: el día que no le di
la mano a zabludovsky
Jacobo Zabludovsky, Buenos Aires, 2014.
1
El sábado 24 de mayo, en la ciudad de Buenos Aires, la
Asociación Gardeliana Argentina le otorgó la “orden del porteño” al periodista
Jacobo Zabludovsky. El evento (que además sirvió como excusa para celebrar su
cumpleaños) tuvo lugar en la Embajada de México.
Sinceramente, no sé qué reconocimientos pueden otorgársele a
una figura tan turbia como la que representa Jacobo Zabludovsky para varias
generaciones de mexicanos más allá de su “aportación al mundo del tango”.
Para mi generación, Zabludosky no es más que la imagen viva del
periodismo puesto al servicio del poder. Una forma de ejercer el periodismo que,
por desgracia, en nuestro país ha creado escuela: Televisa y el PRI requirieron
de más de un sustituto a la altura de los servicios que durante muchos años les
brindó fielmente Zabludovsky. Para toda una generación de mexicanos, Jacobo
Zabludovsky es el caso por antonomasia del servilismo oprobioso y con línea
directa del régimen autoritario del PRI que se perpetuó durante décadas. De
oficialismo. De censura. De mentiras.
Pero la cosa va más allá. Jacobo Zabludosky figuraba
inconcebiblemente hasta hace unos días en la lista de candidatos al premio
Príncipe de Asturias. La mera consideración de esa candidatura resultaba
ofensiva para muchos mexicanos. Por suerte, fue Quino, el caricaturista
argentino y creador de Mafalda, quien mereció el reconocimiento. Tal parece que los jurados del Premio Asturias
nunca escucharon la canción de Molotov dedicada a Jacobo Zabludosky: “Que no te
haga bobo Jacobo”.
En determinado momento de la celebración de la “orden
porteña” en Buenos Aires, cuando Zabludosky se levantó de su mesa para saludar
a los mexicanos que por casualidad estábamos por ahí, se me acercó. “¿Qué se
siente haber escrito una novela tan fuerte a sus pocos años?”, creo que dijo y
estiró la mano para saludarme. No la acepté. Lívido y con los ojos claros, me
miró sorprendido. “¿Qué se siente haber ayudado a joder a México durante tantos
años?”, respondí.
2
¿Qué es la literatura latinoamericana? ¿Es pertinente hablar
de un concepto semejante a estas alturas en un mundo globalizado? Son las
preguntas que han rondado en las varias mesas de discusión en que participé en
estas semanas en Argentina. Pero creo que hoy, al fin, sé un poco mejor lo que
es eso. O quizá no.
El Festival Azabache en Mar del Plata me dio la primera idea:
en una mesa amontonada y medio caótica de ocho ponentes, alguien nos preguntó
en qué consistía la fuerza de las nuevas editoriales independientes
latinoamericanas; a lo que casi en unísono respondimos varios: “En esto, en que
somos un montón”.
Otra idea, mucho más lúcida y articulada, me la dio esa misma
noche la lectura que hizo el escritor chileno Pedro Lemebel:
“Podría escribir clarito, podría escribir sin tantos recovecos, sin tanto
remolino inútil. Podría escribir casi telegráfico para la globa y para la
homologación simétrica de las lenguas arrodilladas al inglés. Nunca escribiré
en inglés, con suerte digo go home. Podría escribir novelas y novelones de
historias precisas de silencios simbólicos. Podría escribir en el silencio del
tao con esa fastuosidad de la letra precisa y guardarme los adjetivos bajo la
lengua proscrita. Podría escribir sin lengua, como un conductor de CNN, sin acento
y sin sal. Pero tengo la lengua salada y las vocales me cantan en vez de
educar.”
Podríamos escribir así los autores y las autoras de los
países de América Latina. Pero no lo hacemos. Elegimos lo opuesto. Porque tenemos
la lengua salada.
Sólo hasta que conocí en Buenos Aires al escritor argentino Edgardo
Cozarinsky, la idea de montón en la mesa de Mar del Plata me quedó claramente
ejemplificada en un episodio ocurrido hace unas décadas. En su libro El pase del testigo, Cozarinsky da la
que para mí es la definición más óptima del concepto vago de la literatura
latinoamericana. Pero de otro modo. Cozarinsky cuenta los últimos días del
escritor cubano Severo Sarduy. Sarduy, en los años sesenta, se convirtió en una
suerte de diversión para los intelectuales y aristócratas franceses –entre ellos
Roland Barthes, Jacques Lacan y la pareja del cubano, François Wahl, que
pretendió “alfabetizarlo para no ser más que la mulata que se acostaba con él”--,
incapaces todos ellos de ver en él a un igual, a un escritor, sino a un
fenómeno exótico llegado de un país pobre. En sus últimos días, enfermo de
sida, Sarduy fue dejado en la calle por sus amantes y amigos de la aristocracia
francesa que a él le gustaba tanto frecuentar. Fueron únicamente sus colegas
latinoamericanos –también en la pobreza, sin ninguna clase de seguridad social
y viviendo al día en la capital de Francia— quienes lo socorrieron y estuvieron
al pie del cañón el día de su entierro.
¿Qué es la literatura latinoamericana, entonces? Es eso. La
fuerza del montón, de los colegas, los amigos y las amigas que no fallan en el
momento que hace falta. Este viaje a Argentina me lo ha dejado más claro.