Deus ex machina
Voluntad. Mi voluntad es acaso firme como la naturaleza de una peonza. Cada vez que he decidido darme a la tarea que signará mi vida, después de redimir altos planos de lo que será el futuro, ésta se ve transfigurada muy pronto en un caos enraizado en mis añejos temores, y concluye,
como la maquinaria más puntual del infierno,
por venirse a tierra, trastocada apenas por una ventisca; de que el derrumbe sea estruendoso, de que todo mundo se apiade de mi desdicha y mi imposibilidad, me sé encargar siempre. ¿Y es que jamás te cansarás de ser una víctima, de signar con el hierro de la culpa, de buscar heterónimos para tu cobardía, para tu maldita derrota?,
solías preguntarme,
sí, estoy cansado, pero no podría decirte en este momento exactamente de qué. Quizá de ti. Al final, ya lo ves, terminé por hartarme. Quizá de nada en particular. Cobardía. Cierto. No habría título mejor para mi epitafio, para mi vida entera. Eso y una milonga de Piazzolla. ¡Oremos por un Deus ex machina! Y heme aquí, Natalia: el perfecto arquitecto de la derrota, el pequeño fanfarrón ilustrado, hacedor y deshacedor de artificios de lo improbable, cortesía de los demonios intestinos a los que siempre les doy tiempo y sustancia de sobra para sus más retorcidas elucubraciones, yo que nunca he dejado de envidiar a muerte a esa clase de hombres y de mujeres que, de un día para otro, deciden cortar todo tipo de amarras, a la caza de sus sueños, de sus pasiones. Así eras tú. Me lo recuerda la sonrisa improbable de esta niña que viene a pedirme el diario para extirparle las caricaturas, me lo recuerda lo mismo tu fotografía en todos los diarios locales esta mañana, me lo recuerdan tus descarados veintitrés años, me lo recuerda la impersonalidad de ese altoparlante que anuncia la partida de mi autobús y la llegada vespertina de Claude Monet a comer cosas azules y eléctricas. Doy a buen seguro que, donde quiera que estés, continuarás siendo así, siendo esta niña, todas las niñas del mundo,
saliéndote con la tuya,
como siempre. Rabí Levinás, sí, Dios está en el rostro del prójimo. Todas las niñas del mundo. ¿Volveremos a encontrarnos? ¿O habré de contentarme con hilvanar con lápiz adhesivo y de aquí en delante los recortes de periódico que anunciarán el éxito de tu carrera, hacinarlos en un álbum y prenderles fuego? ¿Qué me espera al subir a este autobús? Para qué engañarme:
no me espera nada,
nadie. Sólo queda trasvasar el miedo en el receptáculo del odio. Comenzar a odiarte como el primer paso en una voluntaria mecánica del olvido que decidí inventarme hace un rato,
apenas hace un rato,
mientras atestaba la mochila, o al menos fingir que así lo hago para rebajar el dolor como quien se empecina en la sandez de mitigar los rescoldos de una hoguera con alcohol. (Decido hacerlo así para no morir este día, Natalia, para agonizar un día más en esperas de lo imposible). Comenzar a odiar mi ciudad que, infértil cual Moreschi y bella de pura necedad, me lo negó todo. Ahora estará lejos de mí también en distancia. Eso será lo más fácil. Comenzar a odiar a los compañeros de la revista... a Conejo, a Noel...; incluso a Borges, a Cortázar, a Schönberg y a Coltrane y todo aquello que despida hedores arraigados por mí en esta sucia tierra roja que replica como espejismo la imagen de un solo poeta al infinito. Volverlos un tanto fantasmas y molerlos a palos para que ni a ellos ni a mí nos rabie uno solo de esos golpes. ¡Ya está! Volverme un fantasma, yo también. Ojalá pudiera ser así de fácil otra vez... Pero no lo será nunca más. Me hiciste prometértelo mil veces. Mil veces. No mirar atrás. Aún conservo las favilas del tiempo desperdiciado detrás de las orejas. ¿Cómo convencerte que mi depresión es una enfermedad y no un mero pretexto para desentenderme de la mucha o poca cordura que arrastra este jodido mundo? De ti aprendí a ser fuerte. ¿Cómo agradecértelo? Tal vez la mejor manera de hacerlo sería guardando todos tu secretos,
