La escritura de la violencia en los cuerpos de Ayotzinapa



Es el 11 de febrero de 2015. Faltan diez minutos para que sean las seis de la tarde. Oliveria Parral, de familia campesina, es una de las madres de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa. Estamos sentados en dos butacas extraídas de un salón de clases y colocadas en torno a la cancha techada de basquetbol de la Normal Rural de Ayotzinapa. El ruido de los estudiantes sobrevivientes que habitan en los dormitorios del internado conocidos como las cavernas se extiende detrás de nosotros. Ese mismo día, como casi a diario desde los sucesos de Iguala, hemos vuelto de una actividad en protesta para obtener justicia por los 43 compañeros desaparecidos y los caídos. Al descender de los autobuses, los ríos de estudiantes forman filas para ocupar las regaderas de esa sección de la escuela. Los ánimos son lúgubres. El ruido del ir y venir se confunde con el de las aves que habitan en los árboles circundantes y que revolotean antes de esconderse en las copas. Contrario a su habitual espíritu animado, en Ayotzinapa hace semanas que no se escucha música. La escuela ha quedado en silencio. Se respira, en cambio, una tensión electrificada y silenciosa difícil de describir y que marcaría no sólo el espíritu y los cuerpos de las familias de las víctimas, sino de todos y todas quienes pasamos esa trágica temporada en la normal.
Oliveria Parral es muy renuente a conceder entrevistas. El dolor que cargan las madres de los desaparecidos de Ayotzinapa cobra en ella un doble peso: el Estado mexicano desapareció a sus dos hijos varones.
Si, como sabemos, la desaparición forzada es un instrumento característico de los regímenes dictatoriales cuyas heridas no terminan nunca de cicatrizar, Oliveria es, entre todas las madres de los desaparecidos de Ayotzinapa, la única que ha sido infligida con una doble herida.
Más como un escucha y un compañero que como un periodista de los que ella rehúye, esa tarde Oliveria decide hablar conmigo. Me llama. Acomodamos la sillas detrás de la cocina improvisada al aire libre donde comemos todos los días y me da permiso de hacer algo que le prohíbe a la gente al hablar de sus dos hijos desaparecidos: prender la grabadora.

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El rostro de Oliveria se ensombrece mientras habla de sus hijos Jorge Luis y Doriam González Parral. Es delgada y de facciones consumidas por una tristeza indecible. Los ojos se le cristalizan cada vez que le pregunto por Doriam, el más pequeño de sus hijos, de dieciocho años recién cumplidos. Ella acepta que, como cientos de hijos de campesinos pobres en Guerrero, Ayotzinapa fue su única opción para aspirar a un nivel de vida mejor.
Oliveria cuenta que a Doriam le comenzaron a llamar el Kínder debido a su pequeño tamaño. Su mirada se pierde en el horizonte, se le escapa una sonrisa que de inmediato se sofoca como si recibiera un golpe doloroso en un sitio muy íntimo y sensible. En casa, en Xalpatláhuac, Guerrero, a Doriam su hermano Jorge Luis, desaparecido con él, lo llamaba Andy. Doriam es el más pequeño y frágil de los 43 normalistas desaparecidos.
“Regrésate al kínder”, le decían a Doriam los alumnos de recién ingreso. Me lo cuenta su compañero encargado de Módulos de Producción, Willy. Y se lo decían entre bromas mientras chaponaban las tierras de cultivo de la normal. Poco a poco, el resto fue refiriéndose a Doriam como el compa Kínder o sólo el Kínder. Doriam es uno de los normalistas más queridos por su carisma.
A pesar de su complexión frágil y su escasa altura, Doriam destacó por su temple en la llamada semana de inducción para ganarse un lugar en la matrícula de Ayotzinapa, famosa entre la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México (FECSM) por el rigor físico de sus pruebas y la cantidad de jóvenes que suelen renunciar al no soportar el sacrificio. Su mejor amigo, Almolonga, sobreviviente de la noche de Iguala, así lo recuerda. Doriam, el más frágil de su generación, no sólo atravesó con éxito la semana de pruebas físicas de inducción, sino que ingresó al grupo A bilingüe por su desempeño destacado en el examen.
“Si usted sabe de los chamacos, si alguien sabe, que digan…”, me dice Oliveria entre lágrimas. “Qué hicieron con ellos, si los vendieron… Bueno, como quiera se va a saber, se va a saber con quién tiene trato el gobierno.”


