Karlheinz Stockhausen





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Para quienes no estén familiarizados con el nombre de Karlheinz Stockhausen (Mödrath, Alemania, 1928) quizá valga apuntar que no es otro que el tipo que, famélico en apariencia, el quinto de izquierda a derecha en la fila posterior, se asoma en la portada del Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (1967); que hacía música electrónica aun antes de que se inventaran los sintetizadores; que su carrera ha avanzado paralela a la de la música pop y que él mismo ha dejado huella en la obra de Miles Davis, Charles Mingus, Frank Zappa, The Beattles y Björk, su buena amiga, sólo por mencionar unos cuantos.

Karlheinz Stockhausen fue hijo de un matrimonio católico de granjeros alemanes. Toda su infancia la vio cabalgada por la penuria. Su padre, como cuenta él mismo con benevolencia, fue un “excelente pianista”, pues podía sacarle melodías maravillosas al piano usando sólo las teclas negras: “algunas veces se daba el valor de usar alguna tecla blanca, pero esas ocasiones eran muy pocas”. De él recibió su iniciación en el mundo intelectual pues, luego de la Gran Guerra, fue formado por el Tercer Reich para hacer las veces de profesor comunitario. Teniendo acceso al piano –que, sólo tras enormes esfuerzos, la familia de su madre le había regalado a ésta, una pianista especialmente dotada— a la edad de seis años, Karlheinz inventó un juego bastante singular para las visitas: el truco consistía en pedirle a alguien que sintonizara la radio al azar, y éste corría a replicar sin errores cada una de las piezas, sin haberla escuchado antes. Por esa época su madre sería hospitalizada luego de una severa depresión inducida por la frustración y la pobreza en la que vivía la familia. Sería asesinada años después, durante la Segunda Guerra, por un decreto que obligaba a sacrificar a las personas con trastornos mentales por considerarlas inútiles: a la familia le fueron entregadas las supuestas cenizas de la mujer, aduciendo una muerte por leucemia. El padre estuvo cerca, junto a un grupo de opositores al partido nazi, de ser encarcelado y llevado luego a un campo de concentración tras un intento de fallido de volar la catedral de Altenberg con una bomba, en protesta por la ocupación de la Gestapo en la ciudad. No moriría sino en combate, en 1945.

Para 1942, Stockhausen, corriendo con la misma suerte del padre y rechazado en las escuelas de música más prestigiosas del país por la enfermedad de su madre, fue enrolado en la academia nacional de adiestramiento para profesores del Tercer Reich. Allí tuvo ocasión de formar parte de una de las varias orquestas. El entrenamiento que recibió fue severo, y probó suerte con diferentes instrumentos y estilos musicales gracias a sus habilidades natas. Los grupos de estudiantes eran en realidad pelotones. Stockhausen, adelantado en las clases de inglés, latín y matemáticas, compartía pelotón con compañeros tres años mayores; esta eventualidad no cobraría relevancia de no haber sido el factor que lo salvó de ser enlistado durante la guerra con el resto de sus condiscípulos por considerarlo aún demasiado joven. A cambio, fue enviado como auxiliar a un hospital, detrás de la línea de combate, donde presenciaría toda clase de horrores y sufrimiento que lo marcaron para siempre.

Quizás haya sido en buena medida esta falta de “formalidad” y este eclecticismo en el crecimiento de Stockhausen –con todo y sus futuras lecciones con Messiaen y Martín—lo que lo haya espabilado del rigorismo académico y le haya abierto un espectro mucho más amplio en su concepción de la música, llevándolo a aseverar sin ningún empacho sentencias radicales como ésta, que critica la obsesión académica con la música antigua: “Deberíamos escuchar la ‘vieja música’ sólo un día al año, y los otros trescientos sesenta y cuatro dedicarlos a escuchar ‘nueva música’. Deberíamos hacerlo de la misma manera en que observamos los álbumes de fotos de nuestra infancia. Si uno ve fotografías del pasado muy a menudo, éstas simplemente pierden sentido. Se comienza a sobreestimar algo que carece de importancia, y uno deja de preocuparse por el presente”.

Al igual que Robert Rauschenberg, que compró alguna vez un cuadro de Willem de Kooning para borrarlo y pintar sobre él, Stockhausen ve en la música un organismo vivo que ha de nutrirse del presente, aprendiendo y tomando elementos del pasado, pero sin volver atrás –incluso renegando de la tradición--, sin rechazar los elementos lúdicos e intuitivos que siempre enriquecen el proceso creativo. No en balde sus críticas al filósofo T. W. Adorno, elitista exacerbado, a quien, durante una de sus clases de estética en EEUU, una de sus alumnas se le desnudara en frente para reclamarle: “Toque, toque. Esto es lo que está vivo”.