callándome,
dejando enterrada nuestra historia como hasta hoy,
como una botella rota, inhumada en la playa,
como un sangrado de nariz que nos drena de todo a todo pero que nunca nos mata. Silente. En el último día del año. Quemar nuestras incertidumbres como quien quema las barcas en aras de salvar un puñado de esperanzas parapléjicas, trasnochadas. El último día del año y no me importa en absoluto porque lo mismo podría ser el Últimodíadelahistoriadelahumanidad y en nada cambiaría la sentencia. Mi primera opción, dominada no sé si por la ceguera o por esa arbitrariedad que la prisa termina por imponer,
creo recordar,
habría sido San Cristóbal; pero algo dentro de mí se obstinó en dejarme en claro que la naturaleza de esa persona que se tiene convenida como “yo” es incompatible a los horrores de la selva, a la fobia a la que me arrinconan los bichos; que más valdría Juárez o Tijuana, que lo mismo, en fin, daba Uzbekistán o Nepal. ¿Importa? Por supuesto que no. Es más, ¿para qué ir tan lejos cuando es el auténtico exilio tras lo que uno anda? Más valdría buscarlo en la Rue Mouffetard que recorre el niño cartier-bressoniano con sendas botellas de vino en cada brazo; en la escalera tumbada detrás de Gare Saint Lazare, desde donde un hombre inicia un vuelo improbable como un azor; buscarlo, en fin, en la bañera vacía, en la humedad del sótano, a la vuelta de la esquina, en la violencia de un trazo de Cy Twombly, en las agruras del primer esspresso de la mañana, en cualquier sitio dónde amarrarse las tripas para poder soterrar los nombres propios, exfoliarlos de todo recuerdo como quien arranca una esquirla alojada en la tráquea. Coraje. El don del olvido, ése tan envidiado por lo dioses. ¿Mañana en mi destierro pensarás en mí, querida Natalia? Mi autobús por partir. Cogido al aire en cavilaciones me lo ha hecho saber el padre de la niña de hace un rato,
esa misma cuya esencia he adulterado con tu nombre,
sólo para ahogar el tiempo. Después de todo me llevo un fragmento de ti. ¿Debería? No. Nada que me mate. ¡Salida a Monterrey!, se desgañita por vez última uno de los empleados de la línea de autobuses. Andén dieciséis. No me dice nada el número. Diez y seis. Un diez y un seis. Apenas unas horas por carretera. ¡Valiente huida la suya!, parecería querer decirme el chofer mientras triza mi boleto. Qué más da. No entiende que, entre otras cosas, huyo de ti, Natalia, que en este caso no hay distancia que valga. Repantigo en mi asiento y agradezco que apenas esté por amanecer: jamás he podido dormir en un autobús, uno de esos lugares donde abunda materia para alimentar la paranoia más incipiente. Puedo contar el total de pasajeros sin rebasar la media docena. Por supuesto nadie escoge el último día del año para huir; al contrario. La niña a la que le he colocado tu nombre pide permiso al padre y salta por encima de su asiento para llegar, no sin dificultades, a un lado mío. El autobús por fin arranca y ella, intrigada, me pregunta porqué estoy llorando. Cómo explicarle que no estoy llorando,
que solamente me vino a la memoria un párrafo de Kerouac, Ginsberg o Burroughs,
no sé,
