: genealogía 
de la soberbia intelectual





Paz y Salinas, amigos mafiosos.



1981. Morelia, Michoacán. El entonces gobernador Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano le retiró el patrocinio público al II Festival Internacional de Poesía de Morelia, organizado por el escritor Homero Aridjis. En dicho encuentro, Octavio Paz sería el anfitrión y, por supuesto, el protagonista. Un evento para que Paz se luciera. Quizá por ello, en su fuero interno, Paz jamás le perdonara a Cárdenas el retiro de su apoyo. Más tarde, lo sabemos, Paz le cobraría la deuda con intereses.

1984. Un grupo de ultraizquierda quemó una efigie de Octavio Paz frente a la embajada de los Estados Unidos en México en protesta por un discurso del poeta contra el gobierno sandinista en Nicaragua. A decir de Enrique Serna, si “Paz exigía democracia a los gobiernos revolucionarios de América Latina, con más razón debió haber denunciado los atropellos contra el sufragio efectivo y la equidad electoral en su propio país [durante los comicios presidenciales de 1988]. ¿O sólo era demócrata cuando estaban de por medio las libertades civiles en Cuba y Nicaragua?”

1988. Octavio Paz ofreció su apoyo incondicional a uno de sus alumnos más destacados en la Universidad de Harvard: Carlos Salinas de Gortari. En palabras de Enrique Krauze, “Paz consideraba que el cardenismo representaba una vuelta al pasado y que esa vuelta no sólo detendría el desarrollo económico sino incluso el avance democrático”. Así que Paz avaló el histórico fraude electoral en las elecciones presidenciales de ese año a favor de su ex alumno Carlos Salinas y, de paso, vengó la afrenta contra el ex gobernador de Morelia que canceló su festival de poesía: Cuauhtémoc Cárdenas. Poco después, el monopolio televisivo de Televisa invisibilizó los mítines de Cárdenas y emprendió una campaña para enlodar la figura de su padre a nivel de chisme al hablar sobre sus hijos naturales y eliminando todos los capítulos donde el ex presidente Lázaro Cárdenas aparecía en la telenovela histórica Senda de gloria. Irónicamente, el mismo PRI que pretendió sepultarlo, en recientes fechas rescató su imagen para enarbolarla como efigie de su Reforma Energética neoliberal.

1990. Paz “estaba más interesado en demostrar que él había tenido la razón al combatir los regímenes totalitarios del socialismo real, que en pelear por la apertura política en México”, escribe Enrique Serna. En el encuentro La experiencia de la libertad, organizado por la revista Vuelta y transmitido por Televisa en 1990, al que asistieron intelectuales destacados de todo el mundo, Mario Vargas Llosa “se salió del guión y, en vez de limitarse a condenar las difuntas dictaduras burocráticas europeas” como el resto de los invitados, tachó de dictadura perfecta al sistema político mexicano. Octavio Paz lo regañó en público y en cadena nacional: refutó la declaración del escritor peruano halagando los grandes logros del régimen autoritario del PRI y de su “flexibilidad ideológica”. De los contraargumentos de Paz pocos se acuerdan. Pero la lapidaria frase de Vargas Llosa contra la dictablanda del PRI, en cambio, se quedó para siempre.

1990. La Fundación Cultural Televisa montó una exposición de arte basada en los ensayos de Octavio Paz de su libro Los privilegios de la vista. El entonces presidente Salinas de Gortari pronunció el discurso inaugural. El suplemento Sábado del extinto diario unomásuno, publicaría textos sobre la exposición escritos por autores escogidos por el propio Paz. Pero con una condición impuesta por el poeta: que en la portada apareciera una foto suya al lado del presidente Salinas. Huberto Batis, director del suplemento, se negó. Hubo un altercado telefónico entre ambos. Ya por entonces había salido a la luz el escándalo del multimillonario enriquecimiento ilícito del “hermano incómodo” Raúl Salinas. Una llamada de Paz al director del periódico Luis Gutiérrez bastó para satisfacer su capricho. Deseo cumplido. Salinas de Gortari y Octavio Paz aparecieron muy sonrientes en aquella portada.

