: sobre la muerte

Creo que sólo tras fallecer mi abuela materna cobré conciencia del fenómeno transitorio entre la vida y cualquier-cosa-que-estuviera-más-allá. Tendría unos seis años de edad cuando sucedió. Tanto a mi hermano de tres años como a mí, nuestros padres nos llevaron a dormir a casa de una tía paterna la noche anterior. Todo me pareció demasiado sospechoso desde el comienzo. Por más que lo intenté, no pude conciliar el sueño. Mi tía me descubrió merodeando por la casa en pijama. Le alegué que mi madre siempre me daba un vaso de leche para poder dormir. Ella accedió a dármelo de buena gana y fingí volver al cuarto. Lo que hice en verdad fue espiar la plática que a continuación tuvieron ella y su esposo en su recámara. Para cuando me metí de nuevo entre las cobijas, junto a mi hermano pequeño aún dormido, ya había descubierto un secreto terrible que vino a confirmarse a la mañana siguiente. No pude volver a pegar un ojo esa noche. Muy temprano, nuestra tía nos mandó a comprar pasadores negros para el cabello.

Una hermana de mi madre trabajaba como profesora en la escuela primaria donde yo cursaba el primer grado. Dicha escuela quedaba muy cerca de la casa donde habíamos pasado la noche, aunque, de hecho, en mi ciudad cualquier lugar queda cerca de cualquier otro. A los alumnos de la clase de la hermana de mi madre, la profesora, les habían permitido volver a sus casas a primera hora, pues su maestra no había podido asistir a trabajar por alguna razón. Cuando mi hermano y yo volvimos de la mercería con la caja de pasadores negros, distinguí a un piquete que niños con el uniforme de la escuela. Apenas los vi, aceleré el paso. Temí lo peor. Yo tenía permiso de mi madre para faltar a clases, permiso que no discutí en absoluto un día antes: pocas veces la había escuchado hablar con tanta dulzura y con tanta connivencia. Aquellos niños de tercer grado, con toda la malicia o la inconciencia del mundo, me llamaron a gritos tan pronto como me reconocieron. Redoblaron la marcha para darnos alcance a mi hermano y a mí. Dos de ellos me abrazaron por los costados, fingiendo camaradería. Me preguntaron a mansalva si era yo quien era, el sobrino de su profesora, que por qué no traía puesto el uniforme, que por qué no había ido a clases... Uno de ellos, aduciendo mi parentesco con su maestra, me preguntó con auténtica curiosidad si era cierto que a la madre de la profesora la habían matado los gases. Otro añadió que no, que mi abuela había muerto la noche anterior por un infarto, haciendo énfasis en la palabra in-far-to, para luego voltear hacia mí con una mirada pasiva que buscaba una confirmación de su exégesis. Mi hermano pequeño escuchaba todo con asombro y abría la boca tanto que pensé que los maxilares se le trabarían si no hacía algo pronto. Me zafé del abrazo de aquellos dos muchachos y lo jalé a él tan fuerte para llevármelo de allí que lo hice arrastrarse sin querer de rodillas contra el suelo durante varios metros. La caja con los pasadores de cabello cayó al suelo. Su interior se derramó como si lo que mi hermano hubiera soltado fuera un reguero de insectos negros. No sé si sus gritos y sus sollozos se debieron al dolor de verse arrastrado sobre el adoquín como un guiñapo o, más bien, a la tremenda culpa de haber estropeado nuestro encargo.

De nuevo en la casa, nuestra tía comprobó con estupefacción las condiciones en que había vuelto mi hermano. Tenía los pantalones, unos pantalones de pana pequeños como de muñeco de ventrílocuo, estropeados y deshechos a la altura de las rodillas, además de un raspón aparatoso en cada una. Él me daba puñetazos en el estómago y lloraba con tanta rabia que llegó a privarse de la respiración más de una vez. En otras circunstancias yo hubiera respondido a sus golpes con otros más fuertes, pero sabía que después de ese capítulo me había ganado con méritos una paliza sin precedentes dentro de la historia de las palizas por haberme enterado de un secreto tan terrible. No me inmuté. Todo lo que podía sentir a esas alturas era un odio indiscriminado por todo y por todos, incluyendo a mi pobre hermano que me batía a golpes con todos sus bríos, con unos puños minúsculos que apenas me hacían cosquillas, un odio que incluía a esa caterva de embusteros que eran mis tíos y mis padres, un odio que no sé si comenzaba por mi abuela, que se había creído con el derecho de largarse sin darme explicaciones. A partir de ese episodio, sentí por ella un rencor muy parecido al que sólo veinte años después volví a sentir. Eso el día de hoy. Hace unas horas. Por la mañana.

En contra de mis suposiciones, nuestra tía se mostró compasiva. Se llevó cargando a mi hermano para curarlo mientras yo me negaba rotundamente a volver a entrar a su casa. Cerré la puerta de un golpe y me salí a la calle. Permanecí sentado debajo del vano durante más de una hora, con los dientes apretados por la furia hasta sentir en el paladar un regusto a cobre. Al final se abrió la puerta desde dentro y apareció mi tía. Se dejó caer al piso, remedándome, para poder abrazarme contra su pecho. El tono de voz con que se dirigió a mí fue el mismo que había empleado mi madre cuando me dijo que podía faltar a la escuela. ¿Ya lo sabes, verdad?, me preguntó mirándome a los ojos. Asentí con la cabeza, visiblemente enfadado y ésa fue toda mi contestación.