: philip glass y el cine









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Existe una anécdota más o menos famosa entre los que se dicen melómanos. Se desarrolla en las primeras décadas del siglo XX. En ella hay un compositor. Quizá nunca haya sucedido. Pero el caso es que esta anécdota hay un compositor y un hombre de la industria cinematográfica. Un hombre de negocios. El compositor es un judío vienés. El más importante de su época. Exiliado en Los Ángeles. El hombre de cine ocupa un alto puesto en la Metro Goldwin Meyer. Un día escucha una pieza del músico judío y queda impresionado. Lo contacta para una entrevista. Le hace saber que su obra es perfecta para musicalizar el largometraje La buena tierra, un proyecto de sus estudios. A manera de cumplido, el hombre de negocios lanza lo que pretende ser un halago: Esa música encantadora que compone usted, dice. A lo que el maestro vienés, ofendido, objeta de inmediato: Señor, yo no compongo ninguna música encantadora.

Para reparar la afrenta involuntaria, el hombre de negocios saca de inmediato un cheque con una cantidad generosa de ceros. El músico recapacita. Pide como primera condición poseer el control de todos y cada uno de los sonidos de la película. Incluidos los diálogos, que deberán estar armonizados y sincronizados con la música según su criterio. Su integridad como artista ante todo. Eso y el doble de la cifra que aparece en el cheque. Para el empresario ambas peticiones resultan descabelladas. El maestro vienés lo sabe, por lo que su provocación vale lo mismo que una negativa tajante. Recoge su sombrero, le sonríe de forma despectiva al hombre de negocios y abandona los estudios sin despedirse. No sucumbe ante la tentación del naciente dios Hollywood. Decide no firmar el pacto. El cinematógrafo, el más querido de los inventos de su siglo, nunca merecerá su música. O al menos eso se cuenta.



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Existe otra anécdota. Es muy similar a la anterior e igualmente famosa. Aunque quizá esta otra tampoco haya tenido lugar. Sucede una veintena de años más tarde que la anterior. Pero en este caso el compositor es ruso. También el más grande de su época. También exiliado en EEUU. Quizás el hombre de la industria cinematográfica sea el mismo. Quizá no. Poco nos importa. Básicamente las circunstancias son las mismas. Le ofrecen dinero por vender su música a Hollywood. Pero el compositor ruso, a diferencia de su odiado colega judío, entiende que es una buena forma de salir al paso económicamente, de pervivir. Astutamente le hace un guiño a la nueva deidad del mundo occidental. Se entrevista con el hombre de negocios de buena gana. Se cotiza. Pide cuatro veces más que lo ofrecido al músico judío. Pone sus condiciones pero sabe ceder en lo concerniente a lo estético. Los tiempos lo exigen.

Al final se sale con la suya. Firma el pacto a medias. Un pacto ventajoso. Años después, este músico ruso satirizará la anécdota de su colega judío y su tremendo orgullo: Al pobre lo mataba el que alguien le impidiera morir de hambre pagándole por su música.  

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Hay una anécdota más. Su propia trivialidad en nuestros días le resta importancia. Tal vez no valga la pena contarla. Pero sucede así. Ocurre en nuestro tiempo. Hace apenas unos años. Quizá el hombre de la industria fílmica sea ahora el hijo o el nieto de aquél de las dos primeras anécdotas. De nuevo no importa. Ahora el compositor no es exiliado de ninguna parte. Nadie lo persigue ni lo acosa por su ascendencia. Ni por su religión. Mucho menos por su pensamiento o por sus ideas políticas. Esta vez nuestro compositor es estadounidense. Tan estadounidense como Copland y Schuman, sus influencias más duras, que lo llevaron a abandonar el serialismo, esa cosa tan “europea”.

A diferencia de los dos músicos de la anécdotas anteriores, éste no ha contribuido a renovar tan marcadamente la noción estética de su tiempo. Ex alumno de Boulanger y de Milhaud, operista prolífico de quien heredó buena parte de la teatralidad de su música, se avergüenza un poco de sus ideas de antaño: la efervescencia de París, su gran empatía por Samuel Beckett, Jean Genet y Bertold Brecht, por las artes escénicas...

Era joven y desvergonzado y pretendía cambiar el mundo con su música. Qué disparate, podría pensar él mismo ahora que es un viejo, que se ha dejado llevar por las aguas calmosas de su época, que se ha dispuesto a alimentar ese espíritu indulgente y acomodaticio de los días que corren.

Y ¿por qué no? ¿Para qué queremos más música que nos haga pensar?, dirían algunos. Suficiente tenemos ya volviendo de un engorroso y cansado día de trabajo en la oficina. Es el tiempo de la estética light, de las canciones de tres minutos, el tiempo del consumo y del entretenimiento. No queremos más genios que nos incomoden, que trastoquen nuestra noción del mundo, que derrumben nuestras de por sí pocas certezas. No. Sólo queremos echarnos a retozar en nuestro sillón al final del día. Consumir literatura, consumir arte, consumir series de televisión, consumir música. Consumir mucha música.

Pero continuemos con la anécdota. En esta oportunidad el empresario no es quien ha buscado al compositor. El manager de éste –porque en los tiempos que corren cualquier artista del mainstream debe tener un manager, un agente o un galerista, dirían algunos– es el que ha batallado para conseguir una cita en las oficinas de los grandes estudios fílmicos. La entrevista se lleva a cabo sin contratiempos. Nuestro personaje firma el mismo pacto que los dos compositores anteriores, pero sin pensárselo dos veces. Musicalizará una película. Dos. Tres. Hasta cuatro. Las que le pidan. Hará tantas concesiones en su discurso como sea necesario.

