Haruki Murakami
Al sur de la frontera, al oeste del sol

Tusquets, Barcelona, 2003. 268 pp.


¿Qué hay al sur la frontera (de Japón)?, pregunta Hajime a Shimamoto mientras escuchan South of the border, de Nat King Cole. Con todo y que la imaginación de ambos se disparase a lugares maravillosos e ignotos al escuchar esta canción, aquélla, como descubrirían más tarde, “sólo habla sobre México” (lo que está al sur de la frontera de EEUU).

La música, en la obra de Haruki Murakami (Kyoto, 1949), ha hecho siempre las veces de puente intertextual, de un vaso comunicante entre sus personajes y Occidente. Sin embargo, en Al sur de la frontera, al oeste del sol, la música no es sólo un elemento que propicie la intertextualidad, sino el vehículo que nutre la relación entre los dos personajes principales: Hajime y Shimamoto, a quienes los une un lazo sumamente poderoso, y que, siendo aún niños, se verán obligados a separarse un buen día.

El joven Hajime, de tal sazón, comprobará en carne propia y durante las etapas de su crecimiento --que ve caer como compuertas de basalto detrás de él, y muy a su pesar-- que todos y todas somos portadores pasivos del mal, que caminamos por la vida sin ser conscientes del inmenso daño que podemos hacerle a otras personas, que los seres humanos poseemos la capacidad nata de herir, de herir como ningún otro animal puede hacerlo: herir de muerte sin el menor esfuerzo, sólo cruzar una mirada... una palabra... y habremos destrozado una vida. El vacío que deja una persona amada en nuestra vida (las múltiples “Shimamotos”, cuyo nombre es legión) puede llegar a incubarse en el espíritu, hasta drenarlo por completo.

Al sur de la frontera, al oeste del sur dista del discurso al que nos tiene habituados Murakami, aunque, ciertamente, algunos de los tópicos del escritor japonés le son ya ineludibles: la música, las constantes referencias a Occidente y las mujeres misteriosas que aparecen con la misma facilidad que deciden desaparecer, entre otros. Resulta inevitable, a primera vista, elaborar paralelismos con su Norweigh no Mori: los elementos autobiográficos (entre ellos el jazz-bar que regenteó el propio Murakami en la realidad) se hacen evidentes en ambas, sin mencionar que los personajes centrales poseen muchas similitudes, comenzando por la edad: treinta y siete años. Pero en esta ocasión, Murakami nos lleva a un viaje introspectivo como nunca antes se había aventurado, valiéndose de la anécdota de Hajime, un hombre que narra su vida desde la infancia hasta entrado en la llamada “crisis de la edad media”; Shimamoto --tras haber desaparecido de su vida-- se convertirá para Hajime en obsesión: éste replicará inconscientemente su imagen a lo largo de los años en diversas mujeres, deseando hallarla a la vuelta de la esquina para no volver a dejarla ir. Mientras tanto, su vida será invadida sin remedio por la soledad y la vacuidad, como las experimentadas por esos campesinos siberianos que, a fuerza del trabajo diario en los páramos --literalmente en medio de la nada--, son aquejados por la “histeria siberiana” y emprenden el camino hacia el oeste, el oeste del sol, con sus espíritus vacíos y devastados.

Hajime, de tal suerte, nos lleva a internarnos en la oscura cartografía sobre la que se entretejen nuestros destinos, la dirección, los raíles sobre los que nuestras vidas han de ir aferradas sin volver el camino, sin importar que de costado o de frente nos embistan las eventualidades más crueles labradas en la madera de la injusticia: el derrotero está trazado, parece decirnos Murakami; avanzamos a ciegas y no podemos, no tenemos modo terrenal de saber qué o quién se cruzará, aun hoy mismo, sobre nuestra frágil marcha y con qué intenciones. Nuestros destinos se embrollan paulatinamente en una madeja de la que somos parte indispensable, una obra de maquinaria milimétrica en la que ni una sola pieza ha de fallar, una sinfonía homérica. Siendo así --nos induce Murakami a la reflexión--, ¿cómo dominar siquiera el peso específico que tendrán nuestros actos de este día sobre la hilaza de los destinos de otros y de otras? Imposible; para bien o para mal. No obstante, nos recuerda también, en esta obra magistral, que nuestro gran poder radica en la libertad de tomar decisiones, que no somos en el presente constante sino la síntesis del obraje del total de las decisiones que hemos tomado a lo largo de nuestras vidas.

La voz que decidió adoptar Murakami esta vez, está plagada de modulaciones nostálgicas y reflexivas que flirtean con el llano sentimentalismo, pero que son bien salvadas por esa enorme capacidad --que contados narradores poseen-- para percibir las inflexiones más sutiles dentro de la vasta paleta de emociones y sentimientos humanos (no cabe duda que esta misma trama, contada casi por cualquier otro novelista, pasaría poco menos que desapercibida). Con Al sur de la frontera, al oeste del sol, Haruki Murakami da los síntomas patentes de un escritor que se ha vuelto una autoridad indiscutible.