: contra la reforma energética





En los días previos a la reciente promulgación de la reforma energética que modificó los artículos 25, 27 y 28 y añadió 21 transitorios –que más que transitorios serán permanentes–, intelectuales, académicos y comunicadores orgánicos al partido en el gobierno, intentaron imponer hasta el cansancio las supuestas bondades para nuestro país de lo que, fuera de eufemismos, significará la luz verde para privatización de la explotación de hidrocarburos.

Exactamente como ocurrió durante el sexenio privatizador de Salinas de Gortari, con las nefastas consecuencias que ya todos conocemos y padecemos al momento de pagar las tarifas más abusivas de telefonía y algunas de las tasas de interés bancarias más altas del mundo.

Los defensores de la reforma energética han citado ejemplos a seguir de países como Noruega en lo tocante a la explotación de sus hidocarburos. Sin embargo, aunque nos encante ejemplificar por contraste con otras naciones –sobre todo las escandinavas–, estos promotores de la reforma de Peña Nieto omiten algo bastante obvio: México no es Noruega. Ni Brasil. Ni China. Noruega, a diferencia de México, por ejemplo, no tuvo que defender nunca su petróleo del interés de otras naciones; ni siquiera de Suecia, de quien se independizó. Para algunos puede sonar anticuado y nacionalista (jamás he sido partidario de sacralizar un pasado institucionalizado), pero es innegable que el pasado de nuestro país, a diferencia del de otras naciones, ha otorgado un profundo peso histórico e ideológico a la defensa del petróleo. El contexto, por lo tanto, no puede ser sino muy distinto al de otras realidades; y muy difícil también de soslayar al momento de traer el tema al presente.

El asunto del petróleo no es un asunto de patriotas contra traidores vendepatrias. Es un asunto de los intereses voraces del gran capital internacional contra los intereses de los más desprotegidos: los ciudadanos y trabajadores.

Ante el debilitamiento que vivió el régimen autoritario del PRI a raíz del 68 mexicano y la posterior guerra sucia durante los años setenta, el entonces presidente López Portillo realizó un intento desesperado por salvar lo que Vargas Llosa llamó la “dictadura perfecta”. Lo hizo petrolizando la economía. Administrar la abundancia sin propiciar la democracia que el país exigía. Financiar y garantizar la permanencia del régimen. A una generación entera de mexicanos nacidos en esa década se nos obligó a memorizar en las escuelas públicas, y de manera acrítica, la salmodia oficialista del PRI de que el territorio nacional tenía la forma de un “cuerno de la abundancia”. Una propaganda retórica no muy distinta a la que emplea Peña Nieto en los medios de comunicación hoy en día en lo tocante al tema del petróleo y la riqueza y los beneficios que supuestamente obtendremos de su liberalización.

Aquella abundancia mitificada daba abasto incluso para sostener las grandes fortunas que se amasaron en torno a la corrupción de la paraestatal encargada del petróleo. (Una corrupción que la reforma energética de Peña Nieto, no obstante, no toca porque a toda la clase política así le conviene.) Sin embargo, aquel espejismo del cuerno de la abundancia nos duraría muy poco: ya para el sexenio de Miguel de la Madrid en los años ochenta el país estaba ahogado en deuda.

A decir de Lorenzo Meyer, la orden fue “ordeñar a Pemex y después vemos qué sucede”. El abuso de los recursos obtenidos del petróleo para paliar la eterna deficiencia de nuestro sistema fiscal y la caída de los precios internacionales, tuvieron como resultado las sucesivas crisis económicas en las que mi generación debió crecer todavía hasta el sexenio de Zedillo y la actual reinstauración con Peña Nieto en que la economía no ha logrado repuntar más allá de un mediocre 1.3% del PIB.

Cuando Carlos Salinas de Gortari firmó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) que entró en vigor en 1994, lo único que salvó al petróleo mexicano de ser liberalizado fue la llamada “cláusula de exclusividad” con la que el Estado conservó como desde la época de Lázaro Cárdenas el monopolio de la explotación petrolera. Sin embargo, siguiendo la misma tendencia de aplicar políticas neoliberales que Salinas de Gortari no logró concretar del todo en su sexenio –Telmex para Carlos Slim, Banamex para su primo Alfredo Harp Helú, etcétera–, ahora su protegido Peña Nieto ha conseguido lo inaudito por medio del séptimo de los 21 artículos transitorios de la reforma energética: eliminar dicha cláusula de exclusividad.