A diferencia de Dionisos, esa deidad insufrible y caduca, el dios Hollywood es benevolente y exige otro tipo de ofrendas: historias sosas y predecibles, fábulas moralinas, música complaciente, ideas inocuas, arte estéril, fácil de consumir. El nuevo dios no sabe recompensar con la iluminación del espíritu, ni con la inmortalidad de una vida, de un obra...; pero sí con dinero, con fama.

Pronto se referirán a este compositor con epítetos así: “El compositor estadounidense vivo más reconocido de la actualidad”. Renegará de Beckett, su vieja influencia, y ensalzará a Scorsese, su nuevo amigo. Su mayor talento será su buen ojo para elegir los proyectos a musicalizar. Mishima (cuatro episodios basados en la vida del escritor suicida Yukio Mishima, 1985); la conocida trilogía de Godfrey Reggio (Koyaanisqasti, 1983; Powaqqatsi, 1988; Nagoyqatsi, 2002), donde colaborará con otro consentido de Hollywood: Yo-Yo Ma; Kundun (1997), de Martin Scorsese; el reestreno del Drácula (1930) de Béla Lugosi, remusicalizado por él y el Kronos Quartet, también dóciles súbditos del nuevo dios. Entre muchos otros.

Tal será la abnegación por su nuevo dios que será laureado con un Golden Globe por la banda sonora de The hours (2002; basada en la novela de Michael Cunningham). Y quizá la inmediatez del éxito fácil y el coqueteo con el mundo de la farándula (mucho más divertido a fin de cuentas que el académico, eso que ni qué) lo llevarán a dar su brazo a torcer por completo: The Truman show (1998), Secret window (2004), Taking lives (2004), serán la mejor (o la peor) muestra de ello. Pero el colmo de las concesiones será cuando componga el score para un documental sobre los días en que el político John Kerry combatió en Vietnam (The long war of John Kerry, 2004). O quizá cuando haga canciones pop anodinas y orquestaciones cursis para Suzanne Vega, Mick Jaegger, Natalie Merchant, Cold Play, Tangerine Dream. Etcétera.

Y será así como nuestro compositor, sin quererlo, condene buena fracción de su obra. Se echará la soga al cuello. Quizá vender su alma a Hollywood para satisfacer lo que él llama la “teatralidad” de su música, siempre manifiesta, equivaldrá a condicionar la congruencia y autenticidad de su discurso, a aniquilarlo por completo.

Partamos de un punto de vista narratológico: la música se vuelve por fuerza un mero accesorio de apoyo dentro de un filme. No así en una ópera, esa cosa tan... “europea”, a la que los compositores norteamericanos del siglo XX cerraron filas para favorecer a su cine. Dentro del cine, la música se vuelve una herramienta narrativa que nadie escucha realmente. (El caso más extremo serían las pianolas de las salas cinematográficas que tocaban por sí solas, a principios de siglo.) Es decir, que nadie puede escuchar parte la música de nuestro compositor como obra de arte autónoma, sino como elemento discursivo contingente de otra más grande, subordinada siempre tanto a la imagen como a la narración para funcionar como un todo. Su música no dirá nada si la despojamos de las imágenes. Dependerá siempre de ellas. Una música que, más allá de las salas de los multi-cinemas, los consultorios de los dentistas y las recepciones de los hoteles, a nadie le será dado escuchar como tal.


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Una última anécdota. Quizá el inicio de lo que ahora se manosea arbitrariamente como “minimalismo” en música, haya tenido su origen en París. Y es que a nuestro compositor le han hecho un encargo. Es joven y un cineasta francés le pide transcribir ciertas piezas de un tal Ravi Shankar (con quien, sin saberlo, colaborará más tarde). Es entonces cuando se expone por primera vez a una gramática musical distinta a la de Occidente. La fascinación que le despierta es enorme. Descubre que la música india se rige por ragas y por talas. Que son formas rítmicas y melódicas preestablecidas que pretenden preservar el orden del cosmos. Romper con estas formas significa por consecuencia una alteración en el orden del universo. La finitud de estas estructuras sólo puede dar como resultado una música preponderantemente aditiva. En esencia eso es también el “minimalismo” de nuestro compositor. La constricción en el número elementos para favorecer las formas que evolucionan traslapándose unas sobre otras.

Para Raymond Carver el minimalismo es la elipsis, o lo que los estudiosos de la comunicación llamarían “exformación”. Para Colin Chapman es la funcionalidad. Para Constantin Brancusi es la masificación. Para Joel Saphiro es la no-representación de los objetos. Para Mies van der Rohe es lo más-en-lo-menos. Para nuestro músico, las cualidades aditivas de sus ritmos, su stasis y sus armonías consonantes, se vuelven rápido una concesión al oyente antes que una virtud o una cualidad estética. Lo que su discurso supuestamente debería mostrarnos (los ciclos de la naturaleza, la idea de las proporciones pitagóricas del universo con los seres vivos, la irreductibilidad del orden de las cuerdas y súpercuerdas del cosmos...), termina por mostrarnos sólo una cosa: tedio. ¿Por qué no hacer como Cage, quien optó por el silencio como su principal herramienta?

Fausto ya nos enseñó qué caros se vuelven esta clase pactos al final del día.


*Texto tomado de mi columna Metales Pesados de la revista Emeequis.