: bataille dans le ciel
Volver a Zacatecas, no muy en el fondo, siempre ha significado para mí casi lo mismo que una derrota. Una derrota pírrica. Cada vez que bajo del autobús o del avión, luego de algún viaje, algo dentro de mí vuelve a congelarse, algo de ese calor avivado por la euforia de la aventura y de lo novedoso se enfría sin remedio. En esos momentos aquello de Proust de que todo viaje de descubrimiento consiste en percibir los horizontes con nuevos ojos no deja de parecerme nada menos que una patraña. La abulia. El retorno a la tibieza, al medio de ninguna parte. Hace una semana volví a esta ciudad. Algo tan rutinario como atravesar la avenida Hidalgo por la tarde me parece siempre una tortura: las mismas caras, los mismos sonidos, las mismas rutinas que se entretejen puntual y enfermizamente desde hace años. Alguien que murmura a tus espaldas. Alguien más que se cambia de banqueta para evitar saludarte (yo mismo acostumbro hacerlo). Y una parte de esa avenida donde el viento sopla seco y te cala en los pulmones como los mil demonios. El hastío. Pretendo caminar las calles concentrado en algún tema. O simplemente me calo los audífonos con Deftones y me desconecto del mundo. Lo que en realidad hago es maldecir el haber nacido en un sitio tan anodino, una tierra árida que se la está llevando el carajo (sólo basta ver los titulares de los diarios).
Hoy por la tarde no pude más: casi me parte la tristeza y la frustración por habitar en esta ciudad. No sé por qué, entré a un café que jamás frecuento. Me topé con L., una amiga que no veía hace rato. Ella estaba sentada en la mesa del fondo, hundida entre una montaña de libros y de apuntes. Luego de una hora cambiamos el café por un bar y charlamos hasta tarde sobre repostería, drogas, drogas-repostería, Barcelona, Marías, Coetzee, Salinger, sobre la última vez que nos metimos XTC y el examen que ella debía presentar a primera hora de la mañana. L. y yo nos despedimos con un largo abrazo. Prometí prestarle algunos libros, aunque sé que ella siempre termina extraviándolos o regalándolos, como si fueran suyos. Poco importa. Los libros son de todos y a veces, sólo a veces, incluso se lo celebro. Así fue que de nuevo me quedé solo para reemprender la pesadilla de vivir en esta ciudad como un náufrago que se ase con toda su alma a un islote no porque lo haya estado buscando, sino porque es su única esperanza. ¿Escribimos por la propensión de nuestro temperamento a estar solos o propendemos a un temperamento solitario porque escribimos? ¿La naturaleza de nuestras ciudades nos vuelven huraños o porque nacemos huraños nuestras ciudades nos eligen? Auster tiene variaciones sobre el tema.
La vez que este encontronazo con la vuelta a la realidad y a la rutina casi me tumba fue hace un año, cuando volví de Europa. Recuerdo que hablaba poco, salía poco y procuraba aislarme de los amigos. A pesar de que el viaje con mochila fue toda una experiencia extrema (entre otras cosas me robaron la cartera y perdí algunos kilos por no comer lo suficiente), mientras estuve viajando, durmiendo en hostales, en trenes, en estaciones de tren, en la calle, comiendo mal, pateando la calle hasta sentir acalambrárseme las piernas y hasta acabarme las suelas de los zapatos, mientras estuve viajando, en fin, sentí que cualquier sitio que pisaba era mi hogar. No he vuelto a experimentar esa sensación desde entonces. En los últimos días se ha reavivado esa nostalgia. También ese viejo compañero: el insomnio.
