: Ismail Kadaré




La convocatoria del prestigioso premio Booker de literatura fue abierta por primera vez a todas las lenguas este año, en una vertiente especial paralela a la exclusivamente anglófona: The Man Booker International Prize. Es tradición del premio publicar una preselección de autores que posteriormente se convierte en una lista de finalistas. Para la primera edición internacional, la lista de escritores y escritoras finalistas fue la siguiente:

Margaret Atwood
Gabriel García Márquez
Gunter Grass
Ismail Kadaré
Milán Kundera
Stanislaw Lem
Doris Lessing
Ian McEwan
Naguib Mahfouz
Tomás Eloy Martínez
Kenzaburo Oé
Cynthia Ozick
Philip Roth
Muriel Spark
Antonio Tabucchi
John Updike
A.B. Yehoshua

El día de ayer se anunció oficialmente el nombre del ganador: Ismail Kadaré. Kadaré nació en Girokaster, Albania, en 1936. Desde 1990 es asilado político en Francia. Las novelas de Kadaré --quien siempre escribió en su lengua materna-- han sido traducidas a múltiples idiomas a partir de que en 1993 Fayard comenzara a “rescatarlas” del supuesto olvido al que el idioma albano podría condenarlas. Alianza Editorial lanzó hace tiempo la Biblioteca Kadaré. De estas traducciones (hechas y revisadas por Ramón Sánchez Lizarralde conforme a las constantes actualizaciones del propio autor), destacan libros como Abril quebrado (donde habla del estricto y brutal código del “Kanun”), Spiritus, El año negro, El nicho de la vergüenza y Tres cantos fúnebres por Kosovo, entre otros.

Alguna vez una amiga me comentaba lo triste que le parecía el hecho de que grandes autores permanezcan prácticamente en el anonimato sólo hasta que un premio de prestigio “los rescata”. A mí me parece lo contrario. Más allá de lo debatible de la naturaleza de los premios literarios, celebro que estos gigantescos aparatos de difusión sirvan para propagar y traer a lenguas como la nuestra voces poéticas que nos regalen una óptica distinta y trasgresora de la realidad. Valga por ejemplo el caso de Jelinek, que de publicar en editoriales pequeñas en su país, cortesía de la doble moral católica y su censura, ahora es leída en buena parte del mundo. Guardando toda proporción, ojalá que sea Kadaré un caso similar.

En septiembre del año pasado platicaba en un hostal de Roma con gente de diversos países, como ocurre siempre en esos lugares. La conversación iba y venía sobre diferentes tópicos, animada por la abundancia de alcohol y de hachís. El idioma obligado era el inglés, inevitablemente. El corro de jóvenes que formamos era más o menos una veintena. De todos los que estábamos ahí, sólo un muchacho se mostraba renuente a unirse al grupo: fingía estar desentendido de todo, sentado unos metros más allá, leyendo un libro. De vez en cuando nos echaba un vistazo disimulado. Cuando reparamos en él, lo invitamos a sentarse juntos a nosotros. Él sonrió tímido y se acercó con lentitud. “¿De dónde eres?”, preguntó alguien. Albania. El muchacho apenas chapurreaba el inglés. “¿Alguien sabe hablar albanés?”, creí entender que preguntaba, con un rostro agobiado. Quizá haya sido por el hash, pero no dudé en levantar la mano y gritar: ¡Ka-da-ré! ¡Ka-nun!