Alban Berg: Concierto para violín
Alban Berg (Viena 1885-1935) fue el primer compositor por cuya obra y vida sentí una profunda afinidad. Desde que descubrí su insuperable ópera Wozzeck (1925) a la fecha, su música continúa pareciéndome efectiva y poderosa. Escucho (y leo) ahora su Concierto para violín (1935), también conocido como "A la memoria de un ángel", pues lo compuso a la memoria de la joven Manon Gropius, hija de su entrañable amiga Alma Mahler (ex esposa de Gustav Mahler) y el arquitecto Walter Gropius (fundador de la Bauhaus).

Puedo percibir en esta obra de Berg un renovado poder de síntesis de lenguajes musicales que jamás había atestiguado en algún otro compositor (salvo en Stravinsky). Me cautiva presenciar cómo absorbe como una esponja tan disímiles ideologías para sus obras. Sin embargo, al concierto que nos ocupa puedo reprocharle solamente el ostentar ciertos elementos conservadores, sobre todo por la incursión de una –hermosa, eso sí— canción folclórica de Carintia. También me extraña que en esta ocasión no haya optado por las derivaciones de subseries a partir de la serie básica, como tanto disfrutaba hacer para explotar el material temático interminablemente. Pero, vamos, no podemos culpar a Berg por querer hacer una pieza un poco más accesible al público (sobre todo tratándose de un encargo por el que sería remunerado, a manos del violinista Louis Krasner): en nada mengua su poder expresivo, su innovación y su vitalidad. No deja de admirarme, a este respecto, la manera en que aprovecha las series para aislar unidades de escalas y derivar progresiones tonales. El efecto al oído es delicioso. Es muy peculiar la manera en que Berg utiliza el método serial para alzar un puente o resucitar a la tradición: un escucha no percibirá tan fácilmente la armonía y el contrapunto basado en el serialismo, sino que hará automáticamente la referencia a modelos más familiares de la tradición occidental. ¿Cómo logra esto? Responder esta pregunta es hallar el principal mérito de su concierto para violín, y comprobar que Alban Berg ha aportado un desarrollo de proporciones geniales a la entonces joven estética serial: a mi gusto, la contribución más radical y enriquecedora de Berg a la ortodoxia de la escuela de Schönberg, consiste –según puedo ver en este concierto— en la manera de desarrollar, tratar y continuar sus temas, en la importancia que le asigna a la melodía sin traicionar en ningún momento el serialismo. Los resultados son de una hermosura sobrecogedora. Escuchar la música de Alban Berg es como presenciar un huracán desde su ojo, atestiguar su inmenso poder, su furia y su belleza como si lo hiciéramos desde una urna de cristal que nos mantuviera resguardados del peligro, justo en el epicentro del siniestro. Pero, ¿cómo lo logra? Berg consigue engastar sus melodías preconcebidas y reconfortantes dentro de la marejada de un sistema en movimiento perenne como lo es el serialismo. El análisis serial revela que la gramática del serialismo es violentada en su ortodoxia, pero al oído los resultados son formidables.

El Concierto para violín es una obra intensa, que se desborda sobre sí. Es, naturalmente, una obra triste, lúgubre. Hay una parte de la melodía del último movimiento en que parece que el violín se está quejando, que una voz desgarradora brota de sus entrañas y grita desde el reino mundano hacia los cielos: “¡Es suficiente!”. La melodía fue tomada por Berg de una cantata de Bach, de las Seis obras corales; la cantata citada es O Ewigkeit, du Donnerwort y concluye con las palabras “¡Es suficiente! ¡Señor, si ésta es tu voluntad, dame descanso eterno!” (¿Job? No lo sé).

Desde el inicio me pareció rara la decisión de Berg de dividir en concierto en dos partes (a su vez subdivididas en dos movimientos cada una), pues es conocida su tendencia a las estructuras ternarias, como en los tres actos de Wozzeck, sus Tres piezas orquestales, las tres secciones de Der Wein, etcétera. Concluyo que ha optado así en esta ocasión para no dejar espacio, no dejar punto de retorno en su concierto, que es mortuorio, sombrío, elaborar una tabula rasa exenta de circularidad a larga escala (como en sus otras obras) y dejar de manifiesto que no hay retorno, que algo se ha perdido, que éste es un concierto para “el más allá”, un concierto que se resigna ante la llegada de la muerte.

Me choca un tanto, no obstante, la inclusión de ese tema folclórico de Carintia en el segundo movimiento y que más adelante retoma; pero debo aceptar que encaja de manera efectiva, que funciona excelentemente dentro de la estructura y para las intenciones programáticas de la pieza.

Dato curioso: el último movimiento concluye con el mismo acorde que comienza la Gurrelieder de Schönberg, un acorde de sexta añadida (a esta simple expansión de la triada básica Berg le da, por lo tanto, funciones cadenciales, con las que juguetea a lo largo del concierto). No dejo de admirar la manera en que Berg emplea el sistema serial: crea su sistema de series y subseries en torno a la manera en que sus temas se van desarrollando. ¡La gramática serial funcionando para la tradición, ni más ni menos! Una genialidad, a mi gusto. Lo que logró Berg fue encontrar así su propia voz.