Sin que lo esperase, y luego de darle el último trago a la cerveza, mi amiga L. dijo de lo más desenfadada: “Comprar un boleto de avión es lo más fácil del mundo, ¿o no?”. L. y yo hablamos esta tarde largamente sobre el tema. Incluso le dije que estoy escribiendo una novela sobre ella, sobre su trabajo y sobre sus viajes. L. tiene dieciocho años. Por el día estudia la preparatoria. Por la noche trabaja en una discreta y elegante casa de citas. Sólo mujeres jóvenes, notablemente atractivas, estudiantes de preferencia, que puedan mantener una conversación amena, culta e informada con los clientes. (Yo necesitaría trabajar dos o tres meses completos sólo para pagar una noche en ese lugar). Mensualmente ella gana mucho más de lo que yo he podido ahorrar en toda mi vida. No es rara la vez que aparece por mi casa con un montón de discos o de libros recién comprados. Toma, me dice, se prepara un café o se mete a bañar y me los deja sin más sobre la mesa. Cuando le conté de mi nuevo proyecto de novela, su novela, L. no se lo esperaba: me mostró una sonrisa candorosa e incluso creo que se sonrojó (mi daltonismo me impide distinguir esta clase de manifestaciones cutáneas de las emociones, pero puedo apostar a que, en efecto, se sonrojó). De ese tema pasamos a otro y a otro más. Casi al final de la charla, de pronto y con los ojos brillándole, sin poder quitarse una sonrisa contundente de la cara, me lanzó a quemarropa: “¿Por qué siempre te complicas la vida? Comprar un boleto de avión es lo más fácil del mundo, ¿o no? Quiero hacerte ese regalo, Tryno. ¿Aceptarías?” Un “no” precipitado en ese momento hubiera resultado tan ridículo como insultante. Entre nosotros hay ciertos códigos tácitos. Y entre L. y yo jamás ha habido nada más que una amistad entrañable, y han sido esos mismos códigos compartidos los que la han salvado y la han mantenido tan vigente como siempre. Me ha dicho que sopese bien su propuesta. No dijimos más. Luego de despedirnos deambulé sin rumbo por las mismas calles empedradas, con el frío calándome los huesos y con el aroma de su Miyake en una mejilla.
Hace un rato volví a mi casa. Quise dormir, pero me invadió el insomnio. El insomnio ha vuelto. No pude escribir una sola página de la nueva novela. Aunque lo intenté. De verdad lo intenté. Lo mismo me extraña que no pueda quitarme de la cabeza ni un segundo algunas escenas de la nueva película de Reygadas, que vi hace muy poco: Batalla en el cielo (mi hermano la escribió en francés cuando me la recomendó en un SMS, y pienso que suena un poco mejor: Bataille dans le ciel), que a su vez me traen a colación los primeros versos de Borges que memoricé (Silenciosas batallas del ocaso / en arrabales últimos / siempre antiguas derrotas de una guerra en el cielo...). Y es que la analogía con dicha película es bastante obvia. No sé si sea Ana, la protagonista de la película, que se parece tanto a mi amiga L., con todo y su personalidad estridente y luminosa. No sé si sean sus historias, tan similares... Una chava fresa, guapa, medianamente culta, una radical chic que se prostituye con políticos y empresarios sólo por placer en una casa de citas. No sé... No quiero pensar más al respecto. Tomo un libro al azar y subo a la azotea a leer. La noche es un pliego virgen y desde mi casa puede verse toda la ciudad. Quizá el sueño llegue pronto. Quizá nunca lo haga. Aquí lo espero con los brazos abiertos mientras intento quitarme de la mente las palabras de L. Mientras intento olvidarme de su proposición. Intento borrarlas porque su simpleza me duele cuanto más me rasco la testa. Y es que, en efecto, comprar un boleto es lo más fácil del mundo. Entonces, ¿qué nos detiene?
Hoy por la tarde no pude más: casi me parte la tristeza y la frustración por habitar en esta ciudad. No sé por qué, entré a un café que jamás frecuento. Me topé con L., una amiga que no veía hace rato. Ella estaba sentada en la mesa del fondo, hundida entre una montaña de libros y de apuntes. Luego de una hora cambiamos el café por un bar y charlamos hasta tarde sobre repostería, drogas, drogas-repostería, Barcelona, Marías, Coetzee, Salinger, sobre la última vez que nos metimos XTC y el examen que ella debía presentar a primera hora de la mañana. L. y yo nos despedimos con un largo abrazo. Prometí prestarle algunos libros, aunque sé que ella siempre termina extraviándolos o regalándolos, como si fueran suyos. Poco importa. Los libros son de todos y a veces, sólo a veces, incluso se lo celebro. Así fue que de nuevo me quedé solo para reemprender la pesadilla de vivir en esta ciudad como un náufrago que se ase con toda su alma a un islote no porque lo haya estado buscando, sino porque es su única esperanza. ¿Escribimos por la propensión de nuestro temperamento a estar solos o propendemos a un temperamento solitario porque escribimos? ¿La naturaleza de nuestras ciudades nos vuelven huraños o porque nacemos huraños nuestras ciudades nos eligen? Auster tiene variaciones sobre el tema.