un párrafo de Burroughs, Ginsberg o Kerouac hecho pasar mañosamente por anécdota en boca de Noel, quien alguna vez nos contó cómo “un amigo de un amigo de un amigo suyo”, un junkie consumado, en un arranque de desesperación por no haber conseguido aún su dosis de heroína diaria, tomó un frasco medio lleno de mayonesa, vertió agua del grifo en él, lo agitó y cargó la hipodérmica para luego arponearse con la mixtura lechosa. El hipotético amigo-del-amigo-del-amigo, claro, falleció al instante, con lo cual quedaba comprobado a todas luces que la nefaria mayonesa, sustancia que el tipo aquél se metía por primera vez, es, en definitiva, mucho más peligrosa que la noble heroína, que luego de tantos años, obviamente, jamás le había jugado tan mala pasada. No estoy llorando, D-a-v-i-d-k-a
(ése es su verdadero nombre;
me lo acaba de escribir con suma paciencia,
en el aire),
y termino por explicarle, a petición suya, quién era aquel tipo que aparece en los cortos que anteceden a la película en las diminutas pantallas colgadas del techo del autobús, ése muchacho famélico al que todos apodaban B-u-s-t-e-r por cortesía de H-o-u-d-i-n-i, y cómo fue que en cierta ocasión la fachada entera de una casa se le vino encima mientras su espigadísima figura pasaba de forma milagrosa a través de uno de los quicios de las ventanas. Tienes razón, replico las palabras de estupefacción de D-a-v-i-d-k-a, el pobre hombre pudo haber muerto, pero tuvo suerte: algunas personas tienen más suerte que otras; de eso se trata esta vida; ése es todo el secreto; centímetros más, centímetros menos... un paso delante, un paso atrás: todo depende en qué lugar te encuentres cuando la casa sea derribada por el huracán, porque la casa tarde o temprano, querida Davidka,
querida Natalia,
sin variaciones más allá de las que la perentoriedad del cinematógrafo puede conceder,
caerá. Apenas unas horas después me despido de Davidka, no sin antes plantarle un beso en la frente, como lo hacía contigo. Pongo en su mano la diminuta llave que lo abre todo,
la llave que lo cierra todo;
pongo en su mano la llave de mi viejo reloj de bolsillo que pensaba tirar a la inmovilidad sin tregua del desierto como quien pone todo su empeño y su fe en el más ridículo de los actos iniciáticos. Pongo en su mano la diminuta llave que nada abre, la llave que nada cierra. Su nombre. Pongo en su mano su nombre, y el tuyo. El reloj no volverá a andar. Como nunca volvió a andar el reloj de Balthazar en Alejandría. ¿Para qué ir tan lejos cuando es el auténtico exilio tras lo que uno anda? Más valdría deshacerse de todas las llaves de los relojes del mundo, obsequiarlas a personas que no veremos mas que una vez en la vida, asignarles a todas y todos ellos un nombre espurio y luego olvidarlos, siempre con la esperanza ciega apostada en que no será así, en que algún día,
en un reencuentro secreto,
grabado en la curiosa geometría del azar, las manecillas volverán a marcar su singladura. Beso a la niña y bajo del autobús aturdido, sin abrir los ojos, Natalia, aún con la esperanza cifrada en un Deus ex machina que venga a lavarme de pies a cabeza, dulce saumerio, que venga a restregarme las espaldas para librarme de toda culpa, de todo recuerdo. Oremos por un Deus ex machina y echémonos a dormir con la conciencia límpida como la de un recién nacido. Si todo fuera tan sencillo... Mi primer pisada sobre el suelo eleva el frío hasta la rótula, la reseca y desquebraja como un virus en expansión incubado en tierra muerta. El chofer abre de mala gana el maletero del vehículo y me barrunta cuando le digo que no, que todo lo que llevo por equipaje es lo que tengo conmigo, que he olvidado un millón de cosas, sí, pero que a donde voy no hace falta más. Oteo el panorama y no sé qué hacer. Hago tiempo como quien lo hace con una mano herida. Me apuesto al pie del letrero que anuncia San Tiburcio, donde la carretera se bifurca como en un parto. El camino estrecho que he de seguir deja descansar a sus fantasmas. El llanto me parte por la mitad.
