: jonathan franzen,
el conservador progresista o el
canónico radical
1. Contra el realismo
Para W. G. Sebald, como para muchos otros autores contemporáneos, la
ficción que no reconoce la incertidumbre del narrador mismo es ya una forma de
impostura muy difícil de asumir como lector a estas alturas del partido. Y, sin
embargo, aunque nos hallemos una vez tras otra frente a un narrador que de
antemano se arroga como tramoyista y juez ubicuo, no tenemos pruritos como
lectores para no entablar ese pacto de credulidad una y otra vez en cada nueva
novela, no obstante que el narrador fundamentalmente realista al que nos
seguimos enfrentando en buena fracción de la narrativa contemporánea sea tan
viejo como la literatura misma. Al grado que a editores, críticos y lectores
nos sigue pareciendo perfectamente válido —y para algunos incluso loable— el
que un novelista como Jonathan Franzen tenga el descaro en este siglo de
construir un saga familiar decimonónica de seiscientas páginas. (Ya desde 1918,
Cyril Connolly exigía, en un cómico libelo, que se masacraran todas la novelas
que hablaran de más de una generación o de cualquier período anterior a 1918.)
Por qué —se preguntará alguien con toda razón— otras disciplinas artísticas han
desarrollado sistemas, gramáticas y vocabularios tan diversos, mientras que
muchas de nuestras novelas contemporáneas más admiradas empalidecen y siguen
haciendo ver a Flaubert (sin querer insinuar con ello una noción de progreso en
la literatura) todavía como un radical. Si la novela es, esencialmente, un
género burgués y conservador, Jonathan Franzen (Western Springs, Illinois,
1959) es hoy su capellán más destacado.
Mucho antes que el de Connolly, el primer golpe
bajo al por entonces joven género de la novela, lo asestó Adam Smith en el
siglo XVIII: “Como la novedad es el único mérito de una novela y la curiosidad
el único motivo que nos induce a leerla, los escritores necesitan hacer uso de
ese método para mantenerla”. Smith, cabe suponer, no habla de otra cosa sino del
así llamado suspense en la
trama, de esa intriga deshebrada en pequeñas dosis a la que siguen aferrándose
muchos novelistas realistas como de un motor y del que, por nombrar dos
ejemplos disímbolos, Dostoievski suele echar mano tan frecuentemente tanto como
Claude Simon, precursor de la noveau roman.
Un ataque mucho más reciente a la novela realista
lo propina el novelista norteamericano Rick Moody, contemporáneo de Franzen:
“La novela realista necesita una patada en el culo. El género, con sus
epifanías, su acción creciente, sus movimientos predecibles, su humanismo
convencional, puede entretenernos todavía y conmovernos en ocasiones, pero para
mí resulta política y filosóficamente dudoso y a menudo aburrido. Por tanto,
necesita una patada en el culo”.
Para Roland Barthes, por su parte, el realismo ya
ni siquiera se refiere a la realidad (la idea decimonónica de que cada palabra
en un relato tiene una relación transparente con su referente en la realidad).
Según Barthes, como lo menciona en S/Z, el realismo no es realista. El realismo no es sino un sistema de
códigos convencionales, una gramática tan ubicua que no notamos la forma en que
estructura la narrativa burguesa. La función de la narrativa para él y muchos
otros no es ya representar. Para Barthes, como para muchos críticos actuales,
lo que ocurre incluso en el realismo es sólo lenguaje, “la aventura del
lenguaje, la incesante celebración de su llegada”. ¿Entonces, por qué, si según
Barthes en la literatura no hay mímesis en absoluto, hasta hoy día a muchos lectores nos siguen
estremeciendo los baños de sangre en las novelas de McCarthy o de Coetzee tanto
como las epopeyas familiares de Philip Roth o John Updike?
“Todo escritor cree que es realista —dice Alain
Robbe-Grillet citado por el crítico James Wood—. Nadie se llama a sí mismo
abstracto, ilusorio, quimérico, fantástico. Pero si todos los escritores están
congregados bajo la misma bandera, no es porque estén de acuerdo en lo que es
el realismo; es porque quieren usar una idea diferente de realismo para
separarse de cada uno de los demás”. Esta ambigua postura asumida por algunos
de los tildados narradores realistas podría resumirse en un viejo berrinche de
Flaubert: “Detesto el realismo, pero andan diciendo que soy uno de sus
pontífices”. O de esta otra forma: No hay que abjurar del realismo sólo porque
el realismo que uno hace no es lo bastante original.