La vez que este encontronazo con la vuelta a la realidad y a la rutina casi me tumba fue hace un año, cuando volví de Europa. Recuerdo que hablaba poco, salía poco y procuraba aislarme de los amigos. A pesar de que el viaje con mochila fue toda una experiencia extrema (entre otras cosas me robaron la cartera y perdí algunos kilos por no comer lo suficiente), mientras estuve viajando, durmiendo en hostales, en trenes, en estaciones de tren, en la calle, comiendo mal, pateando la calle hasta sentir acalambrárseme las piernas y hasta acabarme las suelas de los zapatos, mientras estuve viajando, en fin, sentí que cualquier sitio que pisaba era mi hogar. No he vuelto a experimentar esa sensación desde entonces. En los últimos días se ha reavivado esa nostalgia. También ese viejo compañero: el insomnio.
Sin que lo esperase, y luego de darle el último trago a la cerveza, mi amiga L. dijo de lo más desenfadada: “Comprar un boleto de avión es lo más fácil del mundo, ¿o no?”. L. y yo hablamos esta tarde largamente sobre el tema. Incluso le dije que estoy escribiendo una novela sobre ella, sobre su trabajo y sobre sus viajes. L. tiene dieciocho años. Por el día estudia la preparatoria. Por la noche trabaja en una discreta y elegante casa de citas. Sólo mujeres jóvenes, notablemente atractivas, estudiantes de preferencia, que puedan mantener una conversación amena, culta e informada con los clientes. (Yo necesitaría trabajar dos o tres meses completos sólo para pagar una noche en ese lugar). Mensualmente ella gana mucho más de lo que yo he podido ahorrar en toda mi vida. No es rara la vez que aparece por mi casa con un montón de discos o de libros recién comprados. Toma, me dice, se prepara un café o se mete a bañar y me los deja sin más sobre la mesa. Cuando le conté de mi nuevo proyecto de novela, su novela, L. no se lo esperaba: me mostró una sonrisa candorosa e incluso creo que se sonrojó (mi daltonismo me impide distinguir esta clase de manifestaciones cutáneas de las emociones, pero puedo apostar a que, en efecto, se sonrojó). De ese tema pasamos a otro y a otro más. Casi al final de la charla, de pronto y con los ojos brillándole, sin poder quitarse una sonrisa contundente de la cara, me lanzó a quemarropa: “¿Por qué siempre te complicas la vida? Comprar un boleto de avión es lo más fácil del mundo, ¿o no? Quiero hacerte ese regalo, Tryno. ¿Aceptarías?” Un “no” precipitado en ese momento hubiera resultado tan ridículo como insultante. Entre nosotros hay ciertos códigos tácitos. Y entre L. y yo jamás ha habido nada más que una amistad entrañable, y han sido esos mismos códigos compartidos los que la han salvado y la han mantenido tan vigente como siempre. Me ha dicho que sopese bien su propuesta. No dijimos más. Luego de despedirnos deambulé sin rumbo por las mismas calles empedradas, con el frío calándome los huesos y con el aroma de su Miyake en una mejilla.
Hace un rato volví a mi casa. Quise dormir, pero me invadió el insomnio. El insomnio ha vuelto. No pude escribir una sola página de la nueva novela. Aunque lo intenté. De verdad lo intenté. Lo mismo me extraña que no pueda quitarme de la cabeza ni un segundo algunas escenas de la nueva película de Reygadas, que vi hace muy poco: Batalla en el cielo (mi hermano la escribió en francés cuando me la recomendó en un SMS, y pienso que suena un poco mejor: Bataille dans le ciel), que a su vez me traen a colación los primeros versos de Borges que memoricé (Silenciosas batallas del ocaso / en arrabales últimos / siempre antiguas derrotas de una guerra en el cielo...). Y es que la analogía con dicha película es bastante obvia. No sé si sea Ana, la protagonista de la película, que se parece tanto a mi amiga L., con todo y su personalidad estridente y luminosa. No sé si sean sus historias, tan similares... Una chava fresa, guapa, medianamente culta, una radical chic que se prostituye con políticos y empresarios sólo por placer en una casa de citas. No sé... No quiero pensar más al respecto. Tomo un libro al azar y subo a la azotea a leer. La noche es un pliego virgen y desde mi casa puede verse toda la ciudad. Quizá el sueño llegue pronto. Quizá nunca lo haga. Aquí lo espero con los brazos abiertos mientras intento quitarme de la mente las palabras de L. Mientras intento olvidarme de su proposición. Intento borrarlas porque su simpleza me duele cuanto más me rasco la testa. Y es que, en efecto, comprar un boleto es lo más fácil del mundo. Entonces, ¿qué nos detiene?