: el final (decepcionante) 
de breaking bad







Me abruma este mar de elogios unánimes que ha despertado a últimas fechas el final de Breaking Bad después de cinco temporadas al aire. Sobre todo porque esos nuevos fans que ahora lo celebran no comenzaron a ver la serie sino hasta años después de su no tan afortunado lanzamiento. Sino hasta que ésta se convirtió en la serie de moda.

Dentro de este boom de la última década en que se nos ha saturado con series de televisión estadounidenses hechas pasar como “obras de arte” –incluso por críticos y revistas dizque de arte--, Breaking Bad, como muchas otras, es un producto de entretenimiento bien realizado. Con todos los estereotipos y las virtudes de las series de suspense diseñadas para el consumo masivo. Pero nada más. Y debo decir que, contrario a lo que esperaba, su final me provocó una gran decepción. ¿Por qué tanto alboroto por una de las series más predecibles de los últimos tiempos que terminó siendo fiel a su obviedad hasta el último episodio, hasta la última escena?
Vince Gilligan, el creador de Breaking Bad, afirma que su equipo llegó a analizar decenas de finales de series, películas, novelas…, antes de sentarse a escribir el guión para la temporada y capítulos finales. Gilligan sabía que un cierre de serie, por muy bueno que fuera el resto, significa el estoque que puede llegar a hundirla en el olvido o a canonizarla. Allí están los casos de Los Soprano y Six Feet Under. Y, del otro lado, el decepcionante cierre de The Wire, por ejemplo. Sin embargo, Gilligan declaró en una entrevista que quizá decantarse por lo obvio y no tratar de inventar la pólvora para el cierre de su serie tras cinco temporadas, sería la opción más segura: “A veces el mejor momento de una serie de televisión es algo impredecible, pero otras veces de lo que se trata es precisamente de ser predecible”. No arriesgar, no dar el salto como Walter White, el protagonista de la serie, sí lo hizo al momento de decidirse a ir por la vía de la ilegalidad y dejar de lado su vida mediocre como profesor de preparatoria.

A decir de Gilligan, tuvo muy presente para este final la serie M.A.S.H., donde los personajes desde el primer capítulo recurrentemente hablan del anhelo de volver a casa y, al concluir la última temporada, en efecto, sencillamente vuelven a casa. Gilligan y su equipo, a diferencia de su tremenda creación Walter White, apostaron por un final más bien convencional y muy acorde al arco de tensión argumental sostenido en cada una de las anteriores temporadas. Y fracasaron. No estuvieron a la altura del gran Heisenberg, ni del tren de autodestrucción de Jesse.

Breaking Bad es una serie con bastantes carencias desde el comienzo. Pero, a pesar de éstas y quizá por ello, se volvió tan carismática que logró conectar poco a poco con el gran público. (Cómo olvidarse de Tortuga, Saul Goodman o de Gus Fring y sus Pollos Hermanos.) Pero, ahora que ha concluido, en una segunda lectura de Breaking Bad se echan de menos, por ejemplo, los duelos de esgrima verbal característicos de Game of Thrones o Mad Men, así como los giros inesperados en la trama de la primera. En Breaking Bad, las escenas donde no hay acción (como los diálogos familiares alrededor del desayuno o cuando son tratados en familia los asuntos de salud de Walter) se vuelven pesados y torpes, sin claridad de objetivos a largo plazo, y, sin variedad, salvadas muchas veces por la tensión que implica la presencia permanente en el ámbito doméstico de Hank --el enemigo de Walter, un detective de la agencia antidrogas condecorado pero incapaz de ver que el nuevo capo de la metanfetamina es un miembro de su familia desde hace cinco temporadas.

Hank es el personaje sobre el que, sin variedad, termina recayendo la tensión irresuelta una temporada tras otra como en una farsa de detectives brutos, una vez que el otro gran pivote del suspense puesto en Skyler, la esposa de Walter, deja de ser un punto de tensión a mitad de la serie al volverse su cómplice y, posteriormente, cuando el Mister Hyde de Walter es desatado, sometida a su voluntad. (El monólogo catártico de la llamada telefónica monitoreada por la policía en que Walter la amenaza es uno de los momentos más intensos y memorables de la serie, un monólogo escrito en apariencia para liberar el odio que Skyler había concitado en la audiencia; tanto así que la actriz Anna Gunn, que la interpreta, llegó a recibir amenazas de muerte a las que respondió en una carta abierta en The New York Times.)

Pero cuando no hay variantes y el patrón se vuelve monótono, esquemático, es normal que uno como espectador llegue a hartarse. Hank ocupa la misma función narrativa que muchos otros personajes de este tipo en series recientes; como Debra, la policía en la serie Dexter que trabaja en el departamento de homicidios y busca a un asesino serial que todo el tiempo ha vivido en su casa: su hermano.