2. La libertad de mercado promueve la competencia
Competencia. El motor de los mercados libres y, junto a la
acumulación de riqueza y el individualismo, uno de los preceptos fundamentales
del liberalismo y de la cultura de éxito norteamericana. Existe un texto
reciente y ahora famoso sobre la competencia. Sobre la competencia entre dos
escritores norteamericanos. Un matrimonio de escritores norteamericanos, para
ser precisos. Una competencia encarnizada, para ser más precisos todavía. El
ensayo se llama Envidia y
apareció en la revista Granta en junio de 2003. Y es famoso no sólo por el
hecho de que su protagonista sea Jonathan Franzen, el autor más visible y
exitoso de su generación (tras el suicidio de David Foster Wallace, gran amigo
suyo y acérrimo competidor declarado), sino porque además su autora es Kathryn
Chetkovich, la segunda esposa de Franzen y fuente de las más rancias envidias y
rencores hacia éste al no poder estar a la altura del talento ni del ritmo de
escritura de su ex marido, como ella misma, llena de rencor y frustración, lo
declara en su vendetta. Este evento podría ser meramente anecdótico y accesorio
para un lector de Libertad (Salamandra,
2011), la más reciente novela de Jonathan Franzen después de casi diez años de
silencio, de no ser porque existen notables paralelismos entre la ex esposa del
autor y Patty Berglund, el personaje central de Libertad, quien relata en tercera persona buena parte del
libro como consejo de su terapeuta tras un matrimonio malavenido.
Tal como la ex esposa de Franzen, Patty Berglund
es una competidora nata que admira y promueve la competitividad como valor
esencial incluso dentro de su hogar. Ella lo admite y no encuentra vergüenza en
esto. Educada en el seno de una familia citadina y progresista de Nueva York,
de padres involucrados en la vida política de su comunidad y en el Partido
Demócrata, Patty, no obstante, es una mujer de temperamento más bien
indiferente al ámbito comunitario. Individualista. Independiente. Sedienta de
triunfo. Ganadora. Patty es una estudiante becada por una universidad del Medio
Oeste como basquetbolista que llega por esfuerzo propio a ser miembro del
segundo equipo de EEUU hasta que una lesión en la rodilla le impide seguir
jugando. Patty se vuelve con el tiempo el ama de casa perfecta, alcohólica pero
funcional, políticamente correcta hacia el exterior, entre los otros jóvenes
matrimonios pioneros durante la administración Clinton de Ramsey Hill en Saint
Paul, Minnesota (justo en la calle donde se crió Francis Scott Fitzgerald).
Aunque ella misma podría encarnar a la perfección los valores del
neoliberalismo y encajar en el estereotipo de redneck o hillbilly (no tiene inquietudes intelectuales de ninguna índole, es incapaz de
tocar un libro y escucha sólo música country), Patty es al mismo tiempo una
mujer de incorruptible sentido de justicia capaz de rajar con una navaja las
llantas de la camioneta del vecino republicano en defensa del honor del
presidente demócrata Bill Clinton luego del escándalo Lewinsky. Ésa es Patty.
Walter Berglund es el marido de Patty. Clase media
baja. Nacido en el mismo pueblo que Bob Dylan, en la Minnesota rural, hijo de
una familia de inmigrantes holandeses conservadores. A diferencia de su esposa
Patty, Walter es de condición apocada y de espíritu más avecindado con lo que
dentro los parámetros neoliberales correspondería a los de un “perdedor”:
Walter, a diferencia de Patty, se identifica secretamente no con Bob Dylan, el
héroe del pueblo que ha triunfado por la cultura del esfuerzo, sino con
Donovan, el cantante al que un petulante y competitivo Dylan humilla en la
famosa escena del documental Don’t Look Back. Y, sin embargo, Walter es insobornable, la
brújula moral de la familia; ateo y de izquierda, feminista declarado,
ecologista “más verde que los del partido verde” que abraza causas tan
disímiles y en apariencia perdidas como la promoción de la tasa cero de
natalidad, el control de los gatos domésticos que depredan a las aves
migratorias, o, en la recta final de la novela, la absurda y contradictoria
explotación de carbón en los Apalaches para salvar a muy largo plazo una
especie mínima de ave: la reinita cerúlea. La cruzada emprendida por un pájaro
de apenas unos gramos de peso será el Titanic de Walter y su familia.
“La novela realista necesita una patada en el culo. El género, con sus epifanías, su acción creciente, sus movimientos predecibles, su humanismo convencional, puede entretenernos todavía y conmovernos en ocasiones, pero para mí resulta política y filosóficamente dudoso y a menudo aburrido. Por tanto, necesita una patada en el culo”.
