el cielo y el infierno
01: Der Himmel
La música de Gustav Mahler (Viena 1860-1911) --a pesar de gravitar siempre sobre centros tonales evidentes a primera audición-- no es otra cosa que una deliberada negación-positiva, una protesta constante del ideal de belleza musical convenido para su época. A diferencia de los pasos tangibles y gigantescos que significaron los avances de su protegido Schönberg a la música de Occidente, los de Mahler son más sutiles y se revelan en el uso que le dio al lenguaje musical como una herramienta expresiva más flexible, efectiva y elocuente, además de haber sacado de balance a la armonía tonal, asentando con ello las bases para sacudir de una vez todos los relentes del romanticismo y propiciar, sólo más tarde, una ruptura en la gramática de la música del iniciado siglo XX. Allí radica la auténtica importancia de su obra: en el hecho de haber valido como un puente cardinal, un vaso comunicante para una de las transiciones más importantes en la historia de la música de Occidente.
A pesar de su paulatino distanciamiento con la música del siglo XIX, la obra de Mahler está plagada de elementos de reminiscencia romántica. Sus obras, sobre todo sus sinfonías, conllevan un “mensaje profético”, como él mismo llegaría a declarar. Es este mensaje el que vuelve tan atrayente la música a hombres y mujeres de todas las culturas y de todos los tiempos, rebasando cualquier clase de convención temporal o cultural. Más allá de buscar la mera satisfacción estética, es bien sabido que Mahler cargó sus sinfonías de conexiones simbólicas y temáticas intertextuales deliberadas. Muchos de sus lieders están repletos de referencias directas de Oriente y de un profundo amor y respeto hacia la Creación. Igualmente sus sinfonías hacen referencia a la tierra o a la naturaleza; pero es en la Tercera Sinfonía (una suerte de alegoría cosmogónica) donde su concepción personal del amor se manifiesta de manera mucho más clara; esto en el tercer movimiento, un adagio: “Was mir die Liebe erzählt” (“Lo que el amor me dice”). Durante mucho tiempo (1895-96) Mahler planeó esta sinfonía, intentando hallar sin descanso aquellas que serían sus cualidades especiales. Sin embargo, luego de este largo proceso de búsqueda, Mahler, sorpresivamente, decidió darle la estructura tradicional de las sinfonías del período clásico, aunque, por supuesto, enriqueciendo cada uno de los movimientos de manera patente e inédita para la época. De tal suerte, el amor que Mahler (judío converso al protestantismo) evoca en esta sinfonía, en este movimiento en específico –y en general en la mayoría de su obra— un amor directo a un creador supremo, como en las obras de Bach, sino un amor hacia él a través de su Creación, amor por sus ciclos, por cada una de sus criaturas y el balance perfecto de la coexistencia entre todas ellas. Mahler profesaba hacia esa cosmogonía tan compleja y armoniosa en su estructura y funcionamiento una fascinación inmensa. El amor, para Mahler, era el nivel más alto al que cualquier ser humano puede acceder para la contemplación del mundo. Más que tratarse de una convención humana, para este artista el amor era una fuerza superior, eterna, una fuerza que rebasa incluso todo lo terreno y que es el motor primario del universo. Ese tercer movimiento en específico de su Tercera Sinfonía, por lo tanto, es un elemento que echa luz sobre el resto de su obra y su concepción entera del amor, pues lo connota con un claro acento religioso y moral. De tal sazón, Mahler se acercaría a Novalis al concebir el amor como la más alta realidad, la fuente de todo ser: en pocas palabras el Amor no es otra cosa que Dios en Mahler. Esta concepción del amor y la intención programática en que basó su Tercera Sinfonía, por lo tanto, lo llevó a confrontarse directamente con Nietzsche, para quien Dios estaba muerto y para quien el amar estaba condicionado meramente por el egoísmo. La Tercera Sinfonía lleva una injerencia de la óptica judeocristiana innegable: proclama el mensaje del amor también entendido como “caridad”, el ponerse en el lugar del otro, en entregarle lo que quisiéramos para nosotros mismos. Mahler abrazó abiertamente en sus composiciones y en su vida cotidiana la idea de Schopenhauer acerca de que el amor (agape, caritas) es compasión hacia el otro, y la opuso con toda deliberación a la noción de amor de Nietzsche, para quien el acto de amar no era sino un acto de egoísmo puro.
Para Mahler, el cambio de siglo cifró también un giro en su manera de componer, un parteaguas cronológico que le valió lo mismo que uno simbólico en su carrera y el inicio de un período bastante fecundo. Pero este catalizador no sólo se manifestó en el aspecto musical. El nuevo siglo trajo consigo a la encantadora y joven Alma y, con ella, una clase de amor irrefrenable, un amor apasionado e irracional, mundano y corpóreo, que Mahler antes había despreciado tanto, pero que lo atraparía en sus redes irremediablemente desde que su mirada colisionó con la de la hermosa Alma. La primera década del nuevo siglo para Mahler –aunque la última de su vida— fue una de las más prolíficas de su carrera: de 1899 a 1909 creó un total de cinco sinfonías y trece lieders. Esta misma década fue, casualmente, la que duró su matrimonio con Alma Schindler.
