: poe reloaded
A diferencia de su contemporáneo Hawthorne, Edgar Allan Poe se pronunciaba abierta y enérgicamente en contra de la metáfora y la alegoría. Apostaba, en cambio, por la palabra directa que enuncia, que narra, grabada “con un estilete de hierro”, aunque no exenta de arabescos. No hay, de tal suerte, con su preeminencia del raciocinio, espacio en la obra de Poe para los sesgos morales o para las parábolas didácticas que él tanto le reprochó en su tiempo a Wordsworth. Es por ello que un cuento como Sombra –una parábola, ni más ni menos– resulta doblemente atípico en el universo de Poe. La elección de la forma griega clásica que pretende derivar una enseñanza no explícita para fines de didactismo –en la que los personajes deben pasar por un trance moral o espiritual para sufrir luego las consecuencias de sus elecciones–, así como la disposición de ambientes temporal y geográficamente lejanos para generar una atmósfera de misterio y exotismo, no dejan de parecer en manos de Poe sino insinuaciones de pastiche irónico y boicot al propio género en que está escrita.
Si bien Sombra no es uno de los relatos estelares de Poe, tampoco vale engañarse por su brevedad. La contundencia y eficacia técnicas de Poe están presentes, conjugadas esta vez con una riqueza metatextual y una voluntad de manifiesta seudo-erudición que adoptaría el propio Borges un siglo más tarde.
Una relectura contemporánea de este cuento breve se vuelve más atractiva por los triples paralelismos entre a) la época que evoca, b) el tiempo en el que fue escrito y c) los días que hoy corren. El relato está ambientado dentro de lo que se vislumbra como un gran imperio entrado en decadencia –la Grecia antigua–, por mor de sus propios excesos y un consecuente castigo supraterreno materializado en forma de plaga. El narrador es parte de un grupo de nobles, sobrevivientes post-apocalípticos, reunidos en un palacio, dedicados a nada más que escanciar el vino y a sobrellevar una orgía, ajenos a la peste que asola al imperio y ajenos incluso al cadáver amortajado de un amigo, en cuyo honor parece haberse instalado la bacanal. El terror, la amenaza de lo extraño, de lo desconocido, han quedado allá fuera, pues las ostentosas puertas de bronce protegen su aposento. Esto sólo hasta que esa misma amenaza exterior –una metáfora de la peste o hasta de clase, si nos aventuramos un poco– logra al fin escabullirse en el palacio, atraída por el tufo de la muerte.
Para un lector contemporáneo no resultaría tan descabellado trasladar ese encierro y ese imperio decadente a la actualidad: una reducción de lo que hoy en día hace el imperio estadounidense, espoleado por la psicosis colectiva y retraído en sus fronteras por la lógica del terror instaurada a partir del 9/11, con todo y sus cadáveres pudriéndose en el armario. No hay que olvidar tampoco que al momento en que Poe escribía Sombra, el pánico provocado por un lustro de recesión financiera detonada en 1837 permanecía en el imaginario norteamericano, y que se vivían aún la inestabilidad y la resaca de aquella crisis. Algo muy similar ocurre en el instante en que escribo esto: lo que algunos comienzan a calificar ya como la peor recesión económica del imperio estadounidense desde la Gran Depresión de 1929. Quizá mi relectura de Sombra esté influida y viciada por todos estos factores. Y tal vez por ello esta parábola metafísica me haya estremecido más que en la primera ocasión en que pude leerla.
Sombra
(Parábola)
Sí, aunque marcho por el valle de la Sombra.
(Salmo de David, XXIII)
Vosotros los que leéis aún estáis entre los vivos; pero yo, el que escribe, habré entrado hace mucho en la región de las sombras. Pues en verdad ocurrirán muchas cosas, y se sabrán cosas secretas, y pasarán muchos siglos antes de que los hombres vean este escrito. Y, cuando lo hayan visto, habrá quienes no crean en él, y otros dudarán, mas unos pocos habrá que encuentren razones para meditar frente a los caracteres aquí grabados con un estilo de hierro.
El año había sido un año de terror y de sentimientos más intensos que el terror, para los cuales no hay nombre sobre la tierra. Pues habían ocurrido muchos prodigios y señales, y a lo lejos y en todas partes, sobre el mar y la tierra, se cernían las negras alas de la peste. Para aquellos versados en la ciencia de las estrellas, los cielos revelaban una faz siniestra; y para mí, el griego Oinos, entre otros, era evidente que ya había llegado la alternación de aquel año 794, en el cual, a la entrada de Aries, el planeta Júpiter queda en conjunción con el anillo rojo del terrible Saturno. Si mucho no me equivoco, el especial espíritu del cielo no sólo se manifestaba en el globo físico de la tierra, sino en las almas, en la imaginación y en las meditaciones de la humanidad.