Pero el cabal y noble Walter es únicamente el
premio de consolación de su competitiva esposa Patty, quien ha vivido prendada
de Richard Katz, el mejor amigo de Walter desde la universidad. Richard (que
curiosamente comparte rasgos con el propio David Foster Wallace, como mascar
tabaco, trabajar a oscuras, además de ciertos giros del lenguaje) es una
estrella de rock, un mujeriego empedernido, un “príncipe” adicto al sexo y repelente
a comprometerse en una relación duradera, un adolescente empedernido. De ser el
líder de una banda universitaria de punk radical que compone canciones
anarquistas y que no trascenderá nunca más allá de la escena local (los
Traumatics), una vez entrado en la mediana edad Richard se ve de pronto
favorecido por el éxito y comienza a ser mimado por el mercado con un nuevo
proyecto de banda mucho menos ambicioso: Walnut Surprise. No más punk. No más
letras de protesta. El pop country y las letras melosas con las cuales los WASP
como Patty pueden fácilmente identificarse (realismo-mímesis) vuelven de súbito
a Katz un referente de culto para una serie de bandas y artistas blancos como
Jack White o Wilco, para quien Walnut Surprise abre sus conciertos.
Realismo. Grandes relatos. Triángulos amorosos.
Ambición histórica: del período Reagan hasta el de Obama. Crítica de una época:
la invasión a Iraq, el imperio norteamericano post 11-S entrando en una orgía
de especulación financiera y con una burbuja hipotecaria a punto de reventarles
en la cara. Una estructura de la fábula relativamente compleja aunque
mayormente cronológica. Atmósferas bien creadas y la cantidad de detalles
justos. Una prosa solvente y minuciosa, un lenguaje muy imaginativo y original.
Nadie descubre aquí la pólvora. Y Franzen, realista astuto como un
prerrafaelita, lo sabe de sobra y nos hace un guiño constante para que estemos
alertas a la clase de realismo que él invoca y que quizá sea el único gesto
metaliterario con el que pretenda redimirse a sí mismo: no es casual en
absoluto que el único libro que Patty haya leído en su vida sea Guerra y paz. El modelo del triángulo amoroso que sirve de
base para Libertad
(Walter/Patty/Richard) es tan viejo como el propio realismo que lo reencarna en
el siglo XXI: Pierre/Natasha
Rostov/Príncipe Andrei. Los personajes de Tolstoi usando de pronto e-mails y
Blackberries para relacionarse.
3. Explotación a cielo abierto
Cuenta Zizek en el artículo Contra el gobierno ilustrado, que en las comunidades amish de los Estados
Unidos se lleva a cabo la práctica de la rumspringa. La rumspringa es una institución consistente en
que, al llegar a la mayoría de edad, los adolescentes, mujeres y varones, son
alentados a exiliarse de la agregación durante un par de años. Antes habituados
a una disciplina rigurosa y a una vida de restricciones, de pronto estos
jóvenes amish tienen libertad de usar aparatos eléctricos, manejar automóviles,
escuchar música pop, ver televisión, tener acceso a internet, vestirse a la
moda, tener relaciones sexuales, usar drogas y beber alcohol. Al término de
este plazo contemplado en la rumspringa, los muchachos deben realizar una
elección de libertad: si volver a su comunidad para readaptarse a sus usos y
costumbres de por vida, o permanecer en el exterior y convertirse en ciudadanos
comunes y corrientes de los Estados Unidos de Norteamérica. Los resultados son
incontrovertibles. Más del noventa por ciento de los jóvenes amish vuelven al
confinamiento sin pensárselo mucho. Incapaces, porque nunca fueron educados
para ello, de hacerse responsables de sí mismos por primera vez frente a una
repentina y completa permisividad, sin una figura regulatoria que los vigile,
aliente o amoneste, estos jóvenes caen en un terrible estado de angustia y de
vacío. Regresan a su comunidad contritos, dóciles, para volverse ciudadanos
ejemplares de por vida. Algo casi idéntico ocurre con los estudiantes
norteamericanos compelidos por sus universidades a salir a estudiar al
extranjero. Y, en Libertad,
específicamente, ocurre con Joey, el hijo adolescente de Walter y Patty. Por
oposición a la figura autoritaria de su padre progresista y en un acto de
manifiesta rebeldía, Joey se declara abiertamente republicano, de derecha dura,
a favor del Estado Israelí (él mismo con un octavo de sangre judía) y huye a
vivir a la casa de los vecinos del otro lado del patio: un hatajo de rednecks
ignorantes y escandalosos con cuya hija contraerá matrimonio. A la edad de
diecinueve, Joey, hará el negocio de su vida, el sueño de muchos jóvenes
gringos: amasar su primer millón de dólares trabajando para un contratista
cercano a Dick Cheney que suministra camiones polacos Pladsky A10 obsoletos al
ejército norteamericano y refacciones oxidadas adquiridas en Paraguay, Hungría
y Bulgaria. Un fraude millonario. De igual forma que los adolescentes amish al
cabo de una sobredosis de realidad fuera de su cerco paterno, Joey volverá
contrito y con la cola entre las patas a las faldas de su padre cuando el
negocio millonario de los camiones se convierta en un pantano de mierda a punto
de volverse un escándalo mediático.
