: a.m. homes,
la niña mala de las letras gringas


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Sucede que en los últimos meses me he preguntado lo siguiente: ¿por qué no puedo dejar ya de leer a los ingleses y a los gringos? ¿Por qué de Roth salto a McEwan y de McEwan a Ishiguro y de Ishiguro regreso a Safran Foer y de Safran Foer a Kureishi, etcétera, sin detenerme entre libro y libro? Esta semana lo confirmo. La respuesta es sencilla: porque, a diferencia de autores de otras tradiciones, ellos nunca fallan a mis expectativas como lector. Porque es obvio que, salvo excepciones, la mejor narrativa actual se está haciendo en ese idioma.

Hace unas semanas un amigo estuvo de visita por estas tierras. Entre tugurio y tugurio, hablamos, además de los chistes de un chino que creyó que su mujer era una bruja porque cuando le dio el primer mordisco salió volando por la ventana (clave: era una muñeca inflable), en efecto, sobre literatura. Nuestro amigo, como todos los franceses (o por lo menos los que he podido conocer), tiene una sistemática repulsión por la tradición anglófona que hizo replantearme más tarde si de veras mi costumbre de leer autores angloparlantes con fervor no estaría guiada más bien por “ilusiones del mercado” y por una finísima táctica expansionista del imperio que estuviera implantando en mí un chip malévolo que a la larga me hará alimentarme exclusivamente de Big Macs, apoyar la invasión a Irak y votar por los Republicanos (en caso, claro, que algún día pudiera votar por ellos de manera legal). Yo compartiría ese mismo recelo si el enorme pajar del mercado literario en lengua inglesa (unas 12,000 novedades al año sólo de literatura “seria” sin contar las traducciones) no guardara joyas contemporáneas como los perturbadores cuentos de A.M. Homes.

Apegada a la tradición iniciática del relato estadounidense de
The New Yorker, que ha visto pasar a piedras angulares del cuento como John Cheever, Raymond Carver, Truman Capote, Ernest Hemingway, y un largo etcétera, A.M. Homes (New York, 1961) se perfiló desde esas mismas páginas como toda una maestra del género hace más de quince años. Su primera colección: The safety of objects (1990), así lo demuestra. En su segunda recopilación en este género, publicada doce años después, Cosas que debes saber (Anagrama, 2005), los tópicos a los que nos tiene habituados Homes se expanden para crear atmósferas sobrecogedoras; la extrañeza, la imaginación desbordada e intervenida, así como el absurdo toman control de los espacios a través de una prosa igualmente desconcertante, potenciada por el silencio y las frecuentes elipsis que inquietan y quitan el sueño de cualquier lector mucho después de que se abandonan sus páginas.

A.M. Homes es hoy en día mucho más que una narradora de fuelle. Que tiene talento está probado de sobra. Hay más. Hay códigos autónomos tan fuertes dentro de su peculiar y retorcido imaginario que se han expandido fuera del texto y le han dado el sitio de heroína de toda una nueva generación de escritores, como opinaría la propia Zadie Smith (Londres, 1975) si le preguntáramos. Si el niño fornido, malo y abusón que reniega de sus padres, y rompe sus propios juguetes en venganza es David Foster Wallace (New York, 1962), entonces su inseparable compañera de juegos sería Homes, la niña rara del aparto dental del suburbio gringo que se masturba espiando a los vecinos y que incendia sus Barbies, hormigas y pájaros por igual con una lupa. Amy Michael Homes, la niña mala, la reina de lo políticamente incorrecto, la feminista de clóset (o no) que lo mismo produce y escribe los guiones para la exitosa serie de televisión
The L word sobre el universo lésbico, con el mismo desenfado que vuelve material literario su experiencia con la maternidad (In a country of mothers, 1993), que se pone en los zapatos de un abusador y asesino de menores (The end of Alice, 1996), o que nos sitúa de pronto en la intimidad de un Ronald Reagan decrépito y vuelto un bufón por el alzheimer, para enterarnos de paso de los detalles de lo que debe ser la patética vida marital del ex presidente con un humor despiadado que le sacó ronchas a buena parte de la opinión pública de EEUU.

Y es que, además, en la prosa de la “reina de las bad-girl heroines” desborda algo que en nuestra timorata tradición tanto escasea: la prosa de Homes está llena de furia, de vitalidad, de un impulso incontenible por narrar que termina volviéndose invariablemente trasgresor por su propia fuerza originaria, siempre honesta, jamás pretenciosa. Mientras que en nuestras letras nuestros jóvenes autores y autoras parecen tenerle un pavor atávico al cuerpo humano y emprender una prosa estereotipada, ascética o esquiva respecto a él, Homes no tiene empachos en describir sus patologías (una mujer devastada por el cáncer y la quimioterapia, por ejemplo, otra más abatida por una inclemente migraña mientras un incómodo extraño aparece para robarle la confianza de sus padres); en regodearse con sus emanaciones, erupciones y suciedades (ya sea en el semen que una mujer recolecta a escondidas de los condones recién usados por jóvenes adonis, o de las plumas que brotan como ampollas de la espalda de otra que tiene frecuentes mutaciones corporales); en los instintos básicos que debajo de capas y capas de construcciones culturales a fin de cuentas siguen gobernando sus fiebres y pasiones (como en la historia de los dos adolescentes que descubren sus cuerpos en una relación homosexual y anfetamínica, o en la del niño que se inicia sexualmente seduciendo a la Barbie de su hermana y penetrando a su Ken por el hueco de la cabeza de plástico). Pero la de Homes, a diferencia de la de muchísimos otros y otras, no es una trasgresión gratuita que busque los reflectores como un subterfugio efectista y provocador. No. Hay mucho más. Homes es una reina que puede bajar a la pocilga a ensuciarse el vestido y los zapatos de mierda si le viene en gana.

¡Te queremos mucho, Amy!