Alma Maria Schindler (Viena 1879-Nueva York 1964) fue hija del pintor Jacob Emil Schindler. Alma Mahler (como se le refiere luego de éste, su primer matrimonio) es poco menos que una leyenda que merecería capítulo aparte. El 7 de noviembre de 1901, durante una cena en la casa de Berta Zuckerkandl, Alma tuvo ocasión de conocer al entonces director de la Ópera Imperial de Viena, Gustav Mahler, diecinueve años mayor que ella. Éste, desde ese primer encuentro, quedaría prendado del encanto de la muchacha, a tal nivel que el proceso de cortejo duró apenas unas semanas y derivó en un apresurado matrimonio. Nadie, de habérselo propuesto, hubiera imaginado siquiera que Gustav Mahler, probaría pronto un amor distinto, un amor destructivo, una suerte de amor cancerígeno que terminaría por derruir su alma y de paso hacer lo mismo con la de su joven esposa. Fue así que Mahler descendió del nivel del amor más alto y puro, hasta las lindes un amor terreno que terminaría por hacinarlo a el fuego de los infiernos.
Es 1910 y Gustav Mahler camina las calles de Viena con la incertidumbre de quien lo hace por primera vez. Sus entrañas son invadidas por una vacuidad que lo va desdibujando todo en él, de forma progresiva. De pronto se ha convertido en una sombra innominada que deambula sin rumbo y que decide, de buenas a primeras, penetrar en el Café Herrenhof. Adentro, se topa con una cara familiar y reconfortante entre aquel infierno que está viviendo: esa misma que deseaba ver. Saluda, pide un café, concierta una cita y, poco después, sin dar sorbo a su taza, se despide del Doktor Freud con un apretón de manos tan destemplado ya como su propio espíritu. ¿Dónde ha quedado la otrora silueta imponente del enérgico director de la Ópera Imperial, ésa que con un solo manoteo beligerante podía en otros tiempos levantar un tornado que barriera en una línea recta a toda Viena con su rabia, o, lo mismo, hundirla en un sopor cálido y restaurador que lavase todas las heridas de una ciudad que clamaba a gritos por ser restañada?
A sugerencia de Sigmund Freud, Mahler y él se encuentran a los pocos días en un suntuoso balneario de aguas termales de Leiden, donde tendrán lugar las sesiones de terapia. Mahler, según le confiesa a Freud, se halla derruido. Ha descubierto que su joven y bella esposa, Alma, sostiene desde hace tiempo un affaire con el arquitecto Walter Gropius, de veintisiete años; esto durante una mañana que recibió la correspondencia: entre las cartas, había una dirigida a Alma, firmada por “Herr X”. Mahler, conducido por los celos, desentrañó el sobre para descubrir que aquélla se trataba de una misiva apasionada en la que Gropius le confesaba estar enamorado perdidamente de ella, y en la que recordaba cada momento que habían pasado juntos en la intimidad, con lujo de detalle. Está de sobra hacer cualquier acotación acerca del terrible desasosiego que debió haber lacerado el corazón de Gustav Mahler en esos momentos. Se vino abajo, se derrumbó desde sus propios cimientos como un edificio que es dinamitado en su base.
La incapacidad para satisfacer las necesidades sexuales de su mujer lo frustran y lo hieren en lo más profundo de su virilidad, siendo ésta, a su perspectiva, la causa de que Alma se haya visto obligada a buscar los favores y el cariño de otro hombre más joven (con el que por primera ocasión experimentaría la satisfacción sexual plena, según develan sus cartas). La consulta con Freud no dura demasiado. Tampoco hay resultados de trascendencia que puedan aportar gran cosa a la resolución del oscuro trance por el que pasa Mahler. El inútil diagnóstico de Sigmund Freud, revelado sólo después por vía epistolar a su pupila Marie Bonaparte, es como sigue:
“La esposa de Mahler, Alma, estuvo enamorada de su padre, Jacob Schindler, y solamente buscaba replicar el mismo tipo de amor. La edad de Mahler, de la que él tanto temió, fue precisamente lo que lo hizo tan atractivo a los ojos de su mujer. Mahler, por su lado, estuvo enamorado de su propia madre y la veía trasladada en cada mujer. La madre era una mujer afligida y torturada, por lo que, subconscientemente, Mahler quería que así permaneciera su esposa Alma”.
Un año después Gustav Mahler contrae endocarditis durante su estadía en Nueva York –malamente diagnosticada como influenza, lo que impide un adecuado tratamiento-- y muere, de regreso en Viena, sumido en la más aciaga de las tristezas. El Herr Doktor Freud por su parte, y ante el suceso inopinado que le sirve como recordatorio, no tiene empacho en saldar la deuda por aquella sesión en el balneario de Leiden de un año atrás: Alma Mahler, la flamante viuda y su pequeña hija, Anna, reciben ese mismo día la cuenta por sus honorarios.
© 2004 Tryno Maldonado