: crónica sobre la entrega del cervantes




Lo que sigue es un artículo de mi amiga Giovanna Rivero sobre la mañana en que debajo de nuestros dormitorios de la Universidad de Alcalá de Henares (donde vivíamos hasta hace tiempo en comuna Andrea Jeftanovic, Juan Terranova, la propia Giovanna y el que escribe estas líneas) le fue entregado el Premio Cervantes a Juan Marsé. Cuenta Giovanna cómo Marsé --felizmente más parecido a un golpeador profesional que a un escritor-- se metió a nuestra residencia a calmar los nervios antes de la ceremonia. Disculparán ustedes que use el texto de mi amiga en vez de que yo mismo relate el suceso, pero, para ser honestos, estaba un piso más arriba, en mi cuarto, demasiado crudo y desvelado, como con tan amables eufemismos señala Giovanna en su texto. Bueno, en realidad era eso y el hecho de que no tengo el riguroso traje, los zapatos ni la corbata para poder sortear el protocolo real. Sólo pude ver el show desde mi ventana. Y estando así, en calzones, alcancé apenas a saludarle desde ahí a Zapatero y a abuchear a los reyes. Después de eso pude dormir otro rato con la conciencia ya más tranquila. Desde aquí va mi agradecimiento y un abrazo fraterno para Jesús Cañete, Pepa Toro, Fernando Fernández, toda la gente de la Universidad de Alcalá de Henares y de la Fundación Cervantes, que nos trataron mejor que en nuestras casas. Queda pendiente una revancha de Guitar Hero.





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Encuentro, una boliviana con Juan Marsé
Giovanna Rivero


Estábamos tomando un café descafeinado de máquina en el comedor de la residencia de San Ildefonso cuando el mismísimo Juan Marsé entró acompañado de su hija Berta, también escritora, y de Pepa Toro, vicerrectora de Extensión Cultural de la Universidad Alcalá de Henares, mujer alta y rubísima, escapada, seguro, de alguna ‘peli’ de Almodóvar. 

Afuera, en el jardín, los guardias de seguridad esperaban a los reyes. Hacía frío y nos preparábamos para una mañana ‘formal’. Juan Terranova se había pedido prestada de Jesús Cañete –ideólogo e inmenso gestor de esta primera residencia de escritores en Alcalá- una corbata. Andrea Jeftanovic y yo nos las apañábamos con abriguitos comprados en las tiendas chinas ‘One’, suerte de carta Joker en la crisis económica española. Tryno Maldonado se recuperaba de una noche madrileña que incluye viaje nocturno en tren hasta Alcalá y la caminata entre árboles todavía pelados, como pulpos anoréxicos (disculpen las metáforas marinas, la mediterraneidad me ha activado un par de crisis transatlánticas y poscoloniales).

De modo que eran las 11 de la mañana y entró Marsé. Faltaban apenas 20 minutos para la ceremonia del Premio Cervantes y nos preguntábamos si conseguiríamos ubicarnos en un buen lugar. Estaba nervioso, incómodo en el traje de frac que, sin embargo, no conseguía desdecir su aura de escritor de margen. Llevaba un tapón en la fosa nasal derecha, pues la noche anterior había sangrado. “Prueba de que la letra con sangre entra”, nos dijo. Pero la sangre no fue suficiente advertencia para el escritor de pronto tímido –es un sociópata de los míos, pensé- que parece reclamar a la televisión el haber arrasado con el derecho a la verdadera soledad. Pepa Toro le ofreció un Tranquizamín (equivalente al Rivotril, pero mejor, consulten en la farmacia) de 0.5 miligramos y él lo tomó con un vaso de whisky. Más tarde, en su discurso oficial, dijo: “la verdad es que yo nunca me vi donde ustedes me ven ahora”.

Y es que hay toda una ética de escritor en esa confesión, que podría asentarse en la terquedad liberadora de escribir siempre desde la negación y no desde la confirmación o autoafirmación. Jesús Cañete, por ejemplo, lo entiende así: “Marsé ha dicho que no sistemáticamente a toda propuesta del poder institucional, pues es el modo en que la realidad, con sus tentaciones no te daña. Decir que no a todo, pero fundamentalmente decir que no a la imagen exitista de uno mismo”, actitud freak que más de un punk le envidiaría. Y por eso estamos de acuerdo en que la única manera de dar ese paso no por glorioso menos horrible ‘a la posteridad’ es con un vaso de whisky.

A eso de las 12: 45 ya nos sabíamos cómplices de su voz sonambulizada por el ansiolítico adscribiéndose al realismo puro y duro: “Como dice Woody Allen, el realismo es el único lugar donde puedes adquirir un buen bistec”. Me acordé de Óscar Barbery y su preferencia por el bife y pensé: Tengo que llevarle un libro de Marsé, uno tierno y cruel, ¿qué tal si te dicen que caí? Como una señal a lo Bartleby, uno de los dos guardias que protegen el podio se desvaneció. La atmósfera real puede provocar esas cosas, me imagino; aunque tratés de estar contenido en tu traje de torero, ya no podés ser impunemente un escritor ‘anómalo’, pues al business literario no se le escapa nada.

En fin, nos sentíamos románticos y latinoamericanos, casi un pleonasmo, entrando, a tres pasos de Marsé, al paraninfo (Terranova tentadísimo de saludar a los guardias con un gesto vengativo a lo Daddy Yankee), sin merecerlo del todo, justificados por el deseo de conocernos entre escritores y escritoras, sostenidos por esa fuerza a veces frágil y desquiciada que es el amor por la literatura.