: auto da fe

...algo dentro de mí se obstinó en dejarme en claro que la naturaleza de esa persona que se tiene convenida como “yo” es incompatible a los horrores de la selva; que más valdría Quebec o Tijuana, que lo mismo, en fin, daba Uzbekistán, Nepal, el Gobi mongol y un puñado de arena en los zapatos y otro más en la cara, extraviarse en la blancura sin mácula de las calles de Marruecos, tirar los remos en una canoa sobre la corriente que desemboca en las cataratas de Victoria de Zambia, trepar por las murallas imponentes de un castillo mudéjar de Coca hasta desfallecer en sus almenas, subir las callejas de Lhasa y chocar de frente con la calva de un monje tibetano

(o con una mujer xhosa que balancea impertérrita un envoltorio de tela sobre su cabeza en Sudáfrica y que me ofrecerá una disculpa ininteligible),

encallar en un patibulario fondeadero de Malta para hacer un descanso antes de pisar Sicilia, doblar una esquina en Basora y toparse con la faz deshecha de un niño iraquí tras la explosión de un coche-bomba... ¿Importa? Por supuesto que no. ¿Para qué ir tan lejos cuando es el auténtico exilio tras lo que uno anda? Más valdría buscarlo en la cabalgata desnuda de Godiva

(¿entiendes un poco a lo que me refiero?);

en la Rue Mouffetard que recorre el niño cartier-bressoniano con sendas botellas de vino en cada brazo, con el semblante iluminado de puro orgullo; en la escalera tumbada detrás de Gare Saint Lazare, desde donde un hombre inicia un vuelo improbable como un azor; buscarlo, en fin, en la bañera vacía, en la humedad del sótano, a la vuelta de la esquina, en la violencia de un trazo de Cy Twombly, el un cluster de Ligeti, en las agruras del primer espresso de la mañana, en la espalda de una amante para recorrerla con los dedos, para escribir ficciones sobre sus piernas, sobre sus nalgas, en cualquier sitio dónde amarrarse las tripas para poder soterrar los nombres propios, exfoliarlos de todo recuerdo como quien arranca una esquirla alojada en la tráquea. ¿Mañana en mi destierro tú...