(c) 2003 Tryno Maldonado
(Fragmento de la novela Diávolo)
Voluntad. Mi voluntad es acaso firme como la naturaleza de una peonza. Cada vez que he decidido darme a la tarea que signará mi vida, después de redimir altos planos de lo que será el futuro, ésta se ve transfigurada muy pronto en un caos enraizado en mis añejos temores, y concluye,
como la maquinaria más puntual del infierno,
por venirse a tierra, trastocada apenas por una ventisca; de que el derrumbe sea estruendoso, de que todo mundo se apiade de mi desdicha y mi imposibilidad, me sé encargar siempre. ¿Y es que jamás te cansarás de ser una víctima, de signar con el hierro de la culpa, de buscar heterónimos para tu cobardía, para tu maldita derrota?,
solías preguntarme,
sí, estoy cansado, pero no podría decirte en este momento exactamente de qué. Quizá de ti. Al final, ya lo ves, terminé por hartarme. Quizá de nada en particular. Cobardía. Cierto. No habría título mejor para mi epitafio, para mi vida entera. Eso y una milonga de Piazzolla. ¡Oremos por un Deus ex machina! Y heme aquí, Natalia: el perfecto arquitecto de la derrota, el pequeño fanfarrón ilustrado, hacedor y deshacedor de artificios de lo improbable, cortesía de los demonios intestinos a los que siempre les doy tiempo y sustancia de sobra para sus más retorcidas elucubraciones, yo que nunca he dejado de envidiar a muerte a esa clase de hombres y de mujeres que, de un día para otro, deciden cortar todo tipo de amarras, a la caza de sus sueños, de sus pasiones. Así eras tú. Me lo recuerda la sonrisa improbable de esta niña que viene a pedirme el diario para extirparle las caricaturas, me lo recuerda lo mismo tu fotografía en todos los diarios locales esta mañana, me lo recuerdan tus descarados veintitrés años, me lo recuerda la impersonalidad de ese altoparlante que anuncia la partida de mi autobús y la llegada vespertina de Claude Monet a comer cosas azules y eléctricas. Doy a buen seguro que, donde quiera que estés, continuarás siendo así, siendo esta niña, todas las niñas del mundo,
saliéndote con la tuya,
como siempre. Rabí Levinás, sí, Dios está en el rostro del prójimo. Todas las niñas del mundo. ¿Volveremos a encontrarnos? ¿O habré de contentarme con hilvanar con lápiz adhesivo y de aquí en delante los recortes de periódico que anunciarán el éxito de tu carrera, hacinarlos en un álbum y prenderles fuego? ¿Qué me espera al subir a este autobús? Para qué engañarme:
no me espera nada,
nadie. Sólo queda trasvasar el miedo en el receptáculo del odio. Comenzar a odiarte como el primer paso en una voluntaria mecánica del olvido que decidí inventarme hace un rato,
apenas hace un rato,
mientras atestaba la mochila, o al menos fingir que así lo hago para rebajar el dolor como quien se empecina en la sandez de mitigar los rescoldos de una hoguera con alcohol. (Decido hacerlo así para no morir este día, Natalia, para agonizar un día más en esperas de lo imposible). Comenzar a odiar mi ciudad que, infértil cual Moreschi y bella de pura necedad, me lo negó todo. Ahora estará lejos de mí también en distancia. Eso será lo más fácil. Comenzar a odiar a los compañeros de la revista... a Conejo, a Noel...; incluso a Borges, a Cortázar, a Schönberg y a Coltrane y todo aquello que despida hedores arraigados por mí en esta sucia tierra roja que replica como espejismo la imagen de un solo poeta al infinito. Volverlos un tanto fantasmas y molerlos a palos para que ni a ellos ni a mí nos rabie uno solo de esos golpes. ¡Ya está! Volverme un fantasma, yo también. Ojalá pudiera ser así de fácil otra vez... Pero no lo será nunca más. Me hiciste prometértelo mil veces. Mil veces. No mirar atrás. Aún conservo las favilas del tiempo desperdiciado detrás de las orejas. ¿Cómo convencerte que mi depresión es una enfermedad y no un mero pretexto para desentenderme de la mucha o poca cordura que arrastra este jodido mundo? De ti aprendí a ser fuerte. ¿Cómo agradecértelo? Tal vez la mejor manera de hacerlo sería guardando todos tu secretos,
