: ¡chau, papá!



Acabo de leer en la prensa que el escritor argentino Juan Damonte (1945) falleció ayer, viernes 16 de septiembre, a la edad de sesenta y uno, en Ciudad Neza. La prensa no especifica las circunstancias. Damonte era mejor conocido por haber ganado el prestigioso Premio Hammet de novela negra en 1996, dentro de la ya tradicional Semana Negra de Gijón, España. La novela galardonada es Chau papá (1997), donde “corren los tiempos más negros de la dictadura. A Carlos Tomassini, miembro de una familia mafiosa bonaerense, la vida se le complica por momentos. La coca y el alcohol lo tienen reventado, su familia le presiona para que siente la cabeza, la policía le atosiga y, encima, su tía le pide que encuentre a su primo guerrillero desaparecido. Atrapado entre dos mundos igualmente peligrosos y tenebrosos: la droga y las cloacas de la dictadura argentina, el relato de Juan Damonte adquiere un ritmo trepidante y frenético.”

Juan Damonte fue hermano del polémico escritor y caricaturista Copi (Raúl Damonte, de quien, entre otros, Enrique Vila-Matas da santo y seña en París no se acaba nunca), provenientes de una familia argentina rica que les permitió a ambos llevar una vida holgada, dedicada al arte y a los excesos.

La Jornada cita este día una sola línea de Paco Ignacio Taibo II tras el deceso de Damonte: “Un hombre singular y absolutamente desconocido”. Lo que, a mi pesar, no deja de provocarme un acceso de risa, pues Damonte fue para mí una aparición cotidiana mientras viví en el DF.

Conocí a Juan Damonte una mañana. Yo me hospedaba con Francesca en los edificios Condesa. Ese día me levanté especialmente temprano para ganar el baño. Prácticamente dormido todavía, con la modorra pesándome como un plomo, me arrastré como pude hasta el baño. Abrí la puerta como si nada y entré. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando descubrí que la bañera estaba llena hasta el tope. Aunque eso no fue lo aterrador: lo aterrador fue descubrir en ella a un viejo de unos sesenta años, largo y delgadísimo, de barbas y cabello completamente blancos, de nariz roja rematada como en una bola de cañón. El viejo se relajaba recostado mientras tomaba su baño de tina. Me parece que los dos gritamos por el horror de encontrarnos en una escena tan descoyuntada de buenas a primeras (él desnudo en la bañera y yo adormilado y en calzones). Pero después el hombre aquél, ya más tranquilo, sacó una de sus manos huesudas de entre la película de jabón de la bañera para saludarme cortésmente, con un perfecto acento argentino. “Buenos días”, creo que fue lo primero que nos dijimos.

Una hora más tarde vi a Francesca en la cocina, mientras preparábamos café y servíamos el desayuno. Yo no encontraba el momento para decirle la cosa que había visto en su baño unos minutos atrás. Es decir, ¿cómo saber que ella misma estaba al tanto de que un viejo argentino tomaba posesión de su bañera por la madrugada, sin previo aviso? Cuando nos servimos el primer café, estuve a punto de decirle: “Francesca, ¿te acuerdas de lo que hablamos ayer? Pues creo que sí, que sí hay fantasmas en tu casa”. Pero en eso irrumpió en la cocina la figura quijotesca (si con alguien podría compararse su traza era con el hidalgo aquél) del hombre de la aparición. Había dado un cambio radical (bueno, ver a alguien en pelotas y verlo después con ropa es ya en sí un cambio de mención): estaba vestido con un saco café de pana con parches en los codos, el cabello blanco y relamido, y el rostro afeitado perfectamente, lo que le otorgaba un aire patricio en comparación con la figura de paria de unos momentos antes. Francesca lanzó un grito al cielo. Creí que se moriría del susto, pero sólo lo hizo para celebrar la entrada del hombre. “Mi querido Juanito, tengo que presentarte a nuestro queridísimo amigo Tryno. Tryno Maldonado, Juan Damonte. Juan Damonte, Tryno Maldonado”. El viejo me miró y se cambió el bastón de mano para alcanzármela con cierta timidez. “Nuestro amigo Tryno es escritor”, dijo Francesca. A lo que, sin esperarlo, el viejo respondió con un sonrisa: “Sí... Sí, creo que ya nos conocíamos”.

A partir de esa aparición, Damonte fue para mí un fantasma que aparecía y desaparecía en la casa de Francesca cuando uno menos se lo esperaba. Siempre llevaba consigo un legajo de manuscritos en una mano y en la otra una viejísima máquina de escribir (cosa de aplaudirse en pleno siglo XXI, pues no cualquiera se anima a cargar una armatoste como ése, una Rémington). Por la noche, Francesca me contó la historia de los Damonte, tanto de Copi en París, como la del propio Juan. La historia de su familia y la caída. Animosa como es siempre, comenzó a sacar libros y libros de los dibujos de Copi, fotos y más libros a lo largo de la noche. Así hasta entrada la madrugada, cuando el amaro se hubo terminado.

Si uno tenía suerte, pero de verdad mucha suerte, podría toparse a Juan Damonte sobrio y entablar una plática mediana. De lo contrario, de estar alcoholizado, cosa frecuente en él, el tipo era insufrible, la verdad sea dicha. Cuando me acostumbré al fin a su presencia, un buen día le pregunté Francesca: “¿Si dices que Juan es tan bueno, por qué ya no escribe más?” A lo que, distraída y como dándome el clima, ella respondió con su marcado acento italiano: “Claro que escribe, y escribe maravillosamente, como no tienes una idea, querido mío. Pero el muy pendejo, estando borracho hasta las cachas, dejó el manuscrito de su última novela en un taxi. El manuscrito entero, la única copia de toda la obra”. Luego dio un sorbo al café, me preguntó cómo iba mi novela y la plática se fue por otros rumbos.