacer vida de escritor. Ni siquiera tenía un agente literario, como el resto de sus colegas. Se dice que vivió bajo una torre de perforación petrolera y que vivió en constante pobreza. Estamos hablando de la época en que ya había escrito Meridiano de sangre (1985), una tremenda obra maestra que llevó a declarar al crítico Harold Bloom que “ningún otro novelista estadunidense vivo, ni siquiera Thomas Pynchon, nos ha dado un libro tan duro y memorable como Meridiano de sangre –y eso a pesar de lo mucho que aprecio Underworld, de Don DeLillo, Zuckerman encadenado, El teatro de Sabbath y Pastoral americana, de Philip Roth y El arcoiris de gravedad y Mason and Dixon, de Pynchon”.



A partir de esta nueva popularidad de uno de los escritores más huraños y reacios –del que también se dice que ha vivido en el norte de México durante largas temporadas--, fue que una mayor cantidad de lectores se acercó a su obra. Por eso valdría la pena desmontar para estos nuevos lectores de McCarthy otro de sus mitos: las novelas de las versiones fílmicas están a millas de distancia de tener el nivel de la obra más acabada de McCarthy. La carretera (2006), por ejemplo, tendrá el dudoso honor de ser para McCarthy lo que El viejo y el mar fue para Hemingway: una de sus novelas más pobres, pero, paradójicamente, la que lo dio a conocer entre los neófitos y una comunidad de lectores más extensa. No afirmo que La carretera sea una novela mala. Cuidado. Es una novela por la que mataría cualquier autor vivo. Simplemente que para las alturas que McCarthy alcanzó en el período comprendido entre Suttree y la Trilogía de la Frontera (entre 1979 y 1998), no hay siquiera punto de comparación. Dicho esto, hablemos de la obra más ambiciosa de Cormac McCarthy, la que ese gran público no se ha tomado la molestia aún de visitar.
La obra más dura de McCarthy es igualmente dura de leer. Harold Bloom reconoce lo arduo que le fue entrar en Meridiano de sangre, un intento fallido tras otro por leerla. El lenguaje, casi tanto como el paisaje, son para McCarthy protagonistas antes que cualquier otro de sus personajes. No es extraño encontrar arcaísmos y largas descripciones líricas y detalladas de paisajes desolados donde sólo hay desasosiego y desesperanza. Los personajes de McCarthy son seres marginales, desclasados, vagabundos, vaqueros, ex convictos, analfabetas, mercenarios. Y el paisaje que describe no es un paisaje bucólico ni evocador, sino un paisaje dador de muerte. Parecería que McCarthy encuentra anti-ético narrar contextos que no haya recorrido personalmente (La carretera es, en más de un sentido, una excepción a muchas de sus propias reglas). Por lo que se dice que todavía en los años noventa era común encontrarlo viajar por la frontera de Sonora, Chihuahua y Coahuila en su vieja camioneta Ford 78. A decir de McCarthy, a él no le interesa hablar de temas que no lidien con la frontera entre la vida y la muerte. Dentro de esta postura tan excluyente, para McCarthy “no es literatura” lo que hicieron autores como Proust o Henry James.
Mucho se dice también que la obra de McCarthy es una emulación de la de Faulkner. Más allá de haber compartido editor –el legendario Albert Erskine de Random House--, o encontrar coincidencias temáticas y geográficas a nivel anecdótico entre ambos escritores sureños (sobre todo en Suttree y el viaje por el río), resultan ser dos mundos bastante disímiles y hasta ajenos: Faulkner claramente tocado por las vanguardias y McCarthy bastante más conservador y elíptico. Son menos los lectores que se han detenido, en cambio, a hablar de Herman Melville como referencia obligada para desentrañar el universo y el estilo de McCarthy. El crítico estadounidense Harold Bloom lo hace.
A Bloom --aunque rastrea muy bien esta línea de influencia entre Melville y McCarthy--, le es difícil encontrar, sin embargo, una analogía entre la destrucción de las tribus indígenas de Norteamérica en Meridiano de sangre y la cacería de la ballena albina en Moby Dick. Debe decirlo por pura pereza. No pueden ser más claros los paralelismos entre estos dos pilares de la novela norteamericana: la lucha cruenta entre sendos grupos de seres humanos (los balleneros del capitán Ahab y los paramilitares del capitán Glanton) por dominar la naturaleza salvaje, la amenaza, el horror que les inspira esa naturaleza incógnita y estigmatizada con atributos supersticiosos y símbolos malignos dados por ellos mismos.
Sólo ahora nos es fácil entender por qué en su tiempo una obra monumental como Moby Dick pasó sin pena ni gloria frente a los ojos de la crítica de su tiempo. Un tanto lo que sucedió con Meridiano de sangre. El modelo, la temática y hasta la estructura de la novela del siglo XIX obedecía a un estricto orden social burgués proveniente de Europa. La novela era fiel a una estructura que relataba el ascenso de clase de un protagonista a pesar de múltiples avatares. Al no existir barreras de clase inamovibles como en la vieja Europa, en el nuevo continente este modelo resultó inoperante. La lucha contra la infausta naturaleza de las nuevas tierras de América y la dificultad por dominar sus fuerzas era la tónica que impondría la forma de un nuevo tipo de novela. La función que en Mark Twain cumple el viaje por el río y en Herman Melville el viaje por los mares para darle caza a una ballena mitificada, en Cormac McCarthy se vuelve la persecución de las tribus indígenas para conquistar el vasto y salvaje oeste norteamericano.
En la naturaleza no hay castigos ni recompensas, simplemente consecuencias. Moby Dick destruye el Pequod y a sus tripulantes no porque sea una encarnación satánica del mal (como lo interpretan Ahab y sus tripulantes); sino porque reacciona al acoso de los arponeros. Los comanches, los sioux y los apaches de Meridiano de sangre de McCarthy no masacran a los mercenarios del capitán Glanton (un trasunto del capitán Ahab) por ser unos seres bárbaros, malignos y despiadados, sino por defender sus tierras de esos colonizadores blancos sin escrúpulos. El juez Holden –ese gigante demonio albino que viola niños con la misma despreocupación que lee a Aristóteles o toca el violín entre matanza y matanza y que dice de sí mismo ser inmortal— no puede ser entonces sino el único superviviente de una persecución épica sin propósito último. Una epopeya nihilista. De la misma forma que la ballena albina Moby Dick atestigua el fracaso estrepitoso de un grupo de seres humanos obsesionados con una empresa sin sentido.





 *Texto tomado de mi columna Metales Pesados en la revista Emeequis.