: san kurt cobain




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Cuando el primer álbum de Pearl Jam vio la luz (Ten, 1991), millones de adolescentes quedaron pasmados en todo el planeta al contemplar el suicidio escenificado de Jeremy Delles frente a sus compañeros de clase, mientras Eddie Vedder entonaba el furioso coro de “Jeremy” como un desquiciado. Apenas un mes después sucedería lo imposible. Tras el lanzamiento de Nevermind (1991), segunda placa de Nirvana, el entonces todavía rey Michael Jackson fue destronado del número uno de los charts mundiales por aquella banda de garage de Seattle cuyo frontman era un tímido muchacho de cardigan con agujeros en los codos y una desbastada Jaguar 1965 de Fender, señales de que algo estaba por suceder en la historia de las dinámicas y los códigos de los mercados de la música popular más reciente. Fue entonces que el mundo comenzó a hablar del grunge, a vestir jeans rotos, franelas cuadriculadas y a calzar botas viejas de trabajo, como todos esos adolescentes –los thirteeners, los desencantados hijos de los baby boomers, los abúlicos gen-x’ers bautizados por Douglas Coupland ese mismo año-- de la ciudad gris y lluviosa que antes podía jactarse de haber visto nacer también a Bruce Lee, Jimi Hendrix, los Starbucks y Microsoft.

Siguiendo una de las divisas más caras al imaginario colectivo del rock --live fast, die young--, Kurt Cobain cumple este mes otro año de haber demandado su fichaje entre los dudosamente distinguidos miembros del Club de los 27: rockstars, artistas y celebridades varias que se han quitado la vida a los veintisiete años de edad, entre cuya congregación destacan sus majestades Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Jean Michel Basquiat y otros del mismo linaje. En este 2007, Kurt Donald Cobain (Seattle, 1967- 1994) estaría cumpliendo los 40 de no haber sido porque hace trece años, un 8 de abril, decidió ponerse una escopeta en la cabeza.

Mucho se ha especulado hasta hoy acerca de las circunstancias que arrastraron a Cobain al suicidio en la cumbre del éxito y de toda una generación, con una hija pequeña a la que adoraba –-Frances Bean, de apenas un año-- y una esposa –-Love Michelle Harrison, mejor conocida como Courtney Love-- que él mismo, en su última carta, describe como una “diosa” (con todo y que su divorcio era inminente, y pese a cualquier opinión externa que se pueda tener de ella, su controvertible vida y sus consecuentes afanes de lucro –-o no-- con la figura de su marido). Lo cierto es que para el pequeño y huraño Kurt, educado en medio de una familia disfuncional, el ritalín fue su mejor amigo desde los siete años y, como diría Courtney Love, “si eres un niño y has probado ese nivel de euforia, ¿a dónde más vas a voltear cuando seas adulto?” Respuesta: hacia la heroína. Cobain estaba hinchado de heroína cuando se metió la escopeta en la boca, luego de un segundo intento por rehabilitarse tras una sobredosis y consecuente estado comatoso en Roma, dentro de la gira europea de In Utero --la CNN de hecho lo reportó como muerto--; aunque ya antes, en 1993, Courtney le había salvado la vida inyectándole una dosis de narcan en Nueva York. Cobain debió combatir además desde la infancia una depresión diagnosticada, escoliosis en la espina dorsal, una bronquitis crónica, y encima un creciente dolor estomacal que nunca fue atendido pero que lo postraba en los últimos días de su vida en cada ataque de nervios, achaques todos para los que se automedicaba sin falta la bendita heroína.

A la fecha no han sido pocas las personas que han visto una oportunidad magnífica y se han colgado de la imagen de San Kurt Cobain para lucrar con ella de las más variadas maneras: toda suerte de memorabilia, diarios personales publicados en forma de libros (Journals, 2002), biografías como Heavier than heaven (Charles R. Cross, 2002), películas como Last days (Gus Van Sant, 2005), o documentales como Kurt and Courtney (1998), donde Nick Broomfield apuesta por la premisa consistente en que Courtney Love habría orillado de forma perversa a su esposo a quitarse la vida. Lo mismo puede decirse de los álbumes póstumos de Cobain con Nirvana: From the Muddy Banks to the Wishkah (1996), con versiones grabadas en vivo, y el más reciente Nirvana (2002), un compilado cuya mayor novedad es la pieza inédita “You know you’re right” que se promocionó en las cadenas televisivas con todo y un videoclip en el que aparece un resucitado Kurt haciendo lipsync en un collage hechizo de escenas de diferentes conciertos.

Kurt Cobain fue mucho más que el chivo expiatorio de ese exitoso artificio de mercado llamado grunge. Él permanece y se legitima por su honestidad como un estandarte para toda una generación. A su muerte, poco a poco han ido desvaneciéndose los grupos más sólidos de la vieja escena de Seattle, como si la desaparición de su decano hubiera cernido una maldición sobre ellos: Soundgarden desapareció, Pearl Jam extravió toda la fuerza de antaño, Alice in Chains perdió trágicamente a su vocalista, Layne Stayley, esclavizado también por la heroína, y así, por mencionar sólo algunos. El grunge y el buen Kurt han muerto, sí, pero su vieja y desaseada majestad el rockanrol quedó marcada y agradecida para siempre con su paso.