callándome,
dejando enterrada nuestra historia como hasta hoy,
como una botella rota, inhumada en la playa,
como un sangrado de nariz que nos drena de todo a todo pero que nunca nos mata. Silente. En el último día del año. Quemar nuestras incertidumbres como quien quema las barcas en aras de salvar un puñado de esperanzas parapléjicas, trasnochadas. El último día del año y no me importa en absoluto porque lo mismo podría ser el Últimodíadelahistoriadelahumanidad y en nada cambiaría la sentencia. Mi primera opción, dominada no sé si por la ceguera o por esa arbitrariedad que la prisa termina por imponer,
creo recordar,
habría sido San Cristóbal; pero algo dentro de mí se obstinó en dejarme en claro que la naturaleza de esa persona que se tiene convenida como “yo” es incompatible a los horrores de la selva, a la fobia a la que me arrinconan los bichos; que más valdría Juárez o Tijuana, que lo mismo, en fin, daba Uzbekistán o Nepal. ¿Importa? Por supuesto que no. Es más, ¿para qué ir tan lejos cuando es el auténtico exilio tras lo que uno anda? Más valdría buscarlo en la Rue Mouffetard que recorre el niño cartier-bressoniano con sendas botellas de vino en cada brazo; en la escalera tumbada detrás de Gare Saint Lazare, desde donde un hombre inicia un vuelo improbable como un azor; buscarlo, en fin, en la bañera vacía, en la humedad del sótano, a la vuelta de la esquina, en la violencia de un trazo de Cy Twombly, en las agruras del primer esspresso de la mañana, en cualquier sitio dónde amarrarse las tripas para poder soterrar los nombres propios, exfoliarlos de todo recuerdo como quien arranca una esquirla alojada en la tráquea. Coraje. El don del olvido, ése tan envidiado por lo dioses. ¿Mañana en mi destierro pensarás en mí, querida Natalia? Mi autobús por partir. Cogido al aire en cavilaciones me lo ha hecho saber el padre de la niña de hace un rato,
esa misma cuya esencia he adulterado con tu nombre,
sólo para ahogar el tiempo. Después de todo me llevo un fragmento de ti. ¿Debería? No. Nada que me mate. ¡Salida a Monterrey!, se desgañita por vez última uno de los empleados de la línea de autobuses. Andén dieciséis. No me dice nada el número. Diez y seis. Un diez y un seis. Apenas unas horas por carretera. ¡Valiente huida la suya!, parecería querer decirme el chofer mientras triza mi boleto. Qué más da. No entiende que, entre otras cosas, huyo de ti, Natalia, que en este caso no hay distancia que valga. Repantigo en mi asiento y agradezco que apenas esté por amanecer: jamás he podido dormir en un autobús, uno de esos lugares donde abunda materia para alimentar la paranoia más incipiente. Puedo contar el total de pasajeros sin rebasar la media docena. Por supuesto nadie escoge el último día del año para huir; al contrario. La niña a la que le he colocado tu nombre pide permiso al padre y salta por encima de su asiento para llegar, no sin dificultades, a un lado mío. El autobús por fin arranca y ella, intrigada, me pregunta porqué estoy llorando. Cómo explicarle que no estoy llorando,
que solamente me vino a la memoria un párrafo de Kerouac, Ginsberg o Burroughs,
no sé,