Terry Eagleton dice que el posmodernismo tiene
tanto de radical como de conservador a un tiempo. Y no yerra. Eagleton afirma
que “es un sorprendente rasgo de las sociedades capitalistas avanzadas que sean
a la vez libertarias y autoritarias, hedonistas y represivas, múltiples y
monolíticas”. Y en este sentido, Joey, como los muchachos amish, como muchos
tantos ciudadanos norteamericanos viviendo en una democracia y bajo el estado
de derecho, no logra culminar finalmente el proceso que Pascal Bruckner llama
la “decepción necesaria”; es decir, “salir de la condición de víctima, una vez
abatido el opresor y fijadas las compensaciones, para acceder a las
responsabilidades que la libertad implica, someterse a imposiciones morales y
jurídicas válidas para todos”. El acceso a la libertad, pareciera decirnos
Franzen igual que Bruckner, es el “acceso a la pecabilidad ordinaria”, a la
obligación de responder a los actos propios, incluso los menos lúcidos. Y en
esto, tanto Joey, como Patty y Walter, fracasan estrepitosamente a lo largo de
la novela.
4.
Se cometieron errores
Según James Wood —el último vicario vivo del realismo—, existe cierto
tipo de realismo actual que él califica como realismo histérico y cuyas características son descritas en el
famoso artículo Human, All Too Inhuman: novelas colosales llenas de extravaganza y referencias de la época
que se desviven en describir “cómo funciona el mundo en vez de cómo se siente
alguien respecto a algo”. Este realismo histérico estaría supuestamente representado por autores
como Don DeLillo, Thomas Pynchon, David Foster Wallace, Salman Rushdie o Zadie
Smith. La propensión casi compulsiva por contar que poseen este tipo de novelas, por mantener
a los personajes en marcha, por
alargar el suspense, se
vuelve, a decir de Wood, la forma de reemplazar la carencia de vitalidad de
estas obras, un envoltorio vistoso para dicha carencia. O, mejor dicho: la
imposibilidad de muchos autores realistas contemporáneos de desarrollar una
nueva forma de mímesis.
Y es a este respecto, en lo tocante al realismo
histérico, en el que tambalea
peligrosamente Franzen, y donde cabe, por ejemplo, preguntarse si un hipotético
lector de Libertad del futuro
requerirá un compendioso aparato crítico para asimilar las sutiles diferencias
entre lo que era poseer un iPhone y un Blackberry; la discrepancia de enfoques
sobre la guerra de Iraq entre Fox News y CNN; leer el New York Times o el Washington Post; la importancia o las variantes simbólicas de
poseer un iPod, un XBox, un Discman, un Land Cruiser, un Jaguar, una Escalade,
un Chevy, un SUV Lexus o un Volvo 540; entender qué carajos era American Idol y
Los Soprano y Casados con Hijos y quiénes eran Tinay Fey y Sarah Silverman y Natalie
Portman; lo que significaba que alguien vistiera una playera del Subcomandante
Marcos o lo mucho que sobre un personaje pudiera revelarnos el que escuchara a
Tupac, Eminen y Slim Shady (e incluso la oscura relación entre Eminem y Slim
Shady), o bien a Belle and Sebastian, los White Stripes, Yo la Tengo, Wilco,
Pearl Jam, Devo, Michael Stipe, U2, Dave Matthews, o en cambio a Garth Brooks,
las Dixie Chicks, Jonnhy Cash, Roy Orbison, Hank Williams, Patsy Cline, o a
Patti Smith, Alanis Morrissete, Blondie, Prince, Madonna, Neil Young, Sonic
Youth, y un farragoso e interminable etcétera aún más largo que la lista de
cameos de celebridades en toda la historia de los Simpsons.
Sostiene James Wood que “las novelas tienden a
fracasar no cuando los personajes no son lo bastante vivos o profundos, sino
cuando la novela en cuestión no ha conseguido enseñarnos a adaptarnos a sus
convenciones, ni ha conseguido despertar un hambre específica por sus propias
características, su propio nivel de realidad”. Por todo lo anterior, Libertad, de Jonathan Franzen pasaría por algo menos que
un simpático artefacto arcaico de entretenimiento masivo y decimonónico, un
mamotreto más entre los muchos que engrosan el realismo histérico. Salvo por un detalle: que fue escrita por un virtuoso.