Es decir, el tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá está desde el pasado día 20 de diciembre por encima de la propia Constitución. Así, a decir de los expertos, el Estado mexicano se queda gracias a esta reforma sin herramientas para intervenir o expropiar; aun en caso de que en el futuro ocurra un desabasto de gas, gasolina o energía eléctrica de parte de las empresas privadas. Los conflictos por contratos o licencias, por tanto, deberán dirimirse en las instancias internacionales; el Estado mexicano ya no podrá detenerlas ni sancionarlas, aun y cuando las empresas extrajeras que tengan licencias para explotar los hidrocarburos incurran en abusos. Ocurrió hace tiempo en Nicaragua, para no ir más lejos. La entonces dominante española Repsol retó, presionó y finalmente obligó al gobierno a encarecer los precios del gas.

Por si fuera poco, esta reforma –junto al resto de las promovidas por Peña Nieto, como la reforma política destinada a perpetuar la hegemonía del PRI— viene a reforzar la figura del viejo régimen presidencialista de partido de Estado, en el que el Ejecutivo concentraba todo el poder y bajo el cual los otros dos poderes estaban subordinados. Para muestra estos ejemplos:

El artículo 93 de la Constitución permitía antes de la reforma energética que el Congreso conformara comisiones de investigación para los organismos descentralizados. Como Pemex deja de ser una paraestatal y se vuelve una empresa pública, los mecanismos de vigilancia del Poder Legislativo quedan anulados; ni siquiera podrán llamar a comparecer a su director. Además, los comisionados de la nueva Comisión Nacional de Hidrocarburos serán impuestos directamente por el Ejecutivo. Asimismo, el dinero del nuevo Fondo Mexicano del Petróleo será controlado por el Banco de México, y no podrá ser transparentado a la ciudadanía gracias al secreto bancario bajo el que opera.

Privatizar no es sinónimo de “desarrollo” ni de “progreso”, como nos ha querido hacer creer la insistente campaña mediática de Peña Nieto y sus opinólogos orgánicos. Privatizar tampoco es sinónimo de erradicar la corrupción (casi siempre, de hecho, es lo contrario). Y lo más importante: privatizar no es sinónimo de democratizar un país. El liberalismo no entraña democracia. Puede esconder, incluso, el refuerzo de la permanencia de un régimen o un partido autoritario en el poder. El caso de China es paradigmático en ese sentido, y parece que hacia allá nos quisiera dirigir el PRI de Beltrones y Peña Nieto. Por supuesto que a las grandes empresas que invierten en otros países lo que menos les importa es si el Estado está controlado por un único partido o si su gobierno es o no democrático.

Ni siquiera hay que ir tan lejos en el tiempo o en los casos internacionales para proyectar qué ocurrirá en México con la entrada de empresas petroleras extranjeras. El modo tan poco escrupuloso de operar de las mineras canadienses en territorio nacional es un ejemplo clarísimo y desalentador. Éstas no aplican ni por asomo los mismos parámetros éticos ni legales ni de pagos de impuestos al gobierno mexicano a los que sí las obliga el gobierno canadiense. Brillan, al contrario, por los abusos a sus trabajadores, que en más de la mitad ni siquiera están inscritos al IMSS; por el saqueo descarado de los recursos naturales locales, pues poseen concesiones equivalentes a la mitad del territorio del país; por los daños irreparables al medio ambiente y a la salud de los pobladores en donde se asientan; por los conflictos sociales que desatan, los desplazamientos de pueblos, principalmente indígenas. Basta leer el último estudio de la Comisión para el Diálogo con los Pueblos Indígenas de México (CDPIM) sobre las condiciones en que maniobran las mineras extranjeras en territorio nacional para darse una clara y realista idea de lo que llegará a ser un posible escenario con las petroleras foráneas en nuestro país.

Justo a eso, y no a otra cosa, se refieren los que dicen que la reforma energética de Peña Nieto le quitará soberanía a nuestro país. No es mera retórica nacionalista ni anticuada, como critican algunos. Es un hecho a punto de ser consumado en los próximos años si desde la sociedad no nos organizamos para ponerles un alto a los corruptos partidos políticos firmantes del Pacto por México que jamás nos han escuchado y que mantienen secuestrado al país.


*Texto tomado de mi columna Metales Pesados en la revista Emeequis.