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Vivimos en un contexto de guerra. Las nuevas formas que han adquirido las guerras del capitalismo en nuestros países no suelen ser ya las de antaño: con altos niveles de formalidad, en las que dos o más Estados-nación se confrontaban y existía un cierto marco de instrumentos de Derecho Internacional para protección de las víctimas. Esta nueva retórica global toma distintos nombres y pretextos. Pero su objetivo real suelen ser el despojo y el enriquecimiento. En el caso de México ha sido importada en forma de guerra contra el narcotráfico. Una guerra informal en la que no hay metas ni cronología definidas. En la que no hay victorias ni derrotas. No hay tampoco un horizonte donde se vislumbre un final desde hace diez años; sino que ese horizonte que no llega es en realidad el anhelo estratégico de convertir esta guerra en una forma de vida para el país.
Dentro de esa informalidad y ambigüedad es justificable por el poder hacer uso ya no sólo de las fuerzas armadas formales que no están adiestradas para funciones policiales; sino que, además, echan mano de fuerzas armadas para-estatales en una perfecta y oportuna simbiosis. La noche del 26 de septiembre de 2014 en Iguala es un ejemplo emblemático de ello. Bajo esta ambigua informalidad de abierto combate a un grupo tan amplio, mutable y abstracto como el crimen organizado es muy sencillo que el Estado extienda sin discriminación el combate contra las diferentes resistencias de los pueblos por territorio o a las distintas luchas sociales. En este caso, la normal de Ayotzinapa, un bastión de la lucha en el estado de Guerrero, históricamente incómodo para el poder. Otro objetivo de estas guerras, en el fondo, suele ser también la contra-insurgencia.
El lenguaje del poder no sirve para enunciar. El lenguaje del poder sirve para ocultar. Para mentir. Esta retórica global de las guerras del capitalismo incluye un paquete de palabras y conceptos que ya de antemano contempla minimizar y no responsabilizarse de las bajas de civiles por asesinatos, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales: los llaman daños colaterales.
Sin embargo, más allá de esa colateralidad de las víctimas, dentro de este nuevo escenario y las nuevas estrategias de esta guerra, esos cuerpos vulnerables, esos cuerpos no-violentos como los de los normalistas desaparecidos y asesinados, han cobrado centralidad. La violencia contra estos cuerpos --mujeres, menores de edad, ancianos, homosexuales, discapacitados, estudiantes-- se emplea como estrategia para advertir de la amenaza a la colectividad en su conjunto, para que recibamos un mensaje. Es lo que Rita Laura Segato refiere como la instauración de una “pedagogía de la crueldad”. Y aún más allá: estas nuevas estrategias han recrudecido los niveles de violencia empleados contra los cuerpos no-combatientes y han incrementado sus niveles de sadismo y de tortura. También el caso Iguala nos dio crueles muestras de ello.
Si antes el objetivo primordial de la dominación era la tierra como territorio a despojar, ahora la estrategia belicosa suele ser dirigida contra redes de individuos en un contexto global de biopolítica. Los cuerpos englobados en esas redes son el nuevo territorio, son el nuevo objetivo en disputa. No Ayotzinapa como institución, sino los cuerpos de los estudiantes en su conjunto. Los cuerpos no-violentos, antes considerados colaterales, son ya un objetivo en sí de estas nuevas guerras. Un territorio en disputa. Los cuerpos frágiles y de los no-combatientes se han convertido en el “bastidor en donde la estructura de la guerra se manifiesta” (Segato). Vivimos una guerra que traza su escritura en esos cuerpos. De otro modo no se explicarían los inhumanos niveles de violencia y de sadismo empleados en los distintos ataques contra los estudiantes de Ayotzinapa pero, sobre todo, no se explicarían esas primeras y imágenes del rostro desollado y sometido a tortura del normalista Julio César Mondragón que dieron la vuelta al mundo.
Y el cuerpo frágil de Doriam González Parral, el más pequeño y menos fuerte de los normalistas desaparecidos, sometido en la calle Juan N. Álvarez del centro de Iguala contra el piso antes de ser llevado con aproximadamente veinte o veinticinco compañeros en las cajas de las patrullas tipo pick-up municipales, es uno de los que quizá, junto a Mondragón, ejemplifica más claramente estos nuevos procedimientos de escritura de la violencia sobre los cuerpos no-violentos.