En una sombría ciudad llamada Ptolemáis, en un noble palacio, nos hallábamos una noche siete de nosotros frente a los frascos del rojo vino de Chíos. Y no había otra entrada a nuestra cámara que una alta puerta de bronce; y aquella puerta había sido fundida por el artesano Corinnos, y, por ser de raro mérito, se la aseguraba desde dentro. En el sombrío aposento, negras colgaduras alejaban de nuestra vista la luna, las cárdenas estrellas y las desiertas calles; pero el presagio y el recuerdo del Mal no podían ser excluidos. Estábamos rodeados por cosas que no logro explicar distintamente; cosas materiales y espirituales, la pesadez de la atmósfera, un sentimiento de sofocación, de ansiedad; y por, sobre todo, ese terrible estado de la existencia que alcanzan los seres nerviosos cuando los sentidos están agudamente vivos y despiertos, mientras las facultades yacen amodorradas. Un peso muerto nos agobiaba. Caía sobre los cuerpos, los muebles, los vasos en que bebíamos; todo lo que nos rodeaba cedía a la depresión y se hundía; todo menos las llamas de las siete lámparas de hierro que iluminaban nuestra orgía. Alzándose en altas y esbeltas líneas de luz, continuaban ardiendo, pálidas e inmóviles; y en el espejo que su brillo engendraba en la redonda mesa de ébano a la cual nos sentábamos, cada uno veía la palidez de su propio rostro y el inquieto resplandor en las abatidas miradas de sus compañeros. Y, sin embargo, reíamos y nos alegrábamos a nuestro modo —lleno de histeria—, y cantábamos las canciones de Anacreonte —llenas de locura—, y bebíamos copiosamente, aunque el purpúreo vino nos recordaba la sangre. Porque en aquella cámara había otro de nosotros en la persona del joven Zoilo. Muerto y amortajado yacía tendido cuan largo era, genio y demonio de la escena. ¡Ay, no participaba de nuestro regocijo! Pero su rostro, convulsionado por la plaga, y sus ojos, donde la muerte sólo había apagado a medias el fuego de la pestilencia, parecían interesarse en nuestra alegría, como quizá los muertos se interesan en la alegría de los que van a morir. Mas aunque yo, Oinos, sentía que los ojos del muerto estaban fijos en mí, me obligaba a no percibir la amargura de su expresión, y mientras contemplaba fijamente las profundidades del espejo de ébano, cantaba en voz alta y sonora las canciones del hijo de Teos.
Poco a poco, sin embargo, mis canciones fueron callando y sus ecos, perdiéndose entre las tenebrosas colgaduras de la cámara, se debilitaron hasta volverse inaudibles y se apagaron del todo. Y he aquí que de aquellas tenebrosas colgaduras, donde se perdían los sonidos de la canción, se desprendió una profunda e indefinida sombra, una sombra como la que la luna, cuando está baja, podría extraer del cuerpo de un hombre; pero ésta no era la sombra de un hombre o de un dios, ni de ninguna cosa familiar. Y, después de temblar un instante, entre las colgaduras del aposento, quedó, por fin, a plena vista sobre la superficie de la puerta de bronce. Mas la sombra era vaga e informe, indefinida, y no era la sombra de un hombre o de un dios, ni un dios de Grecia, ni un dios de Caldea, ni un dios egipcio. Y la sombra se detuvo en la entrada de bronce, bajo el arco del entablamento de la puerta, y sin moverse, sin decir una palabra, permaneció inmóvil. Y la puerta donde estaba la sombra, si recuerdo bien, se alzaba frente a los pies del joven Zoilo amortajado. Mas nosotros, los siete allí congregados, al ver cómo la sombra avanzaba desde las colgaduras, no nos atrevimos a contemplarla de lleno, sino que bajamos los ojos y miramos fijamente las profundidades del espejo de ébano. Y al final yo, Oinos, hablando en voz muy baja, pregunté a la sombra cuál era su morada y su nombre. Y la sombra contestó: «Yo soy SOMBRA, y mi morada está al lado de las catacumbas de Ptolemáis, y cerca de las oscuras planicies de Clíseo, que bordean el impuro canal de Caronte.»
Y entonces los siete nos levantamos llenos de horror y permanecimos de pie temblando, estremecidos, pálidos; porque el tono de la voz de la sombra no era el tono de un solo ser, sino el de una multitud de seres, y, variando en sus cadencias de una sílaba a otra, penetraba oscuramente en nuestros oídos con los acentos familiares y harto recordados de mil y mil amigos muertos.
(Versión al español de Julio Cortázar)