: el piso de la rue du temple

Eva Green, por supuesto

Así lo recuerdo. Creo haber conocido a Eva en septiembre del año pasado. Quizá nunca la conocí. Ella habitaba todavía en el mismo piso de la Rue du Temple. Quizá no. Ahora no sé dónde se esconde. Eva caminaba una mañana soleada cerca de République, donde estaba mi hostal. Ella salía como todos los días a hacer sus ejercicios. Yo volvía de una noche de juerga con algunos españoles y argentinos que conocí en el hostal. No pude evitar mirar a Eva directamente a los ojos cuando pasó corriendo a mi lado la primera vez. (Por lo general las parisinas sienten violada su intimidad cuando esto sucede). Llevaba puestos un par de audífonos. (Luego me diría que escuchaba a Interpol). Para ella fui un fantasma. Como lo sigo siendo ahora. Sólo me atreví a hablarle hasta días después. No puedo evitar sentir cierta vergüenza por mi comportamiento voyerista. Nuestros encuentros se fueron sucediendo: yo propiciaba tales coincidencias y me esforzaba por hacerlas parecer casuales. El hielo fue roto so pretexto cualquiera. Era mi cumpleaños número veintisiete y estaba solo en París.

El departamento de Eva en Rue du Temple era hermoso. Así lo recuerdo. Así quiero recordarlo. Poco espacioso, pero acogedor. Sin ser tampoco la gran cosa. Con las paredes tachonadas de viejos carteles de Lautrec. Un lugar de esos donde a uno se le antoja quedarse el resto de sus días sin hacer absolutamente nada. Dejarse hundir en las aguas calmosas de la abulia. Por las tardes ella leía a Michaux y Houellebecq mientras yo hacía anotaciones y bosquejos para una novela en mi Moleskine, o simplemente quedaba absorto ante la vista desde su balcón. O de su rostro. Había cierta aura mortecina en el sol crepuscular que le otorgaba a esas tardes un cariz de espectral, de evasión, de escapismo involuntario... Eva me dirigía de pronto una sonrisa, como si pensara lo mismo que yo, como si me leyera la mente. Y bien que lo hacía... “Ca roule??” Ponía el tercer o cuarto expreso en la cafetera, acariciaba al gato, echaba a andar un CD de Portishead y se recluía de nuevo en su lectura. Para ella fui un fantasma el tiempo que estuvimos juntos. Así lo recuerdo. O al menos así lo quiero recordar. Como recuerdo su aroma a Miyake y sus desgastados Camper yendo y viniendo por la duela. Husmeando en pilas enormes de discos y de revistas. Dejando abierta la puerta del baño. Escudriñando a cualquier hora el refrigerador. Retozando a sus anchas en los sillones y en el colchón destendido, como si yo no existiera. Cuando se fastidiaba de la lectura iba hacia mí para pedirme que le recordara algún poema que ella había olvidado. Le sorprendía, o fingía sorprenderle, la manera en que funcionaba mi memoria. Cuando se hartaba del juego me pedía que le contara algo que ella no supiera. Le conté todos mis secretos. Pero si, en cambio, yo le pedía que me contara su historia, sellaba mis labios con los suyos. Entonces llegaba la noche y nos tirábamos en su colchón. Me pedía que abrazara su cuerpo tibio hasta quedarse dormida. Pero jamás hicimos el amor. De verdad no hubo necesidad. Así lo recuerdo. Así quiero recordarlo. Pero quizá nada de esto sucedió.