1992. En el último tercio de su vida, Octavio Paz tenía tanto poder que podía quitar y poner funcionarios públicos a su antojo. Víctor Flores Olea, por ejemplo, perdió la dirección de Conaculta por atreverse a confrontarlo.





El anterior es un resumen cronológico de la aparición de Octavio Paz en el capítulo “Privilegios de casta” del más reciente ensayo de Enrique Serna, Genealogía de la soberbia intelectual (Taurus, 2013).

Desde sus inicios, buena parte la obra de Enrique Serna (Ciudad de México, 1959), se ha preocupado por indagar y reflexionar sobre los resquicios del poder. Y más aún, en ahondar en las relaciones de los intelectuales con el poder. En su ambicioso nuevo libro, Serna va más allá: se propone rastrear y emprender una crítica del origen de los privilegios de la élite conformada por los sabios y los poetas a través de varias épocas y culturas, así como su menosprecio de la sabiduría y la inteligencia plebeya o popular. Serna abarca un espectro que va desde que Horacio declarara su odio por el vulgo profano, pasando por la Colonia, cuando la corona española clausuró el colegio de Tlatelolco al darse cuenta de que los indios de familias nobles rivalizaban en inteligencia y en habilidades para aprender griego, latín y teología con los clérigos españoles; hasta la era posrevolucionaria cuando los escritores José Rubén Romero, Mauricio Magdaleno, Renato Leduc y otros, denunciaron al grupo de los Contemporáneos ante el Comité de Salud Pública de la Cámara de Diputados “por su jotería”; para terminar en años más recientes, los años de la hegemonía de Carlos Fuentes y Octavio Paz en la república mexicana de las letras. Y es que, como dice Serna, la aristocracia del espíritu siempre ha estado vinculada a la nobleza de sangre.

Cuenta Enrique Serna que en la España de la época de los Austria existía una división entre dos tipos esenciales de escritores. Los arbitristas, que anhelaban tener influencia política directa en el Imperio; y los otros, los escritores de novelas picarescas, que se declaraban apolíticos. Sin embargo, de muy pocos o ninguno de aquellos arbitristas nos queda testimonio para el gran público lector. No así de los segundos, que entregaron muchas de las más agudas sátiras políticas de su época, como el Lazarillo de Tormes.

A partir del fraude electoral tras la “caída del sistema” que llevó a la presidencia a Carlos Salinas de Gortari, en México el sistema clientelar del PRI se extendió al mundillo intelectual. La carrera por ser escritor arbitrista o intelectual orgánico, se volvió más descarnada que nunca. “Uno de los efectos más nocivos de nuestro mecenazgo despótico –dice Serna— es la inhibición de la crítica. Los jóvenes reseñistas temen con razón que si atacan a un escritor poderoso [así sea en Facebook o en Twitter, como ha sucedido con algunas de nuestras vacas sagradas], perderán más adelante la oportunidad de entrar en el Sistema Nacional de Creadores de Arte”.

A decir de Serna en Genealogía de la soberbia intelectual, si la “sutil y astuta manera de exhibir las fisuras entre el poder y la sociedad [como la llevada a cabo por los autores de novelas picarescas] cayera en desuso, no sólo la literatura quedaría mutilada: también la opinión pública, porque los reportajes y los estudios académicos configuran el espíritu de una época, pero la novela reconstruye la experiencia humana que da relieve y sentido a ese paisaje de fondo”.

El demoledor capítulo del libro de Serna sobre los privilegios de casta de los intelectuales mexicanos concluye que, “cuando la intelectualidad burocratizada encubre a un Estado delincuencial, como en México (…), la élite mimada que disfruta privilegios inmerecidos pierde su bien más valioso: la credibilidad. Una vez roto ese canal de comunicación, la desconfianza impide cualquier intento de restablecer el diálogo con el público traicionado.”



*Texto tomado de mi columna Metales Pesados en la revista Emeequis.