: librerías y descuento digital


Como seguramente para todas y todos los que leerán esto, hubo un tiempo en que los libros fueron un artículo de lujo para mí. Y no es que en nuestro país (donde no existe un precio fijo, factor que favorece a las grandes librerías y que condena a los libreros pequeños al aniquilamiento) hayan dejado de serlo. Es sólo que ahora son parte indispensable de mi trabajo. Incluso llegan a regalármelos para elaborar alguna reseña de vez en cuando. Pero, ya lo digo, hubo un tiempo en que yo no tenía acceso a los libros y debía ingeniármelas como me fuera dado para mantener mi adicción a las novelas decimonónicas, a las novelas de terror y de ciencia ficción. La biblioteca de mi ciudad (a la que llamaremos de nuevo Zacatoluca para no ofender a sus dignos moradores) albergaba toneladas de libros de preparatoria abierta, libros técnicos sobre cómo reparar motores a diesel y fuel injection, las más viejas y soporíferas ediciones del Lazarillo de Tormes y el Periquillo sarniento del Fondo de Cultura Económica, además de las insufribles traducciones de Editores Mexicanos Unidos de las novelas de Hemingway y Faulkner, entre muchas otras joyas igualmente exquisitas. Cuando cumplí los dieciocho, más o menos, esa biblioteca me había dado cuanto podía darme. La había agotado. La alcaldía local presume ahora su interés por la lectura tras haber puesto un puñado de computadoras en dicha biblioteca, aunque los encargados sepan apenas encenderlas y los libros se hagan polvo cuando uno los intenta abrir. En fin, a falta de libros en mi casa (en mi familia sabiamente estaba sobreentendido que los libros, en efecto, eran un artículo de lujo) y de dinero para comprarlos, confieso que recurrí en más de una ocasión al infalible “descuento digital” en varias librerías. Es decir, ese descuento del 100% que uno se adjudica de mano propia y sin que el encargado de la librería pueda verlo. ¿Saben un poco a lo que me refiero, no?

Que lance la primera piedra quien no tenga en su biblioteca un libro robado. Nunca fui un muchacho especialmente ducho para delinquir: ni siquiera faltas administrativas tenía en mi haber (siempre fui tímido incluso para orinar en vía pública). Pero un día sucedió, así, sin más. Los Sanborn’s y los VIPs son una tentación enorme para todo bibliófilo en ciernes, tanto como puede serlo el Sacks de la Quinta Avenida para Winona Ryder. Dos de las revistas que solía comprar con periodicidad casi religiosa eran Guitar Player y Guitar World (no sólo albergaba la esperanza de que dedicaría mi vida a ser un rockstar, sino que lo juraba y lo perjuraba). Dichas publicaciones, por ser importadas, rebasaban con mucho mi presupuesto mensual. Así es que, como dicen los criminales en los noticiarios cuando le preguntan “¿por qué lo hizo?”: “Pues, se me hizo fácil...”

Recuerdo con detalle mi primer vez. Salía de mis clases de música. El libro que utilizaba era un tabique de tamaño oficio. Detrás de él podía esconderse cualquier cosa que hubiera sido publicada en papel. Entré al VIPs a hacerme tonto. Había mucha gente y reinaba el caos: es una sana costumbre mexicana ojear todos los estantes sin comprar nada, estropear las revistas y luego devolverlas a su sitio. Fingí que hacía lo mismo. Así durante una hora, o más. Y de pronto supe que había llegado el momento. Un sudor frío me recorrió la espina dorsal. Volteé despistadamente en todas direcciones. Hice como que me interesaba tal revista y la sostuve como diciendo: “Sí, ésta me interesa, me la llevo más tarde” (porque el histrionismo es un factor capital en esos casos, claro), y la coloqué detrás de mi libro de música.

¿Eso era todo? Fue tan sencillo que tomé una revista más. Igual. Nadie se percataba de lo que estaba haciendo. No me explicaba cómo el mundo se privaba de semejantes privilegios si el universo editorial entero era absolutamente gratuito. Tomé una revista más. Luego otra. Y otra. Lo difícil fue la salida. Sentía todas las miradas puestas sobre el tremendo bulto que ocultaba debajo de mi desgastado libro de armonía. Me temblaban las piernas. Por un momento dudé. Creí que sería mejor devolver el montón de revistas y salir con la conciencia tranquila antes que ser fichado como un criminal. Pero no lo hice. Era todo o nada. Cuando abrí la puerta me topé de frente con el vigilante. Nos miramos a los ojos durante unos instantes que se me antojaron eternos. Él sólo se disculpó por su torpeza, me sostuvo la puerta para que pudiera salir a mis anchas y me despidió con toda amabilidad. ¡Qué portento de servicio dan sus tiendas, don Carlos Slim! Enhorabuena, maldito negrero.

La barrera estaba zanjada. Pero de pronto la cosa me superó. Me sorprendía a mí mismo después las clases saliendo de un VIPs o de un Sanborn’s con cantidades de revistas de todo tipo: desde la disfrutable Cosmopolitan y sus top models, que se lee ágilmente en varias sesiones sobre el retrete, hasta publicaciones tan gozosas como Condorito o tan guarras como el Sensacional de traileros. Mi casa de convirtió prácticamente en un kiosko que renovaba con puntualidad semestral con todas las novedades.