02:

La música tonal –entendiendo la tonalidad como la síntesis de los antiguos modos eclesiásticos con los que se formaron las escalas mayor y menos, condicionadas por estrictas convenciones del período neoclásico—comenzó a resultar insuficiente como vehículo emocional para las nuevas inquietudes del espíritu humano del siglo XX. En las postrimerías del siglo XIX proliferaron los intentos de comprobar las elasticidad de la música tonal, sin que alguien, entre ellos Wagner y su franco cromatismo, se atreviera a rebasar todavía los límites tácitos. Pero la imperiosa necesidad de nuevas vías de expresión clamaba porque los patrones estéticos convenidos fuesen renovados. Kandinsky materializó sus reflexiones en la pintura abstracta, al tiempo que Schönberg hizo lo propio tomando como herramienta su nuevo sistema armónico basado en las doce notas de la escala cromática, omitiendo cualquier elemento de reminiscencia tonal, tras un largo proceso evolutivo que incluyó, entre otros, a Mahler.

La música pantonal (que desplegaba muchos centros tonales eventuales y no la carencia o exclusividad de uno solo) y el serialismo (consistente en la utilización de patrones o series de notas previamente establecidas, en vez de escalas), instaurados por la autonominada Segunda Escuela de Viena, fueron la base gramatical que explotó buena fracción de los compositores de medio siglo. Entre ellos Stockhausen, que ha basado gran parte de su obra en el sistema serial, pues considera que éste –tanto en la música como en el pensamiento en general— es “la única forma de balancear todas las fuerzas”. Stockhausen descubrió en la música electroacústica la vía idónea para explotar el serialismo y la microtonalidad al máximo. Utilizando medios electrónicos, los parámetros musicales como el tono, el timbre, la duración, el volumen y la ubicación de los sonidos en el espacio pueden ser fácilmente delineados y manipulados. De la misma forma, mediante la alteración y superposición de las frecuencias y amplitudes de onda, pueden explotarse intervalos microtonales, es decir, sonidos que se hallan incluso dentro de un intervalo cromático, entre un do y un do sostenido, por ejemplo: cosa imposile en muchos instrumentos convencionales de Occidente. La paleta de sonidos que puede obtenerse por esta vía es enorme: incluso sonidos inéditos, para los que ni siquiera tenemos nombres, pueden ser producidos para crear música.

En así que tanto para Stockhausen como para sus cotáneos, la idea de la música como un organismo vertical y jerárquico había claudicado. La tiranía de un punto tonal sobre el que gravita toda una pieza cedió paso a la concepción desjerarquizada de la música, en donde a todos los elementos estructurales les es otorgada igual categoría: la duración de un sonido (el parámetro que articula el ritmo), el timbre (la cualidad particular del sonido que posee cada instrumento, su “color”) y el volumen, vindicaron importancia junto a otros elementos, como la melodía y el tono. Algo similar ocurría con la desjerarquización de los planos –a diferencia de su mera función estetizante en el cubismo— en los collages de Rauschenberg. Pero Stockhausen, por si fuera poco, vino a añadir un elemento más a esta lista de características del sonido dentro del proceso compositivo: el espacio físico. Obras como Gesang der Junglinge (1955-1956), Gruppen (1955-1957, para tres orquestas) Carré (1959-1960, para cuatro orquestas y coros) y gran parte de sus trabajos electroacústicos explotan el hecho de que las ondas sonoras se desplazan a través del espacio y la capacidad de los seres humanos para percibir la dirección y la velocidad en el movimiento de los sonidos. Presenciar una ejecución de una obra de este tipo se vuelve, por lo tanto, una experiencia asaz novedosa para un espectador habituado a los convencionalismos de las salas de conciertos, donde el espacio no juega un papel protagónico, donde el espectador ocupa su lugar y la orquesta el suyo durante dos horas. En este sentido podríamos hablar de que la música de Stockhausen permite al escucha elaborar una lectura del texto musical mucho más rica y creativa que la de buena parte de los compositores.

Jamás será lo mismo pagar un boleto por calentar una butaca para escuchar un cuarteto de Haydn que, en la escena tres de Mittwoch –tercer día de la ópera Licht de Stockhausen, aún inconclusa--, ser invitado por el director a abandonar el auditorio: afuera esperan cuatro helicópteros, calentando los rotores, en donde abordarán sendos miembros de un cuarteto: equipados con monitores intercomunicados para interpretar el Helikopter-Streichquartett (1993) mientras sobrevuelan la ciudad y todo es transmitido mediante bocinas y pantallas gigantes, hasta que el cuarteto de máquinas y hombres (el sonido de los rotores y las hélices, combinado con los feroces ostinati de los instrumentos de cuerda, es parte fundamental de la pieza) aterriza para recibir la ovación de un público atónito.