Incubus
Un. Por la mañana despierto con una sensación de pesadez, de no haber descansado en absoluto, sin saber dónde me encuentro, sin saber qué hora es, sin saber en qué idioma responder si sonara el teléfono. Me abate una punzada dolorosísima en la pierna, a la altura de la rodilla, por el dorso. Recuerdo vagamente la madrugada de ayer, a mi llegada a esta ciudad: camino por las calles casi desiertas del primer día del año como si fuera el Primerdíadelahistoriadelahumanidad y un perro me clava la vista desde la acera de enfrente. Le sostengo la mirada con curiosidad: es un perro pardo y cenceño,
largo más bien como una salamandra y escuálido como un esturión,
sometido por fuerza a un ayuno de témpora, la peor reencarnación que a alguien le pudo haber tocado en un triste sorteo; ni siquiera sé cómo puede estar erguido el desgraciado animal, cómo puede sobrevivir entre los desperdicios de los seres humanos que habitan esa ciudad, cómo puede vivir a la sombra de ellos, ser su sombra. No detengo mi paso y él tampoco. Deux. Miro mi reloj esta mañana. Es demasiado tarde y sigo metida en las sábanas. Mi avión ha partido. Maldigo por lo alto, maldigo mil veces y avanzamos de forma paralela,
el perro y yo,
cada quien en su acera,
midiéndonos, yo observándolo de reojo bajo la noche apretada como el corazón de una manzana. Trois. Veo el reloj de nuevo. Intento hacer cuentas, como puedo, aún metida en la cama: he dormido doce horas en este hotel y, de pronto, el perro inicia su marcha en dirección mía desde la otra banqueta. Quatre. Mis párpados están hinchados y en mi boca anida una polilla sobre una moneda de cobre, los resabios del sueño y el animal cruza la calle con una velocidad inaudita para su aparente raquitismo. Cinq. Por unos momentos hago,
sin darme cuenta,
lo que prometí no hacer más, en el calor de este cuarto de paso, de esta cama que despide humedad, y la bestia se planta con el hocico a centímetros míos para comenzar a esputar, a lanzar ladridos de amenaza para proscribirme como la intrusa que soy en su territorio, en su ciudad perdida, en sus calles bañadas de orín y de edificios cuarteados a punto de venirse a tierra. Six. Comienzo a desearte, así como estoy: enredada en las sábanas cloradas de un hotel, semidesnuda, a kilómetros de distancia de ti, y el perrazo me planta su nariz lustrosa y me quedo de una pieza, impávida con la frialdad un mascarón de proa ante las tempestades. Sept. Comienzo a pasar mis dedos sobre mis bragas, a mecer mis cabellos deseando mecer los tuyos de rastafari livity, Ras Tafari,
hermosos y largos dreadlocks, joven natty dread, tú, Jah man, mi Negus,
a querer aspirar de un crisol de ganjah, fumar de la chalice sagrada, caer hipnotizada por los tambores de un binghiman en éxtasis, besar las plantas de tus pies como un explorador a la tierra ignota de Ithiopia, recorrer tu cuerpo y perderme en él como quien se vale de una rudimentaria geodesia, como quien decide apretar los ojos, tirar la brújula por estribor, olvidar la posición de los astros y dejarlo todo a la buena fe y a la memoria del viejo tacto, a la antigua sabiduría de Adonai, Jah Rastafari, por toda directriz, y es entonces cuando siento la primera dentellada, certera, rabiosa, sobre mi pierna, una dentellada cálida y dulce, cálida y dulce como el sabor de la sangre. Huit. Recorrer tu cuerpo, lo deseo con todas mis fuerzas aquí tendida, y doy un tirón para quitar mi carne del hocico del perro. Neuf. Recorrer tu cuerpo como en un ritual de honda xilografía, pero con la misma fragilidad y atención que demanda un hialógrafo sobre el vidrio, grabar mis huellas dactilares de esa forma sobre tu dermis negra,
por la que aún percute la bravura del África y el paso inclemente de sus estampidas,
grabar el trazo elemental de una ciudadela amurallada y sitiarla luego con la violencia de mis besos, derruir uno a uno sus muros hasta tocar su zócalo desnudo con la humedad de mi lengua, y es cuando ocurre el desprendimiento de mi carne: el animal arranca los colmillos de mi pierna y me resulta sumamente doloroso. Escucho un rasguido que ya no sé si proviene de la tela del pantalón o de mi piel. Algo se rasga, es lo único que sé. Dix. Besar tu cintura delgada y recia como la de un guepardo, tus muslos firmes como los cuartos traseros de un ante joven, pasar mi lengua tibia y húmeda por tu pelvis, recorrer tu pene grueso y firme desde su tronco hasta la punta con el mismo gusto de recibir en el paladar un café hosco de Yemen con una gotita agridulce de ámbar gris, según la costumbre, pero mi carne se rasga con asombrosa facilidad, cede con nobleza ante el filo de los dientes amarillentos. Una segunda envestida del animal en el mismo sitio. Hinca sus colmillos con el orgullo de un macho dominante, como la única vía de validar su patética presencia en la escena. Onze. Siento mis bragas completamente húmedas, de un salto me pongo en pie para deshacerme de ellas, entonces el perro inyecta su saliva en mi sangre, aloja en mí una parte de él como un insecto que aloja sus huevecillos en otro organismo para que aquél los incube: cuando nazcan moriré con las vísceras reventadas por dentro, sus crías violarán mis entrañas para abrirse paso, para ver la luz y respirar el aire. No volveré a ser la misma a partir de ese instante. Me enciende las venas un ardor que invita a destrozarle el hocico de una sola patada, a demostrar en un arranque de violencia mi supremacía, a deformar su frágil cabeza de un puntapié impetuoso, de asestarle un golpazo en la mollera con todos los kilos de mi estuche de violín, de reventarle de la misma forma uno de los globos oculares y lacrar con su sangre
(no con la mía, como sucede)
la suciedad de ese suelo, de zafarle los colmillos aunque en ello se me fuera un rastrojo de músculos, de escucharlo aullar de dolor con tanta fuerza que me hiciera estallar los tímpanos y que él se destemplara la garganta. Deuze. Cuento hasta cien en francés para ahuyentar tu fantasma,
la misma técnica que en diferentes circunstancias me permitiría prolongar mis orgasmos,
y cercioro de que nadie me ve en varios metros de radio. Nadie podría culparme de haber asesinado a una bestia en defensa propia. Mis cicatrices serían suficientes para acreditarlo. Sin embargo, no me atrevo a lanzar un solo golpe. Alzo la voz, amago con un manotazo y eso es suficiente para que salga huyendo, atemorizado:
eso habría bastado desde un comienzo,
concluyo. De su vientre cuelgan ocho bellotas henchidas. Es una madre. Treze. Sólo puedo llegar hasta el trece, pero has desaparecido. La perra ha desaparecido también.


(c) 2004 Diávolo, fragmento, novela próxima a publicarse.