Y entonces pensé: ¿cuál es la diferencia entre sustraer revistas y hacerlo con esos libros de precios estratosféricos que jamás llegarán a la biblioteca local? Ninguna, salvo sutiles modificaciones en la técnica de sustracción (tales como usar un cartapacio en vez del viejo libro de armonía). Alguna vez leí en un artículo de Fabrizio Mejía Madrid sobre la diversidad de las técnicas de sustracción que en sus tiempos (no digo que Fabrizio sea un ruco, pero los sistema de seguridad se han perfeccionado desde aquellas fechas) estaban en uso para saquear la librería Gandhi. Entre las que enumera, la que más fascinación me causó fue la siguiente: un amigo se hacía pasar por inválido; le conseguían una silla de ruedas y toda la cosa para montar el numerito, claro. Se trataba de la primera Gandhi, así es que la silla de ruedas podía ir y venir libremente por los pasillos del lugar, serpenteando entre las estanterías sin problemas. El amigo en cuestión, inválido como fingía estar, se cubría las piernas con una manta. Pero cuando los empleados se distraían, ¡madres!, todos los libros que estuvieran a su alcance iban a parar por montones debajo de la mantita. ¡Quién se atrevería a revisar las partes de un pobre muchacho en silla de ruedas, o a sospechar de él siquiera! Bueno, mi descaro nunca llegó a tanto...

No sé si decir cuál fue el primer volumen que robé. Me hace dudar el hecho de que ahora, transcurrida una década, conozco bien a ese autor y lo tengo en tan alta estima, tanto a él como a su obra. De hecho uno de esos libros, esos libros mal habidos, me lo dedicaría él mismo en cierta ocasión. (Perdón, Nacho, te juro que compraré, ahora sí, todos tus libros).

Reincidir es el verbo capital cuando uno se ha vuelto un criminal. No hay vuelta atrás. Es como una droga dulcísima que requiere dosis más altas. Las elegantes ediciones de Siruela fueron mi primer objetivo. Parsival mi más preciada adquisición. Al principio la elección era selectiva y pudorosa: un autor que había querido leer toda mi vida, una nueva novela de un autor reconocido, ediciones cuidadas y fastuosas, etc. Pero luego la pesca se volvió cuantiosa e indiscriminada. Ya no eran solamente las empresas del multimillonario Slim, sino las librerías de viejo y las librerías especializadas. Un descaro, si me lo preguntan. Aprovecharse de un magnate es una cosa, pero lo otro... Además los libros ya no eran sólo para mí: regalaba novelas a diestra y siniestra para mis amigos, y muchas otras ni siquiera llegué a leerlas.

Hace poco estuve en el DF. Lo primero que suelo hacer cuando tengo un rato libre es visitar la librería Gandhi de Quevedo, que quedaba muy cerca de la casa de mi ex novia. Ese día al que quiero referirme acababa de salir mi novela a la venta. Así que no pude resistir la tentación, ese impulso narcisista, de darme una vuelta para ver mi nombre en los estantes. No se me culpe de exceso de vanidad: la novela de don Daniel Sada acababa de ser publicada también, y allí mismo me lo topé, me parece que haciendo lo mismo que yo. Me saludó animosamente, como siempre, y me preguntó por mi novela. A lo que le respondí que aún no sabía cómo iba la cosa, que recién había salido. Luego nos embarcamos en otros temas. Pero mientras hablábamos, atestigüé a unos metros una escena que se me quedó bien grabada. Se trataba de un adolescente con la pinta de ser estudiante de Letras (o de alguna ociosidad similar). Dudaba entre ir o venir. Husmeaba nerviosamente las mesas de novedades. Miraba en todas direcciones. A pesar del clima, él portaba una chamarra gruesa y sudaba copiosamente. No me costó trabajo entender de qué iba todo aquello. Era su primera vez y no encontraba el momento oportuno para salir. El episodio duró más de media hora. Mientras continuaba mi charla con Sada, el muchacho vivía un momento decisivo. Cuando al fin se animó, vi que se escondía sólo un libro debajo del forro de su chamarra. ¡Pero cuál no sería mi sorpresa cuando alcancé a ver que el libro que se estaba robando era ni más ni menos que el mío! Francamente no supe si sentirme halagado o insultado, si agradecerle al muchacho por su interés en mi trabajo o dar el pitazo a los empleados. El estrenado ladrón de libros emprendió sigilosamente la huída, y debía pasar justo frente a mí para ir a la planta baja y luego salir. Allá abajo no sé cómo se las arreglaría con los detectores magnéticos en las puertas. Ése ya no era problema mío. Cuando pasó a mi lado, nos miramos a los ojos. Pude leer una suerte de código arcano en esa mirada: supo que había descubierto su juego, pero a la vez sabía que yo no iba a delatarlo, como si aquello fuera una iniciación en un rito practicado por una legión vastísima y secreta de lectores a la que sin duda ambos pertenecíamos. Cuando cruzó a mi lado, creo que solamente le dije en un susurro: “Bonne lecture, mon ami!”