: el silencio y la voz femenina




La piel muerta
David Miklos
Tusquets, México, 2005
83 pp.


01: El silencio
Ante la estridencia, el silencio. El silencio en la música es tan valioso como grande es el riesgo de emplearlo. Hay pocas referencias de mayor estimación de este elemento que las variaciones sobre el silencio de Miles Davis (“Yo no toco lo que está, yo toco lo que no está”) o el tratado y la obra de John Cage (Silence y 4’33”). Y es que, paradójicamente, el silencio implica por fuerza musicalidad. En música y en literatura pocos son los Maestros del Silencio. Pocos los que se aventuran a una empresa tan arriesgada. El silencio no es abismo. El silencio no es vacío. El silencio es la sangre que hierve bajo nuestra piel. El silencio es el detenerse a escuchar esta sangre. El silencio es también una herramienta discursiva frecuente dentro de una paleta bien temperada. Jamás inhabilidad, como quieren algunos. El uso del silencio implica, por tanto, una musicalidad notable, un oído educado y una sensibilidad refinada. Bien utilizado, el silencio logra ser aun más elocuente que una ópera épica o legajo inmenso de páginas bulímicas. No hay escritores “minimalistas”. Hay escritores que sensatamente se contienen. Allí su virtud. Éstos, reconocen en el silencio la horma sólida de su voz, el molde de su materia narrativa. Su sustento. Jamás vacío. El modelo, la materia prima de su obra, por ende, es inmensa, nunca mínima: la experiencia vital toda. Su propia inmensidad explica que a algunos no les sea dado percibirla aunque la tengan a un palmo. A diferencia de los escritores del silencio, hay quienes escriben por incontinencia. Aquellos escriben en la convicción de que todo pajar, por el simple hecho de serlo, oculta necesariamente una joya. Nada más falso. Nunca más estrepitosa la caída.

Como Proust, David Miklos (San Antonio, Texas, 1970) sabe que todo viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos horizontes, sino en percibirlos con nuevos ojos, con nuevos oídos. ¿No se cifra en ello la apuesta y el amasiato que todo artista debe trabar con su época? Miklos escucha los sonidos de su tiempo. Su bullicio. Su brutalidad. Su abulia. Su candor. Los escucha y opta por el silencio. Vuelve al silencio la parte fundamental de su sistema. Encuentra la literatura en el silencio. En el hijo que regala a un desconocido la urna aún tibia con las cenizas de su madre. En el hermano y la hermana que comparten el lecho. En el vuelo de un colibrí que se detiene en medio del hijo y la madre, que se miran así luego de años sólo para reconocer lo ineludible: la cercanía de la muerte.

El silencio en música es empleado como una dinámica: posee amplitud, altura y profundidad. Como Fleur Jaeggy, Miklos sabe que el silencio posee dimensiones superiores a las del sonido, que su peso específico es mayor y que, por lo tanto, al blandirlo se pueden hender más graves heridas. Tan profundo es el silencio que, una vez que nos atrapa, es muy fácil caer presa del vértigo. Miklos lo sabe y decide correr este riesgo. Sabe, como pocos, que el silencio merece respeto. Pero no guarda distancia. Por el contrario: arremete.

Como Cage cuando experimentó el encierro en una cámara anecoica y, hundido en el más absoluto silencio, pudo escuchar los latidos de su sangre como un torrente fragoroso, Miklos nos obliga así a escuchar nuestro flujo sanguíneo, aislándonos por completo del ruido entre sus páginas. Es sólo entonces cuando su silencio cobra peso específico, se nos vuelve cruel. Insoportable. Cuando deviene para nosotros en vértigo. Él sabe que el sentido del equilibrio se encuentra en el oído. De tal forma su silencio nos abate.

Como Davis, Miklos sabe que el instrumento que ejecuta por naturaleza funciona insuflándole aliento. Respira. Hace pausa. Entonces silencio emerge otra vez. Él lo recibe con respeto. Se recobra. Prosigue.

Tan viejo es el silencio que vio nacer el bullicio, y allí seguirá cuando éste muera. Cuando toda esa literatura del bullicio muera. Los expresionistas lo sabían y por eso optaron por perpetuarse en el silencio. Y Miklos conoce también la vieja máxima Zen: lograr las partes que dejan vacías una brocha o un pincel al dar un trazo sobre una superficie, son las más difíciles de lograr cuando se elabora una pintura.

02: La voz femenina
La piel muerta, más allá de todos los convencionalismos, puede considerarse como “novela femenina”. Una novela femenina pocas veces es bien recibida por una crítica –como la nuestra-- de miras vueltas estrechas por su propio falocentrismo, de parámetros estéticos, históricos y morales enteramente masculinos. Las novelas que asumen un sólido discurso femenino (aunque desde luego no necesariamente feminista) son, por tanto, bastante incómodas y caen como un hierro candente en manos de algunos críticos: ahí están Jelinek, Jaeggy y nuestra más cercana Rivera-Garza. Construida a través de redes (cuando las convenciones estéticas masculinas obligarían a la más o menos flexible linealidad de la anécdota mono-climática de Poe, con sus distintas variedades), La piel muerta reta las estructuras impuestas por la visión androcéntrica de la literatura. Las novelas femeninas que reniegan de los estereotipos, está dicho, rara vez son bienvenidas. Sin embargo, las posibilidades discursivas que el proceso constante de masculinización en la literatura ha vetado son inmensas. Miklos lo sabe muy bien y decide correr el riesgo: hacer lo contrario –feminizar una voz masculina— se antoja una hazaña e implica ya en sí una trasgresión. (¿Qué artista pretende ser tal sin ensayar una voz trasgresora?). La voz y el sistema desarrollados en La piel muerta no sólo involucran un proceso consciente de feminización en su registro, si no en casi todos los niveles, incluyendo su trama. Estructurada por medio de entramados que se desenlazan de manera perfecta sin llegar jamás a un clímax que resulta innecesario, la novela resuelve en una serie de “semi-cadencias” logradas con deliberación. No hay un clímax único que libere toda la presión de la anécdota, simplemente porque a lo largo de la novela hay múltiples resoluciones que lo hacen de manera progresiva y eficaz.

La piel muerta es una novela mucho más vasta de lo que sus ochenta y tres cuartillas supondrían. Su verdadera lectura comienza cuando hemos alcanzado la última página. Estamos ante una obra que invita a múltiples relecturas con el goce de quien devuelve sus pasos en un laberinto para reconocerlo todo. Estamos ante una voz tan precisa que por momentos se vuelve un estilete que hiende el papel. Una voz de estas características implica por fuerza un trabajo largo y juicioso detrás. Implica volverse un lector insaciable para olvidar todo lo leído al momento de escribir.

En La piel muerta nacen y confluyen diversos mitos, nacen sus propias historias sagradas, la creación y la destrucción de su cosmos interno. La presencia de lo sagrado como fundamento de un mundo está latente en Puerto Trinidad y en sus habitantes, en sus historias. Puerto Trinidad y los puerto-trinitenses son parte de un mito triangular donde la figura del Padre es sustituida por la de la Madre. La negación de un patriarcado dominante. La instauración de una voz y de una estética asexuada (o al menos no sexuada dentro de un sistema de género binario). El nacimiento de una voz auténtica, atípica y desde ya imperecedera que habremos de celebrar.

(c) 2005 Tryno Maldonado