: mediocridad en los genes



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Siempre, desde que he tenido memoria (México ‘86), sucede exactamente lo mismo: llámese Hugo Sánchez o llámese Rafa Márquez el santo de devoción en turno. Desde México ’70, cada cuatro años y a excepción de Italia ’90 (cuando México fue castigado por la FIFA al falsear la edad de varios jugadores, queriendo aplicar la típica “transa mexicana”), alrededor de la “Selección Nacional” se monta un tinglado impresionante para cada Copa del Mundo que al poco tiempo se desinfla sin falta y con estrépito como un globo. Esta batahola mundialista está orquestada principalmente por las dos grandes televisoras del país. Antes, con Imevisión, José Ramón Fernández era el más férreo crítico, pero ahora que tiene una rebanada del pastel, es el más dócil admirador del equipo nacional. Las televisoras tienen “línea” muy clara para inflar las expectativas reales de la “selección” y son las que sacan la mayor tajada económica (y política, como lo hemos visto con la Ley Televisa) como premio por inflar falsas esperanzas ante un público mexicano narcotizado que se aferra a un sucio balón con la misma fe ciega que al raído sayal de la virgencita de Guadalupe para evadir la mierda de realidad en la que vivimos todos los días.

El día de hoy el equipo de futbol nacional demostró que los mexicanos tenemos implantado un gen desde tiempos inmemoriales: el gen de la mediocridad (lo mismo podría decir para la literatura, por ejemplo). No son otra cosa que un puñado de jugadores muertos de miedo ante un rival de mediana historia y de mediana monta, jugadores que se les cierra el mundo y tiemblan de pánico cuando se ven de frente a la portería contraria, jugadores sin experiencia internacional, hechos al futbol casero y paternalista de tercer nivel y ajenos por completo a lo que pasa en los torneos de grandes ligas, como la Serie A, la Liga Española o la Premiere League (todo esto podría aplicarse para describir casi cualquier ámbito de la vida nacional). Y por el otro lado, un Portugal que sabiendo de la poca estatura de su rival, se dio el lujo de ni siquiera ponerles uniforme a sus dos grandes estrellas: Deco y Cristiano Ronaldo, que vieron plácidamente el partido desde las gradas.

Lo que vimos fue a un tal Luis Pérez expulsado por tirarse un clavado en el área, como tratando de engañar a un árbitro de la liga llanera a la que está acostumbrado; un Omar Bravo que corría como poseído por todos lados creyendo que jugaba una cascarita contra el Atlético Chicontepec, ingenuo cuando se encuentra solo frente al portero, sin nada de malicia y, “Dios no lo quiso”, fallando un penalti clave; y encima un Rafa Márquez que terminó contagiado de la pusilanimidad de su equipo ante la presión, regalando mil pelotas y provocando un penalti al pegarle increíblemente al balón con la mano. En general, un equipo sin talento individual, sin creatividad, estrecho de miras, funcionando sólo a fogonazos por el trabajo colectivo organizado por La Volpe en estos cuatro años y, sobre todo, sin un líder nato que se faje los pantalones y que inyecte coraje en la cancha (misma carencia que tiene el país).

Al final de la debacle que fue el partido contra Portugal, el pelmazo mayor, Vicente Fox, se atreve a hacer todavía un mensaje televisivo para premiar la mediocridad nacional y felicitar a la selección por “haberle echado ganas y haber luchado hasta el final. ¡Y que sigan los éxitos!” (¿Ninguno de sus asesores le dijo que perdieron rotundamente?). No cabe duda que cada país tiene el equipo de futbol y el presidente que se merece.

Otra vez, como cada cuatro años, cuando la selección sea eliminada del torneo, se buscará un chivo expiatorio (de los que está plagada la historia del país, por cierto): caerá la cabeza de La Volpe, el extranjero que le ha dado un poco de forma y dignidad a un montón de jugadores de mediano pelo. Las televisoras se guardarán sus fajos de billetes conseguidos a costillas de la ingenuidad de la gente. Unos días después iremos a las urnas a votar para que el país siga atascado en la misma mierda y haremos como que no pasó nada, hasta dentro de otros cuatro años.