Carta abierta a las familias de Ayotzinapa
1. He
visto a las madres de los desaparecidos. Son mujeres a las que les arrancaron el
alma, pero que con su rabia digna hicieron despertar el alma de todo un pueblo.
He visto a las madres de los desaparecidos. Me han
compartido la mesa y la palabra durante los tres últimos años. Me han
compartido también, en las noches frías de dormir en el suelo y en los días de
sol inclemente, un dolor tan profundo que al intentar sobrellevarlo con ellas
mi corazón también se quebró. Dijeron: Ven, compañero, vamos a hablar. Y al
verme reflejado en sus ojos ya nada en mí volvió a ser el mismo. Qué valiente
debe ser el corazón de las madres de los desaparecidos para soportar ese dolor
y convertirlo en una rabia digna, era lo que pensaba. Y nos abrazamos para apaciguar
el llanto.
He visto a las madres de los desaparecidos. Nadie les dio a
elegir la vida de incertidumbre que llevan hoy. Tienen un corazón que no conoce
la resignación. Las madres de los desaparecidos sueñan por las noches con sus
hijos y de día creen escuchar sus voces.
De Bertha aprendí la dignidad rebelde y el coraje
insobornable. De Cristi, cuya voz es una mucho más amorosa, el náhuatl, aprendí
el justo valor de las palabras. De Hilda L. aprendí la serenidad, la templanza
y la valentía de buscar la verdad aun a riesgo de la propia vida. De Hilda H.,
que las palabras cariñosas y amables, caben y son necesarias en la lucha. De
Martina, Anayeli y las niñas, que no hay lucha sin alegría. Por nuestros
cumpleaños juntos. De Blanca y Carmelita agradezco que fueran las primeras en
confiar en mí, prestarme sus palabras como los objetos delicados y valiosos que
son. Aprendí de su toma de consciencia ante la tormenta. De la joven Librada el valor de su pueblo ñuu savi.
De Mary Chuy, el tesón sin pretextos aun en la peor de las enfermedades. De
Roma, Blanca y las niñas, que nuestras familias electivas se forman a veces en
el camino más duro y sinuoso, pero que son ésas las más duraderas. De Mayra y
su familia, el coraje de las guerreras, la amistad y los partidos de basquetbol.
De María Elena y de Angélica la dignidad de decir no y el valor decoroso de resguardar
la historia de sus hijos. De Metodia, Nico, Joaquina y Macedonia, la
resistencia y la compañía en la escuela y en las brigadas. De Mary agradezco
ayudarme desmentir la farsa histórica del Estado y a Isabel por la ecuanimidad
ante la guerra sucia del poder. De Minerva por el camino que debimos hacer a pie
hasta Omeapa. De Lucy, permitirme acompañarla en la primera protesta en Oaxaca
con su familia. De Oliveria la entereza y la no resignación ante el dolor de
perder no uno, sino dos hijos. De mi amiga Janet, esa tarde en la normal en que
encontramos el último recuerdo de su hermano. A Concepción, por hacerme ver a
través de su hijo que el hip-hop y la alegría es parte de las resistencias. De
Delfi, Agus e Isa porque la familia se extienden donde menos lo sospechamos. De
Érica, Allison y Angelito, el ejemplo de guerreras no tiene que ver con la edad
ni con el género, y las tres piñatas juntos.
El día que murió mi madre, las madres de los desaparecidos compartieron
mi dolor porque, de alguna forma, después de mucho buscar con ellas a sus
hijos, se había vuelto un mismo dolor. Nunca como antes, su dolor fue el mío. Dijeron:
No estás solo, estamos contigo.
2. Conozco a los padres de los desaparecidos. Son hombres de
la tierra que, sin embargo, debieron dejar morir su tierra para salir a buscar
a sus hijos en lugares lejanos y desconocidos. Cruzaron continentes. Dijeron: Ven,
compañero, vamos a buscar. Y caminamos durante días por la montaña y entre
basurales. Y ya nada en mí volvió a ser igual. Lo que desenterraron las manos
de los padres de los desaparecidos no fueron a sus hijos ni sus restos, sino
los restos de los hijos de otros padres y, con ellos, el horror que yacía en la
tierra de todo un pueblo.
Gracias, tío Mario, el Ejército rompió sus huesos pero jamás
su espíritu. Emiliano, mi amigo en esos largos días en la normal. Epifanio,
siempre plantado como un roble. Pancho, el viaje planeado a Omeapa. Melitón y
Felipe, siempre al frente. Estanislao y Lencho por los días de lucha en Oaxaca.
Damián, gracias por las palabras ñuu savi. Maximino, el padre ingobernable de
mi generación. Celso y Celso, por los primeros días de labor compartida en la
cocina del campamento y por ese corazón que volvió a nacer. Margarito, con la
sonrisa permanente, por enseñarme que, como David, una honda de pastor puede retar
a un ejército. Bernabé, por abrirme las puertas de su casa. Tío Bernardo, desde
el día en que encontramos la playera que llevaba su hijo la noche en que
desapareció y me ofreció su casa, se ha vuelto otro padre, el Papá Venado.
Ésta es una carta para quienes se volvieron mi segunda
familia durante los últimos tres años. Ésta es una carta abierta para el País
de los Desaparecidos. Un país con una gran reserva moral que, con las familias
de los desaparecidos, se levantará y gritará ya basta.