un párrafo de Burroughs, Ginsberg o Kerouac hecho pasar mañosamente por anécdota en boca de Noel, quien alguna vez nos contó cómo “un amigo de un amigo de un amigo suyo”, un junkie consumado, en un arranque de desesperación por no haber conseguido aún su dosis de heroína diaria, tomó un frasco medio lleno de mayonesa, vertió agua del grifo en él, lo agitó y cargó la hipodérmica para luego arponearse con la mixtura lechosa. El hipotético amigo-del-amigo-del-amigo, claro, falleció al instante, con lo cual quedaba comprobado a todas luces que la nefaria mayonesa, sustancia que el tipo aquél se metía por primera vez, es, en definitiva, mucho más peligrosa que la noble heroína, que luego de tantos años, obviamente, jamás le había jugado tan mala pasada. No estoy llorando, D-a-v-i-d-k-a
(ése es su verdadero nombre;
me lo acaba de escribir con suma paciencia,
en el aire),
y termino por explicarle, a petición suya, quién era aquel tipo que aparece en los cortos que anteceden a la película en las diminutas pantallas colgadas del techo del autobús, ése muchacho famélico al que todos apodaban B-u-s-t-e-r por cortesía de H-o-u-d-i-n-i, y cómo fue que en cierta ocasión la fachada entera de una casa se le vino encima mientras su espigadísima figura pasaba de forma milagrosa a través de uno de los quicios de las ventanas. Tienes razón, replico las palabras de estupefacción de D-a-v-i-d-k-a, el pobre hombre pudo haber muerto, pero tuvo suerte: algunas personas tienen más suerte que otras; de eso se trata esta vida; ése es todo el secreto; centímetros más, centímetros menos... un paso delante, un paso atrás: todo depende en qué lugar te encuentres cuando la casa sea derribada por el huracán, porque la casa tarde o temprano, querida Davidka,
querida Natalia,
sin variaciones más allá de las que la perentoriedad del cinematógrafo puede conceder,
caerá. Apenas unas horas después me despido de Davidka, no sin antes plantarle un beso en la frente, como lo hacía contigo. Pongo en su mano la diminuta llave que lo abre todo,
la llave que lo cierra todo;
pongo en su mano la llave de mi viejo reloj de bolsillo que pensaba tirar a la inmovilidad sin tregua del desierto como quien pone todo su empeño y su fe en el más ridículo de los actos iniciáticos. Pongo en su mano la diminuta llave que nada abre, la llave que nada cierra. Su nombre. Pongo en su mano su nombre, y el tuyo. El reloj no volverá a andar. Como nunca volvió a andar el reloj de Balthazar en Alejandría. ¿Para qué ir tan lejos cuando es el auténtico exilio tras lo que uno anda? Más valdría deshacerse de todas las llaves de los relojes del mundo, obsequiarlas a personas que no veremos mas que una vez en la vida, asignarles a todas y todos ellos un nombre espurio y luego olvidarlos, siempre con la esperanza ciega apostada en que no será así, en que algún día,
en un reencuentro secreto,
grabado en la curiosa geometría del azar, las manecillas volverán a marcar su singladura. Beso a la niña y bajo del autobús aturdido, sin abrir los ojos, Natalia, aún con la esperanza cifrada en un Deus ex machina que venga a lavarme de pies a cabeza, dulce saumerio, que venga a restregarme las espaldas para librarme de toda culpa, de todo recuerdo. Oremos por un Deus ex machina y echémonos a dormir con la conciencia límpida como la de un recién nacido. Si todo fuera tan sencillo... Mi primer pisada sobre el suelo eleva el frío hasta la rótula, la reseca y desquebraja como un virus en expansión incubado en tierra muerta. El chofer abre de mala gana el maletero del vehículo y me barrunta cuando le digo que no, que todo lo que llevo por equipaje es lo que tengo conmigo, que he olvidado un millón de cosas, sí, pero que a donde voy no hace falta más. Oteo el panorama y no sé qué hacer. Hago tiempo como quien lo hace con una mano herida. Me apuesto al pie del letrero que anuncia San Tiburcio, donde la carretera se bifurca como en un parto. El camino estrecho que he de seguir deja descansar a sus fantasmas. El llanto me parte por la mitad.
(c) 2003 Tryno Maldonado
(Fragmento de la novela Diávolo)