El objetivo de Vince Gilligan no era basar el peso de la serie en el lenguaje verbal, más preocupado por fincar su narrativa a partir de elementos y estrategias visuales, al grado de haber conseguido magníficos guiones de cinco cuartillas sin un solo diálogo en ellas, pero en los que recaía todo el peso en la capacidad de actuación y en el carisma de Bryan Cranston, sin el cual esta serie de otro modo hubiera quizá pasado desapercibida.

Este anhelo por narrar mediante imágenes está claro desde el capítulo piloto –tal vez ningún otro actor en la historia haya aparecido tanto tiempo en calzones en la pantalla como Cranston a partir de ese episodio--. No obstante, este abuso de elementos visuales y objetos cotidianos con una fuerte carga semántica para intrincar la trama e invocar el misterio y los enigmas, se vuelve rápidamente un cliché harto recurrente y predecible dentro de la gramática de la serie: el oso de peluche incinerado al inicio de una de las temporadas, por ejemplo; o si el capítulo abre con un acercamiento de una llave de coche con un llamativo llavero rojo, podemos deducir por temporadas anteriores y sin ser unos genios que ésas llaves y ese coche resolverán el capítulo; si el capítulo abre, en cambio, con una toma de una cápsula de veneno ricino, no se necesita ser tampoco una luminaria de la ciencia para saber que el veneno resolverá un nudo importante de ese episodio; el tañido de la campana con la que se comunica el cuadraplégico Héctor Salamanca terminará por delatar a Walter y a Jesse… Etcétera. Aprendimos rápidamente los trucos de Gilligan y sus guionistas y de pronto, en la temporada final, dejaron de surtir el mismo encanto y el mismo efecto.

¿De verdad Vince Gilligan cree que sus televidentes somos tan tontos como para seguir prestándole atención a base de dosis tan obvias de muletillas visuales para crear suspenso, para seguir la zanahoria que invariablemente termina dándonos? Tal vez sí. Porque disfrutamos de lo previsible y de volvernos detectives de lo previsible como el bruto detective Hank. Todos fuimos Hank y, como él, fuimos utilizados.

Breaking Bad, aceptémoslo, es una serie previsible. Conservadora. Final con moraleja. Vamos, no es Dostoievski; sólo es una telenovela. Lo que me sigo preguntando es si Gilligan jamás escuchó aquello de que si aparece un revólver en tu relato, no necesariamente debe ser disparado. Quizá si Gilligan hubiese aplicado este precepto --que no siempre es necesario detonar el revólver para resolver una historia donde abundan los revólveres--, habríamos tenido una serie de otro nivel. Pero Gilligan opta no por la insinuación, sino por lo obvio: sembrar y detonar (metafóricamente) todos y cada uno de sus revólveres. En Breaking Bad estos pivotes terminan, sin variedad, decantándose por lo ya esperado, jamás por la vuelta de tuerca imprevista ni por la sorpresa.

La estructura se repite al carbón en cada temporada de Breaking Bad hasta volverse parodia de sí misma: 1) Walter y Jesse sacan un lote de metanfetamina; 2) encuentran un proveedor que la distribuya; 3) se meten en problemas con el nuevo distribuidor y se quedan sin gran parte del dinero que habían amasado, con intervalos de Jesse recayendo en su adicción, y librados de la muerte por su invaluable habilidad para cocinar una metanfetamina azul de la más alta calidad –aunque ridículamente Walter White sea el primer chef de la historia que jamás ha probado su propia comida para comprobar su sabor--; 4) deben eliminar a dicho proveedor, llámese Tuco Salamanca, Gustavo Fring, Lydia Rodarte-Quayle o una pandilla de neo-nazis de Nuevo México (¿?), para poder avanzar al siguiente escaño.

Así, una vez tras otra, hasta el aburrimiento. Una trama tan naíf y transparente en la que el sanguinario cártel de los Zetas es el menor de los males para el profesor de química Walter White, y éstos son despachados en una sola temporada.

A mi parecer –y sé que a nadie más le importa--, el mayor error de Gilligan fue apostar por esta renovación de rivales al estilo de la estructura de un videojuego convencional cuando la serie se había consolidado y no mantener en los planes a Gus Fring, por ejemplo, el único contendiente a la altura de Heisenberg --alter ego de Walter White-- en todos los sentidos; darle más juego como, digamos, el complejo personaje de la serie Dexter del Trinity Killer –un asesino en serie interpretado por un John Lithgow que haría cagarse a Walter White en los pantalones si hubiera hecho con su familia lo mismo que con la familia de Dexter--. De nuevo, estaríamos hablando, entonces sí, de una serie histórica y no nada más de una serie de moda.