: el sexo y la nueva literatura norteamericana






Ésta es la segunda entrega de mi nueva columna, Metales Pesados, en la revista catorcenal Emeequis.


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Lo reconozco. Soy un lector podrido. Aunque había leído buena parte de la obra del Philip Roth más viejo (Newark, New Jersey, 1933) tengo que reconocer que quedé muy sorprendido al descubrir hace no mucho al joven e insolente Roth de El lamento de Portnoy, un himno freudiano a la masturbación masculina en sus múltiples modalidades y una de las novelas más potentes que he encontrado jamás. Por coincidencia, hallé al mismo tiempo un ensayo en The New York Times titulado The naked and the conflicted, de Katie Roiphe, profesora de crítica en la NYU. En dicho ensayo, Roiphe habla de cómo –a diferencia de la de Philip Roth– la corrección política neoliberal de nuestra época ha inoculado la manera de abordar los temas sexuales en la nueva generación de narradores varones blancos norteamericanos (entre ellos enlista a Benjamin Kunkel, Dave Eggers, Jonathan Safran Foer, Michael Chabon y David Foster Wallace, por ejemplo).
Katie Roiphe cuenta en su texto que en cierta ocasión una de sus alumnas leía en el metro la entonces más reciente novela de Philip Roth, The Humbling. Llegada la escena de un trío sexual sumamente explícita, su estudiante no pudo contener las ganas de tirar al libro a la basura. Y lo hizo. No era un “berrinche post-feminista” lo que la impulsaba a hacerlo, cuenta Roiphe, pues la muchacha, como todas y todos su alumnos, estaba bastante sensibilizada a la crítica literaria feminista de Kate Millett. Lo que llevó a la muchacha tirar el libro fue el coraje y la indignación. Ese mismo brío, esa provocación y esa ambición primigenias de sacudir a los lectores del autor de El lamento de Portnoy, son los mismos a los que los narradores norteamericanos más jóvenes parecen haber renunciado. Lo que lleva a preguntarse cómo es posible que un escritor tan viejo y ahora parte del establishment literario como Philip Roth siga provocando en los lectores esa misma reacción de punzada moralina a más de cuarenta años de las escenas explícitas de El lamento de Portnoy. Pareciera que después de que Norman Mailer, John Updike, Saul Bellow y el mismo Roth, que agotaron en sus novelas todas las posibilidades y variaciones del acto sexual (y onanista) de los jóvenes de la clase media de los Estados Unidos durante los años sesenta, el sexo como tema de ficción había quedado clausurado. Es más. Prohibido. Vuelto tabú.
La revista Time, en un artículo de portada de 1968, llegó a denunciar por ejemplo a la novela Parejas de John Updike por considerar que “las escenas sexuales, y el lenguaje que las acompaña, son remarcablemente explícitos, aun para esta nueva era de total libertad de expresión”. Qué lejos parecen estar los nuevos narradores norteamericanos de concitar siquiera media reacción como aquélla. La sexualidad de los personajes de Safran Foer o de Dave Eggers, comparados con los Updike, resulta en cambio bastante cándida. Infantilizada.


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Los nuevos novelistas norteamericanos, a decir de Roiphe, parecen ser demasiado autoconscientes, demasiado movidos por cierta clase de educación moderadamente liberal pero políticamente correcta que linda a veces con el franco puritanismo (tal vez como una reducción de los anhelos más ocultos de un país donde más del 50% de su población valida el creacionismo en pleno siglo XXI), al grado que sus personajes se frenan, contienen sus propios impulsos sexuales. El sexo, su abundancia, su anhelo, están pasados de moda en la literatura gringa. Darle demasiada importancia en un libro de ficción, crear un personaje que le otorgue demasiado peso al sexo como una fuerza avasalladora, una vindicación de movimiento existencial igual que en las novelas de Norman Mailer, suele ser juzgado por autores y por críticos como algo poco trendy. Retrógrado. La pasividad, un candor abúlico, una visión infantilizada del sexo, una profunda ambivalencia ante el propio apetito sexual, son en cambio valorados en esta nueva literatura como signos de una complejísima y admirable vida interior (sobre todo si esa vida interior está teniendo lugar en un cómodo departamento de Brooklyn: pienso en las novelas John Wray o Jonathan Safran Foer, por ejemplo.) Estos autores, irónicos y desconfiados frente a los grandes relatos, demasiado conscientes y enamorados de sí mismos, de sus talentos literarios y de sus MFAs en sus universidades caras (¿quién dijo ahora Jonathan Franzen?), clausuran casi siempre el mínimo monto de abandono necesario en sus procesos de escritura para interesarse por un acto básico como el sexual, tal como indica Roiphe.
La respuesta, trasladando los argumentos de la propia Roiphe, parece ser sencilla: los nuevos novelistas norteamericanos son demasiado cool para hablar de sexo. Sus personajes son demasiado cool para coger. Volvamos, entonces, a Roth. Volvamos Mailer. Volvamos a Selby. Volvamos a Updike. Eso es lo que, al menos, he hecho yo.


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