La literatura zacatecana no existe
En Zacatecas, salvo alguna excepción subestimada por las mafias de intelectualoides legos y desamparada con arbitrariedad ciega por las instituciones culturales, esta novísima generación de escritores y escritoras ha nacido condenada al más pesado de los lastres que pronto se traduce en mediocridad, esto es: una tradición artística obcecada, una tradición que no ve otra cosa más que una amenaza al percibir el menor indicio de lucidez, de ruptura, de insinuaciones con la vanguardia.
Ricardo Chávez-Castañeda y Celso Santajuliana afirman que a la generación de los escritores mexicanos nacidos en los sesentas los hermana una certeza: la de reconocer que la generación antecedente no es para ellos nada sino un estorbo. Para mí, como escritor zacatecano del siglo veintiuno, en cambio, ni siquiera es posible darme tales dotes, semejante lujo de parricida, pues volteo hacia mis dos generaciones precedentes y sólo encuentro un llano gobernado por el silencio, tachonado de nada sino de voces esporádicas, mediocres, inconstantes... tímidas cuando más. Entre las y los zacatecanos nacidos en los sesentas, por ejemplo, y tristemente, la carrera fue corrida en solitario por Gonzalo Lizardo y su Libro de los cadáveres exquisitos, una preciosa rara avis que no obtuvo la atención que sin duda merecía.
A la sazón, cobra aquí vitalidad la hipótesis de que quizá López Velarde, en su egoísmo, se haya llevado a la tumba el fantasma de la literatura zacatecana para siempre. ¿A qué se debe esa escasez de buenos escritores y escritoras? O quizá la pregunta vigente sea: ¿a qué se debe esa súper-abundancia de escritores esporádicos y escritores de pasatiempo que no se atreven a asumir un compromiso cabal con la literatura?
La literatura zacatecana sufrió, en la segunda mitad del siglo veinte, de un virus que hasta hoy sigue carcomiendo sus arterias y que, a todas luces, la ha anquilosado: los famosos talleres literarios. Ni Joyce, ni Borges, ni Proust, ni Kafka, aprendieron a escribir con una mecánica siquiera parecida a la de un taller literario, una mecánica que apuesta más por lo artesanal que por la defensa de la función poética en el lenguaje; quizá por eso en Zacatecas no hayamos tenido ni a un Joyce, ni a un Borges, ni a un Proust, ni a un Kafka. Aunque algunos no se han dado por enterados, la Generación Taller de Octavio Paz hace mucho que dejó de existir: el taller es obsoleto y resulta dañino cuando se vuelve un lugar de castración, de implantación de imaginarios trasnochados e ingenuos, sin la malicia y avidez del buen escritor, empecinados ciegamente en lo regional, en lo urbano y en la oralidad, un santuario de complacencias mutuas y nula autocrítica que se ven pronto traducidas en conformismo, en una literatura que arrastra el pecado sin nombre de nacer muerta.
Reniego y me desentiendo abiertamente de toda "literatura zacatecana".
En Zacatecas, salvo alguna excepción subestimada por las mafias de intelectualoides legos y desamparada con arbitrariedad ciega por las instituciones culturales, esta novísima generación de escritores y escritoras ha nacido condenada al más pesado de los lastres que pronto se traduce en mediocridad, esto es: una tradición artística obcecada, una tradición que no ve otra cosa más que una amenaza al percibir el menor indicio de lucidez, de ruptura, de insinuaciones con la vanguardia.
Ricardo Chávez-Castañeda y Celso Santajuliana afirman que a la generación de los escritores mexicanos nacidos en los sesentas los hermana una certeza: la de reconocer que la generación antecedente no es para ellos nada sino un estorbo. Para mí, como escritor zacatecano del siglo veintiuno, en cambio, ni siquiera es posible darme tales dotes, semejante lujo de parricida, pues volteo hacia mis dos generaciones precedentes y sólo encuentro un llano gobernado por el silencio, tachonado de nada sino de voces esporádicas, mediocres, inconstantes... tímidas cuando más. Entre las y los zacatecanos nacidos en los sesentas, por ejemplo, y tristemente, la carrera fue corrida en solitario por Gonzalo Lizardo y su Libro de los cadáveres exquisitos, una preciosa rara avis que no obtuvo la atención que sin duda merecía.
A la sazón, cobra aquí vitalidad la hipótesis de que quizá López Velarde, en su egoísmo, se haya llevado a la tumba el fantasma de la literatura zacatecana para siempre. ¿A qué se debe esa escasez de buenos escritores y escritoras? O quizá la pregunta vigente sea: ¿a qué se debe esa súper-abundancia de escritores esporádicos y escritores de pasatiempo que no se atreven a asumir un compromiso cabal con la literatura?
La literatura zacatecana sufrió, en la segunda mitad del siglo veinte, de un virus que hasta hoy sigue carcomiendo sus arterias y que, a todas luces, la ha anquilosado: los famosos talleres literarios. Ni Joyce, ni Borges, ni Proust, ni Kafka, aprendieron a escribir con una mecánica siquiera parecida a la de un taller literario, una mecánica que apuesta más por lo artesanal que por la defensa de la función poética en el lenguaje; quizá por eso en Zacatecas no hayamos tenido ni a un Joyce, ni a un Borges, ni a un Proust, ni a un Kafka. Aunque algunos no se han dado por enterados, la Generación Taller de Octavio Paz hace mucho que dejó de existir: el taller es obsoleto y resulta dañino cuando se vuelve un lugar de castración, de implantación de imaginarios trasnochados e ingenuos, sin la malicia y avidez del buen escritor, empecinados ciegamente en lo regional, en lo urbano y en la oralidad, un santuario de complacencias mutuas y nula autocrítica que se ven pronto traducidas en conformismo, en una literatura que arrastra el pecado sin nombre de nacer muerta.
Reniego y me desentiendo abiertamente de toda "literatura zacatecana".