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La noche del 26 de septiembre en que los estudiantes de Ayotzinapa llegaron en dos autobuses a la ciudad de Iguala, Doriam viajaba en el autobús Estrella de Oro con número económico 1568 al lado de su hermano Jorge Luis y dos sus compañeros de Xalpatláhuac, todos desaparecidos: Jorge Aníbal Cruz y Marcial Pablo Baranda.
“Aquí estoy contigo, Andy”, le dijo Jorge Luis al pequeño Doriam. “Yo te cuido”.
Cuando llegó su turno de bajar en la terminal de autobuses de Iguala para tomar tres unidades más, Doriam, con una playera azul y la leyenda Kayser, se embozó el rostro igual que sus compañeros y se envalentonó tal como había hecho para sobrevivir a la dura semana de pruebas físicas. Pero alguien lo frenó:
“Tú no, Kínder. Es muy peligroso para ti. Espéranos en el camión.”
Era su amigo y paisano Güicho. No quería poner en riesgo al menor y más frágil de los normalistas.
Al volver al Estrella de Oro 1568 que se enfiló por la calle Juan N. Álvarez y fue interceptado por la policía, se tuvo noticia por última vez de la silueta pequeña y frágil del pequeño cuerpo de Doriam.
“Nada más vi una última vez a mis niños. Fue a inicios de septiembre del 2014”, me dice Oliveria. “Fueron a la casa porque les dieron permiso. Sus dos maletas y su ropita bien sucia. Bien cansados. Fue un viernes. El domingo luego salieron para acá. Y hasta la fecha no sé nada de ellos. Hubo una reunión aquí pero no pude venir por el dinero. Todo por el pinche dinero. No volví a verlos. Donde vivo no hay señal. Mi niño tiene un celular que agarra de repente señal. Era así como nos comunicábamos.”
“Doriam es muy limpio, ordenado. Era el que me ayudaba a hacer el aseo. Me da mucho coraje que el maldito gobierno va a decir que Doriam es un delincuente”, me dice Oliveria y rompe en llanto.
Hacemos una pausa. En la cancha, algunos de los normalistas sobrevivientes vuelven con sus toallas sobre los hombros y el cabello mojado. Nos saludan.
“No son delincuentes. Hágalo usted saber”, dice Oliveria. “No son ningunos delincuentes. Doriam es bien tímido, no salía ni a la calle. Es el más serio. Yo no sé por qué les pasó esto. Delincuente es el gobierno que les mandó a hacer esto a los niños. Fueron los policías. ¿Y a los policías quiénes los manda? El gobierno.”
“Yo no aguanto, dígame usted cómo estarán mis niños. Ya es mucho tiempo. Ya no soporto esto. Y son dos niños. Imagínese.”
La voz de Oliveria se rompe por el llanto. Apago la grabadora y le ofrezco un abrazo. La noche cae sobre la normal de Ayotzinapa. Y, presentimos, será una noche larga.


 Texto publicado en la revista de la Universidad Iberoamericana.
9 de septiembre de 2017
Ciudad de Oaxaca