: la brujería y el poder en méxico .01




Política y magia han estado unidas desde mucho antes de lo que pudiéramos creer. El antiquísimo Código de Hammurabi (s.XVIII a.C.), por ejemplo, marca leyes bastante estrictas para los casos de imputaciones de ejercer la brujería. Para tales conflictos, el Río Divino era el juez inapelable: si el acusado resultaba ser culpable de brujería, el río, en su magnífica sabiduría, lo arrastraría con toda la bravura de su cause. De esta forma la ley delegaba en la superstición el poder de decidir sobre los propios asuntos concernientes a la superstición y a la magia. De igual suerte, el famoso oráculo de Delfos fue un guía imprescindible para la toma de decisiones de los poderosos de la antigüedad griega, tanto como lo fueron los videntes lectores de vísceras para los emperadores romanos. Las culturas primitivas, sus patriarcas o sus representantes, siempre han agotado todo cuanto esté a su alcance para garantizar la prosperidad de su comunidad y aumentar las posibilidades de éxito de sus proyectos, recurriendo en primerísima instancia, desde luego, a los rituales religiosos o sobrenaturales.

Eso no sorprende a nadie; lo que podría sorprender, en todo caso, es que esas prácticas rituales mágicas sucedan aún en nuestros días y que nuestros políticos sigan considerándolas una herramienta válida para cristalizar sus propósitos, sean éstos cuales sean. En un país como el nuestro, donde la clase política brilla por su ignorancia y casi siempre está reñida con todo aquello que demuestra estar fuera de su alcance por escaparse de su potestad, es obvio que haya encontrado un aliado idóneo y fiel aquellas prácticas que nada tengan que ver con una explicación racional de su entorno: la fe y la devoción religiosa, las prácticas de ritos supersticiosos, brujería, hechicería, quiromancia, chamanismo, santería, etc.

Los poderosos en nuestro país han mostrado a lo largo de la historia, antes que una franca intención por el bienestar de aquellos a quienes gobiernan, mantener como tónica una lucha desencarnada por el poder. Esta carrera ciega y sin escrúpulos, con sus debidas distancias, es muy semejante a la que en otros tiempos sostenían de forma perenne los césares romanos (no en vano tenemos a ese “Viejo César” que fue Porfirio Díaz, y a aquellos tres “Césares Rojos” respaldados por Obregón) o la misma que podemos leer en las tragedias griegas: y es que uno, cegado por el poder, nunca sabe cuándo le asestarán una certera puñalada por la espalda, si el plato que descansa en nuestra mesa ha sido envenenado, o, en el peor de los casos, si se es víctima de un vengativo “mal de ojo” por parte de nuestro más acérrimo enemigo en la oposición, de nuestro vecino de curul, de nuestro rival en las elecciones internas del partido o de aquél que nos pisa los talones en las encuestas por “la grande”. Hasta nuestro amigo más entrañable, nuestra mujer, nuestra amante o incluso nuestro hijo son dignos de sospecha. Este juego arribista que no tiene otro objetivo que el poder por el poder mismo, inevitablemente termina por trastornar a aquellos que lo juegan. La esquizofrenia y la paranoia merodean incluso al poseedor del coto de poder más raquítico a la vuelta de la esquina. Donde la razón termina comienza la forma más primitiva de explicar el mundo: la superstición. ¿Cómo estar prevenido, cómo estar un paso delante de nuestros enemigos en esta carrera salvaje que es la política? ¿No es siempre recomendable tener una ayuda extra del “otro mundo”?

Es sabido que en México, tanto la brujería como la hechicería, fueron puntual e inmisericordemente castigados en su tiempo por la Inquisición Española como un vehículo de control del virreinato y la iglesia católica. No debemos soslayar, sobre todo, que nuestro país ha forjado su identidad por medio de un crisol diverso y multicultural en el que las creencias religiosas también se han reinterpretado, moldeado y transformado con total holgura. Las creencias y los ritos judeo-cristianos han sido mezclados sin distingos con las más disímiles tradiciones mágico-religiosas de las múltiples etnias nativas, con el chamanismo e incluso con la Regla de Ocha (religión popularmente conocida como “santería”) de origen caribeño.

En México, el matrimonio entre fuerzas supraterrenas y los poderosos se puede rastrear desde la época prehispánica. Guardando distancia con su contexto, el propio Moctezuma solía leer en las señales que le brindaba la naturaleza los augurios que le estaban deparados tanto para su imperio como para él mismo. La creencia en los elementos mágicos y en su poder sobre los fenómenos naturales, los seres humanos y sus destinos eran parte importante de su cosmovisión. Pero aun a la llegada de los españoles a nuestro territorio, Bernal Díaz relata en sus crónicas la inclusión de un astrólogo dentro del equipo que acompañaba a Hernán Cortés. Este peculiar astrólogo dio consejos a Cortés y vaticinó su propia muerte mediante sus recursos quiromáticos, que fueron descubiertos sólo tras su fallecimiento.

Según Mircea Eliade, el chamán desempeña un papel esencial en la defensa de la integridad síquica de la comunidad, defiende la vida, la salud, la fecundidad, el mundo de la “luz” contra la muerte, las enfermedades, la esterilidad, la desgracia y el mundo de las “tinieblas”. En este sentido, no es raro que algunos de los personajes de nuestra historia hayan pretendido entablar contacto con espíritus del “más allá”, asesorarse o incluso dotarse a sí mismos con cualidades chamánicas para guiar y velar por su pueblo (la versión llevada al ridículo de esto la pudimos ver en la última cinta de Alfonso Arau sobre Emiliano Zapata; aunque, lamento desilusionarlos, la iniciación en el chamanismo del caudillo es sólo una patraña cinematográfica). Quien, en cambio, sí afirmaba abiertamente aprovechar su contacto con el mundo de ultratumba para guiar el destino de la nación, fue Francisco I. Madero, inspirado por las obras del fundador de la doctrina espiritista: Allan Kardec. Madero es muy probablemente el caso más notable en la historia del poder por su ferviente devoción hacia el mundo de los muertos. Se tomaba bastante en serio el espiritismo, al grado de llevarlo como su fe, luego de serle revelada en un viaje a París su vocación: la de médium escribiente. El propio Madero (quien ocupó el cargo presidencial por un breve periodo tras el término del régimen porfirista, 1911-1913) presidió en su natal Coahuila la Sociedad de Estudios Psíquicos de San Pedro, cuyas minutas y conversaciones en estado de trance se conservan en sus Diarios espiritistas. Madero creía a pie juntillas que el alma de Benito Juárez, entre otras, era la que guiaba su proyecto personal y sus planes para la nación (lo que nos trae actualmente a colación a Hugo Chávez, en Venezuela, de quien se dice que tiene dos escritorios en su oficina: uno para él y otro para el espíritu de Simón Bolívar). Y fue por medio de estos estados de trance como Madero descubrió su auténtico destino; él mismo lo escribe en sus diarios: “emprender una gran cruzada democrática para llevar a la Patria a su liberación”.

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-Tryno Maldonado